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Leonard Knight y su Montaña de la Salvación |
La culpa es
de la diabetes. Antes de contraerla, no solía ser una persona olvidadiza. Había
una alarma, en algún lugar por ahí arriba, que saltaba de inmediato cuando
estaba a punto de cerrar la puerta de casa sin tener las llaves en el bolsillo.
Algo que me avisaba cuando el bonobús o el pasaporte no estaban en su sitio.
Siempre he cargado con la preocupación que exige este constante estado de
alarma, la tensión repetida de una misma pregunta: "¿te has olvidado de
algo?"; como si, por algún motivo, todas esas llaves, documentos de
identidad, tarjetas de transporte, objetos que tan solo sirven para
franquearnos el acceso a ciertos lugares, tuvieran mucha más importancia que
una camiseta, una maquinilla de afeitar, o cualquier otra cosa que tenga
utilidad por sí misma. Tenemos un miedo atroz a perder temporalmente la
libertad de coger un autobús o regresar a la comodidad del hogar cuando
queramos: ¿qué tendrá de especial esta libertad que, para asegurárnosla, no nos
importa someternos a la presión de un estado de alerta continuo? ¿No sería
mejor renunciar a ella, o al menos, arriesgarnos a perderla de vez en cuando,
para que nuestro cerebro no tenga que seguir desempeñando las funciones de un
botones de hotel?
La culpa es
de la diabetes porque, desde que la sufro, he perdido el abono transportes
cinco veces y he tenido que llamar dos al cerrajero. Mientras escribo esto me
acabo de dar cuenta de que he perdido mi tarjeta de empleado de la universidad
y, hasta que no obtenga una nueva, no podré entrar en la oficina si no hay
alguien allí para abrirme. La culpa es de la diabetes, por varias razones.
Saber que has de convivir con algo para el resto de tu vida puede ser muy duro
o, por el contrario, muy tranquilizador; especialmente en el caso de la
diabetes, pues a medida que empiezas a entender la naturaleza de la enfermedad,
te das cuenta de que podría haber ser mucho peor, pues, en la rifa de
enfermedades, te ha tocado solo la pedrea. Además, te vuelves más consciente de
que el hecho de que estés vivo se debe únicamente a una afortunada sincronía
temporal: haber nacido en el momento en que lo has hecho, porque hace menos de
cien años, antes de que los señores Banting y Best descubrieran la síntesis de la
insulina, si contraías diabetes, simplemente te morías.
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Banting y Best, los señores más santos del mundo, después del Dr. Albert Hofmann. |
Esa
sensación de estar pisando una linea difusa y de que, si las circunstancias
hubieran sido ligeramente otras, podrías encontrarte en el lado malo de esa linea, esa sensación, digo, está además presente
todos los días en la vida de un diabético cuando hay un exceso de insulina y el
azúcar baja demasiado. El primer síntoma de una hipoglucemia es un calor
repentino, acompañado frecuentemente de sudores. Otras veces, uno ve auras:
postimágenes retinianas como las que vemos al cerrar los ojos después de haber
mirado fijamente el sol. Si el azúcar sigue bajando, los síntomas pueden
volverse aún más espectaculares. La visión tiembla, como si hubiera habido un
fallo en el sistema operativo, y los píxeles de las cosas empiezan, primero, a descomponerse
y, finalmente, a desprenderse de aquello que les sujetaba. Se puede llegar a
perder por completo la capacidad de lectura, aun sin dejar de ser capaz de
reconocer las letras una a una; como también es posible perder la capacidad de
proceso de cualquier imagen. Primero pierdes el sentido de la orientación,
luego dejas de reconocer las fachadas de los edificios, los actores y las
modelos que te saludan desde los anuncios, o incluso los rostros de personas
conocidas. La falta de azúcar te hace habitar un mundo alienígena.
Pero si
pasas por todo eso, si consigues pasar por todo eso, en realidad, te queda el
consuelo de saber que estás bien: que aunque seas incapaz de saber qué película
echan en el cine de al lado, a pesar de tener delante de tus narices un poster
enorme de Angelina Jolie; y aunque seas incapaz de proseguir con una conversación
de forma coherente porque tienes el campo visual cubierto por un caleidoscopio
de luces, te queda el consuelo de saber que todo eso está ocurriendo porque
todavía no te has desmayado. Y si no te has desmayado todo va bien. Solo hay
que esperar a que el azúcar haga su efecto. El verdadero problema se presenta
cuando no ves ni sientes nada, porque si has perdido la consciencia, amigo, más
vale que haya alguien cerca que sepa qué es lo que te ha pasado. Porque nada te
asegura que puedas volver a recuperarla si te desmayas en el lugar y en el
momento equivocado.
