domingo, 10 de agosto de 2014

Capítulo 12. Desmadre a la americana.


They tried to make me go to rehab, but I said...


—¿Y qué significa eso de prestar servicios a la comunidad? —le pregunté a Joana—. ¿Te obligan a ir a charlas de Alcohólicos Anónimos o algo así?

—Algo así, aunque en realidad, lo que te obligan a hacer es hablar en las charlas.

—Pero, si tu eres la borracha... ¿no deberían hablarte a ti?

—Sí, lo que pasa es que no toda la gente que asiste a esas charlas es un infractor. Así que, además de escuchar las historias de los veteranos para que sepan cómo el alcohol convierte su hígado en el tercer círculo del infierno, también tienen que estar advertidos de las terribles consecuencias sociales que conlleva el que te pillen conduciendo borracho.

En efecto, Joana había hecho por fin acto de aparición. Y lo había hecho por todo lo alto, como siempre ocurre cada vez que Esther presenta a alguien. Ya lo comprobamos en episodios anteriores, y es que ella realmente sabe cómo presentar a sus amigos. Joana es una brillante y prometedora profesora de origen mexicano que trabaja en una tesis doctoral que estudia las costumbres tribales de las comunidades negras en México a través de sus bailes tradicionales, y sin embargo, lo primero que supe de ella cuando apareció de la mano de Esther fue esto:

—Mi amiga Joana —dijo al presentármela—. Hace unos meses la detuvieron conduciendo borracha y ahora está cumpliendo servicios para la comunidad.

No quería ahondar en su desgracia preguntándole por la naturaleza de dichos servicios, pero me convenía estar bien informado de lo que ocurría en el sistema penal estadounidense, sobre todo ahora que había dado mis primeros pasos en mi carrera de mulo. Mientras escuchaba a Joana empecé a pensar en ella como si fuera una versión académica de Lindsay Lohan o Paris Hilton. Recordé aquella imagen de la Hilton que había aparecido en las revistas declarando ante el juez con falda corta, de piernas cruzadas y la biblia posada en sus rodillas, y me pregunté si Joana también habría conseguido convencer por medios similares a aquel justo hombre de su firme intención de encarrilar por el camino recto su carrera académica.

—Aunque a mí —aclaró Joana—, aparte de retirarme la licencia durante seis meses, en lugar de las charlas, me han mandado a limpiar autopistas.

Maldije mi mala suerte, arrepintiéndome por primera vez en mi vida de no haberme sacado nunca el carné de conducir. ¿Qué mejor manera de pasar el resto de mi Semana Santa que en compañía de un grupo de spring breakers vestidas con mono de presidiarias color naranja butano recogiendo colillas y botellas de agua vacías del ardiente asfalto del desierto? Por utópico que pareciera, por lo visto era un plan al alcance de todos, pues Conor, que se encontraba con nosotros en la terraza del apartamento de unos vecinos, acabando nuestro segundo y último porro, nos confesó que él también había tenido sus problemas con la policía, aunque en su caso se habían conformado con ponerle solo una multa.

Aunque la realidad debe de ser más bien así.

—¿Estabas conduciendo también? —le pregunté.

No. I was just just drinking at home —nos explicó—. The police crashed the party and they fined me.

—Te multaron por montar una fiesta.

—No exactamente —dijo hablando muy despacio ahora para que pudiéramos entenderle—. Todavía no he cumplido los veintiun años, y aunque beber sin tener todavía la edad legal no es propiamente un delito, sí lo es suministrar alcohol a menores. Así que me pusieron la multa y me condenaron a servicios comunitarios por suministrarme alcohol a mí mismo.

El que una sociedad pueda partir en dos a un ser humano, haciendo de una de las mitades una víctima inocente, mientras le otorga a la otra responsabilidad legal por lo que pueda hacerle a la primera, me parecía una idea fascinante ya que es prueba palpable de la efectividad de los principios de la magia ceremonial: la posibilidad de que una sola frase escrita o pronunciada en voz alta pueda causar efectos comprobables en la psique humana. En este caso había bastado con introducir una absurda fórmula legal en el código civil para crear dos dimensiones morales diferentes en una sola persona, provocando esquizofrenias instantáneas en generaciones enteras de jóvenes. Ahora comprendía mejor a Kurt Cobain.

