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They tried to make me go to rehab, but I said... |
—¿Y qué
significa eso de prestar servicios a la comunidad? —le pregunté a Joana—. ¿Te
obligan a ir a charlas de Alcohólicos Anónimos o algo así?
—Algo así,
aunque en realidad, lo que te obligan a hacer es hablar en las charlas.
—Pero, si
tu eres la borracha... ¿no deberían hablarte
a ti?
—Sí, lo que
pasa es que no toda la gente que asiste a esas charlas es un infractor. Así
que, además de escuchar las historias de los veteranos para que sepan cómo el
alcohol convierte su hígado en el tercer círculo del infierno, también tienen
que estar advertidos de las terribles consecuencias sociales que conlleva el
que te pillen conduciendo borracho.
En efecto,
Joana había hecho por fin acto de aparición. Y lo había hecho por todo lo alto,
como siempre ocurre cada vez que Esther presenta a alguien. Ya lo comprobamos
en episodios anteriores, y es que ella realmente sabe cómo presentar a sus amigos. Joana es una brillante y prometedora profesora de origen mexicano que trabaja en una tesis doctoral que estudia las
costumbres tribales de las comunidades negras en México a través de sus bailes
tradicionales, y sin embargo, lo primero que supe de ella cuando apareció de la
mano de Esther fue esto:
—Mi amiga
Joana —dijo al presentármela—. Hace unos meses la detuvieron conduciendo
borracha y ahora está cumpliendo servicios para la comunidad.
No quería
ahondar en su desgracia preguntándole por la naturaleza de dichos servicios, pero
me convenía estar bien informado de lo que ocurría en el sistema penal estadounidense, sobre todo ahora que había dado mis primeros pasos en mi carrera de mulo. Mientras
escuchaba a Joana empecé a pensar en ella como si fuera una versión académica
de Lindsay Lohan o Paris Hilton. Recordé aquella imagen de la Hilton que había aparecido en
las revistas declarando ante el juez con falda corta, de piernas
cruzadas y la biblia posada en sus rodillas, y me pregunté si Joana también
habría conseguido convencer por medios similares a aquel justo hombre de su
firme intención de encarrilar por el camino recto su carrera académica.
—Aunque a
mí —aclaró Joana—, aparte de retirarme la licencia durante seis meses, en lugar
de las charlas, me han mandado a limpiar autopistas.
Maldije mi
mala suerte, arrepintiéndome por primera vez en mi vida de no haberme sacado
nunca el carné de conducir. ¿Qué mejor manera de pasar el resto de mi Semana
Santa que en compañía de un grupo de spring
breakers vestidas con mono de presidiarias color naranja butano recogiendo
colillas y botellas de agua vacías del ardiente asfalto del desierto? Por
utópico que pareciera, por lo visto era un plan al alcance de todos, pues
Conor, que se encontraba con nosotros en la terraza del apartamento de unos
vecinos, acabando nuestro segundo y último porro, nos confesó que él también
había tenido sus problemas con la policía, aunque en su caso se habían
conformado con ponerle solo una multa.
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Aunque la realidad debe de ser más bien así. |
—¿Estabas
conduciendo también? —le pregunté.
—No. I was just just drinking at home
—nos explicó—. The police crashed the
party and they fined me.
—Te
multaron por montar una fiesta.
—No
exactamente —dijo hablando muy despacio ahora para que pudiéramos entenderle—. Todavía
no he cumplido los veintiun años, y aunque beber sin tener todavía la edad
legal no es propiamente un delito, sí lo es suministrar alcohol a menores. Así
que me pusieron la multa y me condenaron a servicios comunitarios por
suministrarme alcohol a mí mismo.
El que una
sociedad pueda partir en dos a un ser humano, haciendo de una de las mitades
una víctima inocente, mientras le otorga a la otra responsabilidad legal
por lo que pueda hacerle a la primera, me parecía una idea fascinante ya que
es prueba palpable de la efectividad de los principios de la magia ceremonial: la posibilidad de
que una sola frase escrita o pronunciada en voz alta pueda causar efectos
comprobables en la psique humana. En este caso había bastado con introducir
una absurda fórmula legal en el código civil para crear dos dimensiones morales
diferentes en una sola persona, provocando esquizofrenias instantáneas en generaciones
enteras de jóvenes. Ahora comprendía mejor a Kurt Cobain.
—La parte
de mí que es responsable legalmente acaba de perder la conciencia —dijo Conor
apurando lo poco que quedaba del porro—, así que ya es hora de empezar a
emborrachar sin sentirme culpable al menor que llevo dentro.
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God Bless America. |
Dicho y
hecho, seguimos a Connor hacia el interior de la fiesta. Era la única que
habíamos podido encontrar aquella noche. Al parecer, las reuniones alcohólicas
estaban totalmente prohibidas en la residencia fuera, claro está, de los
auténticos territorios sin ley: las hermandades universitarias, en cuyas
fiestas toga solo era posible entrar con invitación. Teníamos que conformarnos
con alguna de las fiestas oficiales organizadas una vez cada mes por los
prefectos de la residencia, también llamados "chivatos con beca".
Precisamente aquella noche se celebraba una de ellas. "Fiesta latina en el
centro comunitario", anunciaban los carteles de la residencia. Pero cuando
nos habíamos presentado allí, Esther, Conor, Joana y yo, dispuestos a acabar
con todo el tequila, la fiesta ya había terminado. Apenas quedaban en el suelo
los restos de una piñata. Ni rastro de botellas vacías o vasos de plástico.