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Es algo así. Bueno... más o menos. |
¿Llaves?
¿Bonobús? ¿Pasaporte? No, gracias. Hace tiempo que dejaron de preocuparme.
Supongo que ahora tengo todos mis sensores de vigilancia, detectores de
movimiento, cámaras y termostatos, apuntando hacia otro lado; no solo hacia el
azúcar, también hacia el estuche donde llevo la insulina, con el que he de
cargar siempre. Si pierdo el pasaporte, lo único que tengo que hacer es llamar
al consulado. Lo peor que podría pasar es que tuviese que sacar un nuevo
billete de avión para cuando tengan listos mis nuevos papeles. Total,
ochocientos euros menos por cuatro o cinco días más de vacaciones. Pero si
pierdo mi estuche de insulina o éste sufre algún tipo de accidente, las
consecuencias no solo serían catastróficas sino difícilmente calculables. En el
extranjero, no podría obtener insulina ni siquiera enseñando mi informe médico.
La insulina es una droga extremadamente peligrosa que, con frecuencia, ha sido
utilizada como una vía para escapar fácilmente de la vida. El único modo de
conseguir que me la suministraran, sería dejando que mi azúcar en sangre
alcanzase niveles estratosféricos, cosa que sin duda ocurriría al cabo de dos o
tres días. En ese caso, me ingresarían en un hospital que, por supuesto,
tendría que pagar de mi bolsillo. Y los gastos de una UCI son altos. Lo único que podría hacer es volverme de
inmediato para España donde aún existe una Seguridad Social, aunque no sabemos
si por mucho tiempo, que todavía asume el imposible coste de mi enfermedad.
Así que,
teniendo todo esto en consideración, no es extraño que para apaciguar mi
conciencia, baste con palpar mi bolsa de mano al salir de casa para ver si el
estuche de insulina sigue dentro. No digo que sea más feliz así, después de
haber cambiado una miríada de pequeñas preocupaciones por una sola que asume
una prioridad absoluta. Solo digo que ahora hay cosas que, simplemente, han
dejado de tener importancia.
Y, sin
embargo, allí estábamos Esther y yo, implorándole a Joana que nos cogiera el
teléfono para decirle lo de los pasaportes.
—Por favor,
por favor, por favor...
Además,
para qué preocuparse si la mayoría de las veces las cosas salen bien. Como
ahora. Tanto llamar a Joana cuando la razón por la que no cogía el teléfono era
porque se lo había dejado en el coche mientras caminaba hacia el apartamento de
Esther para deslizar nuestros pasaportes por debajo de la puerta. Nada más
salir de San Diego, se había acordado de que nos los habíamos dejado en su
coche y le llevaba menos tiempo detenerse en la universidad que regresar a la
playa.
Pero eso
solo lo supimos al volver a casa. Aunque eso no importa. Lo que importa es que,
ahora que tú ya lo sabes, podemos hacer una elipsis y saltar directamente al
interior de nuestro coche de alquiler, sin el cual no hubiéramos tenido la
menor oportunidad de visitar al desierto. Y visitar el desierto se había
convertido, inesperadamente, en el más esencial de nuestros planes.
Los cuatro
gramos de setas secas que había traído desde Madrid fueron recibidos con
entusiasmo por parte de Esther. Ella no había probado nunca lo que en palabras de Terence McKenna es conocido como el manjar de los dioses, la psilocibina. Y lo estaba deseando; pero es que, además, conocía el sitio idóneo para tomarla. Joana le había hablado de
Salvation Mountain, un lugar de peregrinaje hippie que se encuentra al Este, entre San Diego y Yuma; muy cerca del Salton Sea: un lago desecado compuesto únicamente por
dunas de sal que también recibe el nombre de "Parque Nacional Sonny
Bono".
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De mayores, todos los hippies se parecen a San Timothy Leary |
La "montaña de la salvación" fue construida por un
tal Leonard Knight. A mediados de los ochenta, Knight, era un mecánico que
trabajaba en Arizona con un único deseo en su corazón: demostrarle a la
humanidad su amor por Cristo. Unos años antes había tenido una revelación y,
desde entonces, contarle al mundo lo que ésta le había hecho comprender se había convertido en la
principal misión en su vida. Por mucho que he indagado sobre él, no he
descubierto todavía en qué consistió dicha revelación, o de qué terrible
problema le salvó: Knight no parecía ser alcóholico ni tener graves problemas
de salud o familiares. Pero el caso es que se le presentó el mismísimo Cristo y
le dijo: "cuéntale esto al mundo".