—La parte de mí que es responsable legalmente acaba de perder la conciencia —dijo Conor apurando lo poco que quedaba del porro—, así que ya es hora de empezar a emborrachar sin sentirme culpable al menor que llevo dentro.

God Bless America.

Dicho y hecho, seguimos a Connor hacia el interior de la fiesta. Era la única que habíamos podido encontrar aquella noche. Al parecer, las reuniones alcohólicas estaban totalmente prohibidas en la residencia fuera, claro está, de los auténticos territorios sin ley: las hermandades universitarias, en cuyas fiestas toga solo era posible entrar con invitación. Teníamos que conformarnos con alguna de las fiestas oficiales organizadas una vez cada mes por los prefectos de la residencia, también llamados "chivatos con beca". Precisamente aquella noche se celebraba una de ellas. "Fiesta latina en el centro comunitario", anunciaban los carteles de la residencia. Pero cuando nos habíamos presentado allí, Esther, Conor, Joana y yo, dispuestos a acabar con todo el tequila, la fiesta ya había terminado. Apenas quedaban en el suelo los restos de una piñata. Ni rastro de botellas vacías o vasos de plástico. Eran las siete de la tarde y la fiesta había empezado a las cinco, por lo que sospechamos la existencia de alguna fiesta clandestina cuya competencia habría destruido aquel tímido intento de tender puentes entre culturas que los mandamases de la residencia habían tratado de organizar. Y así era. Nos habíamos colado en la terraza de la verdadera fiesta y ahora era el momento de penetrar en el círculo infernal.

Cuál sería mi decepción al contemplar la escena que se estaba desarrollando dentro del apartamento. Nada más ver lo que estaban haciendo aquellos muchachotes del club de fútbol, verdaderos armarios de dos por dos, pude comprobar el abismo cultural que nos separaba. Aquellos young americans, como los llamaba Bowie, habían dispuesto en los extremos de una mesa dos grupos separados de vasos de carton. El juego consistía en hacer botar por turnos sobre la mesa una pelota de ping pong haciéndola caer dentro de uno de los vasos del equipo contrario. Hasta aquí nada extraño a nuestros ojos europeos. La diferencia consistía en que, cuando uno acertaba con una pelota, tenía que beber un largo sorbo de cerveza. ¿Qué clase de juego era ése en el que la habilidad, demostrada de forma consistente, era premiada haciéndote caer de espaldas? En cualquier país civilizado como España, Escocia o México, por mencionar las nacionalidades presentes, lo que nos causa satisfacción es utilizar nuestro talento para dejar insconsciente al enemigo. Especialmente si este es menor de edad y con baja tolerancia a las bebidas alcohólicas. (Recuerdo con especial ternura la anécdota de Unai, un amigo de Bilbao que, al ser engatusado por uno de los de su cuadrilla para que ingiriese un cóctel llamado Super Muerte Para Siempre en uno de los tugurios menos recomendables del Botxo, lo primero que le pasó por la cabeza mientras estaba vomitando a las puertas del local, fue un listado completo de amigos ingenuos a los que pudiera gastarles la misma broma de la que él había sido víctima. Con toda seguridad, la noche siguiente).

La dura realidad.

Tampoco tenía mucho sentido castigar la falta de habilidad con una garganta seca. ¿Por qué esforzarse tanto por echar un trago cuando bastaba simplemente con levantar el codo? Pero lo más terrible de todo es que el premio que bebían aquellos hombretones no era otra cosa que cerveza light, y además, para complicar el juego habían colocado delante de cada grupo de vasos tres anillos de Quidditch por los que tenían que pasar las pelotas antes de caer en los vasos. Cada equipo, por añadidura, tenía derecho a lanzar cuatro hechizos por partida, haciendo que el juego fuese interrumpido constantemente por complejos pases de manos y gestos esotéricos que, acompañados de las palabras precisas, multiplicaban los episodios de sequía entre los participantes. Bastaba con que alguien dijera "¡mal de ojo!" para que los oponentes tuvieran que lanzar con los ojos cerrados. "¡Fuego Demoniaco!" permitía quemar tres vasos de cartón durante el turno del contrincante. Y "¡Tarantallegra!" obligaba al enemigo a bailar como una "araña patona", término acuñado por Joana, mientras trataba de acertar a pelotazos contra el campo de vasos contrario.

