lunes, 11 de agosto de 2014

Capítulo 13. La montaña de la salvación


Leonard Knight y su Montaña de la Salvación


La culpa es de la diabetes. Antes de contraerla, no solía ser una persona olvidadiza. Había una alarma, en algún lugar por ahí arriba, que saltaba de inmediato cuando estaba a punto de cerrar la puerta de casa sin tener las llaves en el bolsillo. Algo que me avisaba cuando el bonobús o el pasaporte no estaban en su sitio. Siempre he cargado con la preocupación que exige este constante estado de alarma, la tensión repetida de una misma pregunta: "¿te has olvidado de algo?"; como si, por algún motivo, todas esas llaves, documentos de identidad, tarjetas de transporte, objetos que tan solo sirven para franquearnos el acceso a ciertos lugares, tuvieran mucha más importancia que una camiseta, una maquinilla de afeitar, o cualquier otra cosa que tenga utilidad por sí misma. Tenemos un miedo atroz a perder temporalmente la libertad de coger un autobús o regresar a la comodidad del hogar cuando queramos: ¿qué tendrá de especial esta libertad que, para asegurárnosla, no nos importa someternos a la presión de un estado de alerta continuo? ¿No sería mejor renunciar a ella, o al menos, arriesgarnos a perderla de vez en cuando, para que nuestro cerebro no tenga que seguir desempeñando las funciones de un botones de hotel?

La culpa es de la diabetes porque, desde que la sufro, he perdido el abono transportes cinco veces y he tenido que llamar dos al cerrajero. Mientras escribo esto me acabo de dar cuenta de que he perdido mi tarjeta de empleado de la universidad y, hasta que no obtenga una nueva, no podré entrar en la oficina si no hay alguien allí para abrirme. La culpa es de la diabetes, por varias razones. Saber que has de convivir con algo para el resto de tu vida puede ser muy duro o, por el contrario, muy tranquilizador; especialmente en el caso de la diabetes, pues a medida que empiezas a entender la naturaleza de la enfermedad, te das cuenta de que podría haber ser mucho peor, pues, en la rifa de enfermedades, te ha tocado solo la pedrea. Además, te vuelves más consciente de que el hecho de que estés vivo se debe únicamente a una afortunada sincronía temporal: haber nacido en el momento en que lo has hecho, porque hace menos de cien años, antes de que los señores Banting y Best descubrieran la síntesis de la insulina, si contraías diabetes, simplemente te morías.

Banting y Best, los señores más santos del mundo, después del Dr. Albert Hofmann.

Esa sensación de estar pisando una linea difusa y de que, si las circunstancias hubieran sido ligeramente otras, podrías encontrarte en el lado malo de esa linea, esa sensación, digo, está además presente todos los días en la vida de un diabético cuando hay un exceso de insulina y el azúcar baja demasiado. El primer síntoma de una hipoglucemia es un calor repentino, acompañado frecuentemente de sudores. Otras veces, uno ve auras: postimágenes retinianas como las que vemos al cerrar los ojos después de haber mirado fijamente el sol. Si el azúcar sigue bajando, los síntomas pueden volverse aún más espectaculares. La visión tiembla, como si hubiera habido un fallo en el sistema operativo, y los píxeles de las cosas empiezan, primero, a descomponerse y, finalmente, a desprenderse de aquello que les sujetaba. Se puede llegar a perder por completo la capacidad de lectura, aun sin dejar de ser capaz de reconocer las letras una a una; como también es posible perder la capacidad de proceso de cualquier imagen. Primero pierdes el sentido de la orientación, luego dejas de reconocer las fachadas de los edificios, los actores y las modelos que te saludan desde los anuncios, o incluso los rostros de personas conocidas. La falta de azúcar te hace habitar un mundo alienígena.