¿El qué? No
está muy claro porque Knight pensó que la mejor manera de transmitir aquel
mensaje a la humanidad era hacerlo desde un globo. Así que, dicho y hecho, se
puso a construir un aerostato con retales; las palabras "Cristo os
ama" pintadas sobre la tela. Pero cuando Knight trató de hincharlo, se dio
cuenta de que había un problema. El globo era demasiado grande. Cada vez que
bombeaba gas en su interior, la tela se rompía por alguna parte y, por mucho
que intentase repararla, siempre se descosía por un lugar distinto. El desierto
entre San Diego y Arizona era el lugar ideal para hacer volar el globo: cientos
de millas de planicie con un cielo tan vasto que su mensaje destacaría en medio
del azul del firmamento desde Yuma a Mexicali. Pero mucho que sus vecinos,
tres o cuatro granjeros de la pequeña
localidad de Niland, trataron de ayudarle a hinchar el globo, el plan de Leonard
Knight resultó ser un fracaso total.
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La primera montaña |
Sin
embargo, no cejó en su empeño. Ni corto ni perezoso decidió quedarse a vivir
allí, en medio del desierto; aunque su globo ya no fuera más que un puñado de
telas podridas. Y entonces se le ocurrió construir la montaña. Siseñor:
construir una montaña entera en medio
de una planicie para que pudiera servir como punto de referencia desde millas y
millas de distancia. La tarea iba a ser tan difícil como la del globo. Primero
intentó hacerla con cemento, usando chatarra para dar forma a la roca y
vertiendo luego el cemento por encima. Para que éste se secara, tenía que
mezclarlo con arena, pero con el paso de los años, la estructura acabó por
desmoronarse debido a su excesiva porosidad. Entonces, Knight decidió construir
su montaña por segunda vez. Solo que en esta ocasión emplearía balas de paja,
las cuales amontonaba hasta alcanzar la forma deseada, para recubrirlas luego
con adobe, que luego podía moldear a su gusto y pintarlo de vivos colores.
Después de
tantos años de duro trabajo, bueno, su mensaje tampoco se diferenciaba mucho
del de cualquier miembro de la Asociación del Rifle Americano. "Arrepiéntete".
"Soy un pecador, Cristo; entra en mi corazón". "Jesús es el
camino". Y proclamas similares.
—¿Todo esto
solo para colocar en medio del desierto un pasaje de los Actos de los
Apóstoles? —le dije a Esther mientras señalaba el centro de la montaña.
Esther se
encogió de hombros y, acto seguido, se tragó las setas que le tocaban.
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Ya lo dijeron Martha and the Vandellas: Nowhere to Run |
—Marchaos
de aquí, insensatos. ¡Marchaos de aquí!
Porque
evidentemente no estaríamos en condiciones de coger el coche. Yo no sé conducir
y Esther ya se había tomado las setas, así que si sufríamos algún percance o
alguno de nosotros se empezaba a marear por culpa del calor, no nos quedaría
más remedio que confiar en la pericia al volante de Esther. Y Esther es una
magnífica conductora, pero bajo los efectos de la psilocibina, no solo vería todo
tipo de criaturas arrastrándose por la autopista, sino que, de hecho, estaría
conduciendo por una autopista totalmente diferente a la que señalaba el mapa:
una autopista que solo existe en una realidad paralela.
Para colmo,
minutos antes de llegar a la montaña habíamos pasado por delante de un parque
de autocaravanas que nos había ofrecido un espectáculo francamente inquietante.
En varias de las caravanas, que evidentemente servían de vivienda permanente a
sus inquilinos, ondeaban banderas con la cruz estrellada de la Confederación y
una esvástica bien hermosa en el centro. Bien por Dixie. Y por si quedaba alguna duda acerca de las simpatías
políticas de sus dueños de las caravanas, estos paseaban sus musculosos cuerpos
montados en Harleys con muchas más de aquellas cruces gamadas tatuadas en
hombros y pechos. Estábamos en pleno territorio de los Nazis del Desierto y,
sí, habíamos decidido que ése era el lugar ideal para aumentar la cantidad de neurotransmisores de nuestros cerebros metiéndonos un pellizquín de psilocibina.
Así que yo
también me encogí de hombros y, acto seguido, me tomé las setas que me tocaban.
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