La suerte parecía haberse conjurado para que no pudiéramos beber ni un solo sorbo aquella noche. La cosa tampoco pintaba demasiado bien en el otro extremo de la fiesta, donde las muchachas de Hogwarts se habían concentrado en diversas poses de inmovilidad mientras contemplaban el juego, como las chicas que esperan en un extremo de la pista a que alguno de los chicos agrupados en el otro las saque a menear el esqueleto durante el baile de graduación. Pero el momento mágico de West Side Story, aquel en el que espontáneamente los dos grupos se ponen a bailar el uno en torno al otro, no parecía tener muchas posibilidades de producirse, pues los chicos estaban más interesados en utilizar sus poderes piroquinésicos para quemar los vasos del enemigo. No nos quedaba más remedio que volver a casa, lo cual resultó ser una buena idea ya que, de camino, recordé que entre los regalos que había traído violando todas las leyes de aduanas, se encontraban dos botellas de tinto español esperando a ser catadas por quienquiera que supiera apreciarlas.

Por lo tanto, decidimos empezar nuestra propia fiesta, de la que apenas tengo recuerdo consciente, más allá de la multiplicación estroboscópica de brazos y piernas danzantes, como un Shiva hindú, al son de los Sex Pistols, cuya habilidad para rimar "anarchist" con "antichrist" nos pareció a Conor a mí, en aquellas circunstancias, el mayor logro de la literatura del siglo XX. Recuerdo haber despertado a la mañana siguiente en la playa, envuelto en un traje de neopreno y dormitando sobre una tabla de surf, lo cual me llenaba de dudas sobre lo que había estado haciendo hasta entonces. Pero las dudas se disiparon al ver la mirada agradecida de Conor. Sí, porque la noche anterior le había hecho un gran servicio moral al emborracharle con mi vino. Había violado una ley federal, asumiendo por él la responsabilidad de suministrar alcohol a un menor, restaurando al mismo tiempo el equilibrio de su espíritu al hacerle esquivar la esquizofrenia legal. 

Así eran las cosas. Gracias a mi vino español había devuelto la integridad psicológica a un escocés. 




Nos despedimos de Joana efusivamente, cubiertos de arena y algas, antes de su partida a Mexicali, adonde iba para pasar el resto de la Semana Santa con su familia, a los mandos de un coche que no podía conducir y que, sin embargo, nos debía de haber traído allí, no sé cómo, después de su clase matutina, la última del curso. Todo eso fue antes de que Esther y yo recordásemos espontáneamente, pero por supuesto, mucho después de que Joana se hubiera ido, de que nos habíamos dejado los pasaportes en el maletero de su coche pensando que allí estarían mucho más seguro que tirados encima de las toallas. Al día siguiente teníamos pensado alquilar un coche para lo que necesitábamos los pasaportes y el carné de conducir de Esther, que también se había quedado en el maletero. Mi viaje estaba a punto de ser un fracaso. Por no hablar de que, sin mi pasaporte, no tenía forma de tomar el vuelo de regreso el lunes siguiente. Sin embargo, lo más aterrador era la situación en la que habíamos puesto a Joana, que estaría ya a punto de cruzar la frontera a bordo de un coche ilegal en cuyo maletero habíamos dispuesto una trampa letal: dos pasaportes europeos, en uno de los cuales figuraba un nombre, el de Esther, que correspondía exactamente con el de su carné de conducir. Y un carné de conducir y un pasaporte era todo lo que Joana necesitaba para salir del paso si la policía la detenía en la carretera. Lo primero que pensaría la policía en cuanto le ordenase abrir el maletero es que había robado aquella documentación para poder conducir su coche y continuar con su carrera criminal. 

Fuuuuuuck...

Joana no contestaba el teléfono. En estos momentos, su coche estaría aparcado en la cuneta de la autopista mientras dos agentes la interrogaban con los pasaportes en la mano. Después de marcar su número una vez más, Esther y yo cerramos los ojos mientras esperábamos que la señal de línea diera paso a una voz tranquilizadora, esforzándonos por repetir una y otra vez las palabras mágicas exactas, la fórmula linguística apropiada que permitiese hacerle llegar nuestra advertencia a través de la psicoesfera, antes de que la policía la detuviera:

—Por favor, por favor, por favor...

No hay comentarios:

Publicar un comentario