Pero si pasas por todo eso, si consigues pasar por todo eso, en realidad, te queda el consuelo de saber que estás bien: que aunque seas incapaz de saber qué película echan en el cine de al lado, a pesar de tener delante de tus narices un poster enorme de Angelina Jolie; y aunque seas incapaz de proseguir con una conversación de forma coherente porque tienes el campo visual cubierto por un caleidoscopio de luces, te queda el consuelo de saber que todo eso está ocurriendo porque todavía no te has desmayado. Y si no te has desmayado todo va bien. Solo hay que esperar a que el azúcar haga su efecto. El verdadero problema se presenta cuando no ves ni sientes nada, porque si has perdido la consciencia, amigo, más vale que haya alguien cerca que sepa qué es lo que te ha pasado. Porque nada te asegura que puedas volver a recuperarla si te desmayas en el lugar y en el momento equivocado.

Es algo así. Bueno... más o menos.

 En realidad, el asunto no es tan terrible como parece así descrito. Incluso insconsciente, el cuerpo humano genera y acumula azúcar por sí mismo, por lo que aun en el supuesto de que nadie sepa que necesitas una inyección de glucosa para reanimarte, pasadas las horas y suponiendo que tus niveles de azúcar no sigan disminuyendo por algún otro factor, acabarías por despertarte, aunque eso sí, con un fuerte dolor de cabeza. Sea cual sea el peligro real que uno corre al sufrir una hipoglucemia, la sensación de estar caminando por una cuerda floja es persistente; sobre todo cuando la frecuencia de éstas es de una o dos diarias, cosa que puede ocurrir en ciertas épocas. Aprendes a manejarlas, a reconocer los síntomas que te las anuncian, a no preocuparte demasiado por las incomodidades que producen, e incluso, a disfrutar de su lado bueno: esa intensa sensación de felicidad y relajación que produce el aflojamiento hipoglucémico. Pero por mucho que te hayas acostumbrado a ellas y por mucho que creas saber cómo manejarlas, siempre, siempre tendrás en la cabeza una certeza de la que es mejor no olvidarse: sin azúcar el cerebro humano no puede sobrevivir durante mucho tiempo, y vas a estar perdiendo ese azúcar que necesitas una y otra vez, día tras día, así que más te vale estar preparado. 

¿Llaves? ¿Bonobús? ¿Pasaporte? No, gracias. Hace tiempo que dejaron de preocuparme. Supongo que ahora tengo todos mis sensores de vigilancia, detectores de movimiento, cámaras y termostatos, apuntando hacia otro lado; no solo hacia el azúcar, también hacia el estuche donde llevo la insulina, con el que he de cargar siempre. Si pierdo el pasaporte, lo único que tengo que hacer es llamar al consulado. Lo peor que podría pasar es que tuviese que sacar un nuevo billete de avión para cuando tengan listos mis nuevos papeles. Total, ochocientos euros menos por cuatro o cinco días más de vacaciones. Pero si pierdo mi estuche de insulina o éste sufre algún tipo de accidente, las consecuencias no solo serían catastróficas sino difícilmente calculables. En el extranjero, no podría obtener insulina ni siquiera enseñando mi informe médico. La insulina es una droga extremadamente peligrosa que, con frecuencia, ha sido utilizada como una vía para escapar fácilmente de la vida. El único modo de conseguir que me la suministraran, sería dejando que mi azúcar en sangre alcanzase niveles estratosféricos, cosa que sin duda ocurriría al cabo de dos o tres días. En ese caso, me ingresarían en un hospital que, por supuesto, tendría que pagar de mi bolsillo. Y los gastos de una UCI son altos. Lo único que podría hacer es volverme de inmediato para España donde aún existe una Seguridad Social, aunque no sabemos si por mucho tiempo, que todavía asume el imposible coste de mi enfermedad.

Así que, teniendo todo esto en consideración, no es extraño que para apaciguar mi conciencia, baste con palpar mi bolsa de mano al salir de casa para ver si el estuche de insulina sigue dentro. No digo que sea más feliz así, después de haber cambiado una miríada de pequeñas preocupaciones por una sola que asume una prioridad absoluta. Solo digo que ahora hay cosas que, simplemente, han dejado de tener importancia.



Y, sin embargo, allí estábamos Esther y yo, implorándole a Joana que nos cogiera el teléfono para decirle lo de los pasaportes.

—Por favor, por favor, por favor...

Además, para qué preocuparse si la mayoría de las veces las cosas salen bien. Como ahora. Tanto llamar a Joana cuando la razón por la que no cogía el teléfono era porque se lo había dejado en el coche mientras caminaba hacia el apartamento de Esther para deslizar nuestros pasaportes por debajo de la puerta. Nada más salir de San Diego, se había acordado de que nos los habíamos dejado en su coche y le llevaba menos tiempo detenerse en la universidad que regresar a la playa.

Pero eso solo lo supimos al volver a casa. Aunque eso no importa. Lo que importa es que, ahora que tú ya lo sabes, podemos hacer una elipsis y saltar directamente al interior de nuestro coche de alquiler, sin el cual no hubiéramos tenido la menor oportunidad de visitar al desierto. Y visitar el desierto se había convertido, inesperadamente, en el más esencial de nuestros planes.

Los cuatro gramos de setas secas que había traído desde Madrid fueron recibidos con entusiasmo por parte de Esther. Ella no había probado nunca lo que en palabras de Terence McKenna es conocido como el manjar de los dioses, la psilocibina. Y lo estaba deseando; pero es que, además, conocía el sitio idóneo para tomarla. Joana le había hablado de Salvation Mountain, un lugar de peregrinaje hippie que se encuentra al Este, entre San Diego y Yuma; muy cerca del Salton Sea: un lago desecado compuesto únicamente por dunas de sal que también recibe el nombre de "Parque Nacional Sonny Bono". 

De mayores, todos los hippies se parecen a San Timothy Leary

La "montaña de la salvación" fue construida por un tal Leonard Knight. A mediados de los ochenta, Knight, era un mecánico que trabajaba en Arizona con un único deseo en su corazón: demostrarle a la humanidad su amor por Cristo. Unos años antes había tenido una revelación y, desde entonces, contarle al mundo lo que ésta le había hecho comprender se había convertido en la principal misión en su vida. Por mucho que he indagado sobre él, no he descubierto todavía en qué consistió dicha revelación, o de qué terrible problema le salvó: Knight no parecía ser alcóholico ni tener graves problemas de salud o familiares. Pero el caso es que se le presentó el mismísimo Cristo y le dijo: "cuéntale esto al mundo".

¿El qué? No está muy claro porque Knight pensó que la mejor manera de transmitir aquel mensaje a la humanidad era hacerlo desde un globo. Así que, dicho y hecho, se puso a construir un aerostato con retales; las palabras "Cristo os ama" pintadas sobre la tela. Pero cuando Knight trató de hincharlo, se dio cuenta de que había un problema. El globo era demasiado grande. Cada vez que bombeaba gas en su interior, la tela se rompía por alguna parte y, por mucho que intentase repararla, siempre se descosía por un lugar distinto. El desierto entre San Diego y Arizona era el lugar ideal para hacer volar el globo: cientos de millas de planicie con un cielo tan vasto que su mensaje destacaría en medio del azul del firmamento desde Yuma a Mexicali. Pero mucho que sus vecinos, tres  o cuatro granjeros de la pequeña localidad de Niland, trataron de ayudarle a hinchar el globo, el plan de Leonard Knight resultó ser un fracaso total.

La primera montaña

Sin embargo, no cejó en su empeño. Ni corto ni perezoso decidió quedarse a vivir allí, en medio del desierto; aunque su globo ya no fuera más que un puñado de telas podridas. Y entonces se le ocurrió construir la montaña. Siseñor: construir una montaña entera en medio de una planicie para que pudiera servir como punto de referencia desde millas y millas de distancia. La tarea iba a ser tan difícil como la del globo. Primero intentó hacerla con cemento, usando chatarra para dar forma a la roca y vertiendo luego el cemento por encima. Para que éste se secara, tenía que mezclarlo con arena, pero con el paso de los años, la estructura acabó por desmoronarse debido a su excesiva porosidad. Entonces, Knight decidió construir su montaña por segunda vez. Solo que en esta ocasión emplearía balas de paja, las cuales amontonaba hasta alcanzar la forma deseada, para recubrirlas luego con adobe, que luego podía moldear a su gusto y pintarlo de vivos colores.

Después de tantos años de duro trabajo, bueno, su mensaje tampoco se diferenciaba mucho del de cualquier miembro de la Asociación del Rifle Americano. "Arrepiéntete". "Soy un pecador, Cristo; entra en mi corazón". "Jesús es el camino". Y proclamas similares.

—¿Todo esto solo para colocar en medio del desierto un pasaje de los Actos de los Apóstoles? —le dije a Esther mientras señalaba el centro de la montaña.

Esther se encogió de hombros y, acto seguido, se tragó las setas que le tocaban.

Ya lo dijeron Martha and the Vandellas: Nowhere to Run

 Acabábamos de salir del coche. Miré a mi alrededor y lo cierto es que aquel lugar distaba mucho de ser el lugar idóneo para disfrutar de un viaje psicodélico. Cuando Esther me habló del desierto, la imagen que me había venido a la cabeza era la de los Monegros o la de las arideces almerienses de Sergio Leone, donde siempre hay palmeras o algún olivo bajo el que guarecerse, por lo que su idea de tomarnos allí las setas me había parecido estupenda. Pero aquello... Bueno, aquello era el desierto: el desierto de verdad. El PUTO desierto. Las únicas construcciones eran tres depósitos de agua que, con el sol de mediodía en la vertical, no arrojaban sombra alguna. No había ni un solo árbol allí donde alcanzaba la vista y la montaña, ¡demonios!, la montaña era una montaña: podías subir a ella, rodearla, bajar de culo por la pendiente, lo que quieras menos cobijarte debajo de ella. Sin sombra no teníamos modo de protegernos de una insolación y el coche estaba demasiado caliente como para buscar resguardo en él. El problema es que los efectos de la psilocibina que contienen las setas dura aproximadamente cuatro o cinco horas, y aunque en principio, la experiencia de tomarlas en el desierto es altamente recomendada por autoridades como Carlos Castaneda o Homer Simpson, estaba claro que nos iba a ser imposible resistir tanto tiempo bajo el sol, y que ni siquiera íbamos a poder hacer caso a los Dioses Coyotes cuando nos dijeran:

—Marchaos de aquí, insensatos. ¡Marchaos de aquí!

Porque evidentemente no estaríamos en condiciones de coger el coche. Yo no sé conducir y Esther ya se había tomado las setas, así que si sufríamos algún percance o alguno de nosotros se empezaba a marear por culpa del calor, no nos quedaría más remedio que confiar en la pericia al volante de Esther. Y Esther es una magnífica conductora, pero bajo los efectos de la psilocibina, no solo vería todo tipo de criaturas arrastrándose por la autopista, sino que, de hecho, estaría conduciendo por una autopista totalmente diferente a la que señalaba el mapa: una autopista que solo existe en una realidad paralela.

Para colmo, minutos antes de llegar a la montaña habíamos pasado por delante de un parque de autocaravanas que nos había ofrecido un espectáculo francamente inquietante. En varias de las caravanas, que evidentemente servían de vivienda permanente a sus inquilinos, ondeaban banderas con la cruz estrellada de la Confederación y una esvástica bien hermosa en el centro. Bien por Dixie. Y por si quedaba alguna duda acerca de las simpatías políticas de sus dueños de las caravanas, estos paseaban sus musculosos cuerpos montados en Harleys con muchas más de aquellas cruces gamadas tatuadas en hombros y pechos. Estábamos en pleno territorio de los Nazis del Desierto y, sí, habíamos decidido que ése era el lugar ideal para aumentar la cantidad de neurotransmisores de nuestros cerebros metiéndonos un pellizquín de psilocibina.

Así que yo también me encogí de hombros y, acto seguido, me tomé las setas que me tocaban.















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