Eran las siete de la tarde y la fiesta había empezado a las cinco, por lo que
sospechamos la existencia de alguna fiesta clandestina cuya competencia habría
destruido aquel tímido intento de tender puentes entre culturas que los
mandamases de la residencia habían tratado de organizar. Y así era. Nos
habíamos colado en la terraza de la verdadera fiesta y ahora era el momento de
penetrar en el círculo infernal.
Cuál sería
mi decepción al contemplar la escena que se estaba desarrollando dentro del
apartamento. Nada más ver lo que estaban haciendo aquellos muchachotes del club
de fútbol, verdaderos armarios de dos por dos, pude comprobar el abismo
cultural que nos separaba. Aquellos young americans, como los llamaba Bowie,
habían dispuesto en los extremos de una mesa dos grupos separados de vasos de
carton. El juego consistía en hacer botar por turnos sobre la mesa una pelota
de ping pong haciéndola caer dentro de uno de los vasos del equipo contrario.
Hasta aquí nada extraño a nuestros ojos europeos. La diferencia consistía en
que, cuando uno acertaba con una pelota, tenía que beber un largo sorbo de
cerveza. ¿Qué clase de juego era ése en el que la habilidad, demostrada de
forma consistente, era premiada haciéndote caer de espaldas? En cualquier país
civilizado como España, Escocia o México, por mencionar las nacionalidades presentes, lo que nos causa satisfacción es utilizar nuestro talento para
dejar insconsciente al enemigo. Especialmente si este es menor de edad y con
baja tolerancia a las bebidas alcohólicas. (Recuerdo con especial ternura la
anécdota de Unai, un amigo de Bilbao que, al ser engatusado por uno de los de su
cuadrilla para que ingiriese un cóctel llamado Super Muerte Para Siempre en uno
de los tugurios menos recomendables del Botxo, lo primero que le pasó por la
cabeza mientras estaba vomitando a las puertas del local, fue un listado
completo de amigos ingenuos a los que pudiera gastarles la misma broma de la
que él había sido víctima. Con toda seguridad, la noche siguiente).
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La dura realidad. |
Tampoco
tenía mucho sentido castigar la falta de habilidad con una garganta seca. ¿Por
qué esforzarse tanto por echar un trago cuando bastaba simplemente con levantar
el codo? Pero lo más terrible de todo es que el premio que bebían aquellos
hombretones no era otra cosa que cerveza light,
y además, para complicar el juego habían colocado delante de cada grupo de
vasos tres anillos de Quidditch por los que tenían que pasar las pelotas antes
de caer en los vasos. Cada equipo, por añadidura, tenía derecho a lanzar cuatro
hechizos por partida, haciendo que el juego fuese interrumpido constantemente
por complejos pases de manos y gestos esotéricos que, acompañados de las
palabras precisas, multiplicaban los episodios de sequía entre los
participantes. Bastaba con que alguien dijera "¡mal de ojo!" para que
los oponentes tuvieran que lanzar con los ojos cerrados. "¡Fuego
Demoniaco!" permitía quemar tres vasos de cartón durante el turno del
contrincante. Y "¡Tarantallegra!" obligaba al enemigo a bailar como
una "araña patona", término acuñado por Joana, mientras trataba de
acertar a pelotazos contra el campo de vasos contrario.
La suerte
parecía haberse conjurado para que no pudiéramos beber ni un solo sorbo aquella
noche. La cosa tampoco pintaba demasiado bien en el otro extremo de la fiesta,
donde las muchachas de Hogwarts se habían concentrado en diversas poses de
inmovilidad mientras contemplaban el juego, como las chicas que esperan en un
extremo de la pista a que alguno de los chicos agrupados en el otro las
saque a menear el esqueleto durante el baile de graduación. Pero el momento
mágico de West Side Story, aquel en
el que espontáneamente los dos grupos se ponen a bailar el uno en torno al
otro, no parecía tener muchas posibilidades de producirse, pues los chicos
estaban más interesados en utilizar sus poderes piroquinésicos para quemar los vasos del enemigo. No nos quedaba más remedio que volver a casa, lo cual
resultó ser una buena idea ya que, de camino, recordé que entre los regalos que
había traído violando todas las leyes de aduanas, se encontraban dos botellas
de tinto español esperando a ser catadas por quienquiera que supiera
apreciarlas.
Por lo
tanto, decidimos empezar nuestra propia fiesta, de la que apenas tengo recuerdo
consciente, más allá de la multiplicación estroboscópica de brazos y piernas
danzantes, como un Shiva hindú, al son de los Sex Pistols, cuya
habilidad para rimar "anarchist" con "antichrist" nos
pareció a Conor a mí, en aquellas circunstancias, el mayor logro de la literatura del siglo XX. Recuerdo haber despertado a la mañana siguiente en la
playa, envuelto en un traje de neopreno y dormitando sobre una tabla de surf,
lo cual me llenaba de dudas sobre lo que había estado haciendo hasta entonces. Pero las dudas se disiparon al ver la mirada agradecida de Conor. Sí, porque la noche anterior le había hecho un gran servicio moral al emborracharle con mi vino. Había violado una ley federal, asumiendo por él la responsabilidad de suministrar alcohol a un menor, restaurando al mismo tiempo el equilibrio de su espíritu al hacerle esquivar la esquizofrenia legal.
Así eran las cosas. Gracias a mi vino español había devuelto la integridad psicológica a un escocés.
Nos
despedimos de Joana efusivamente, cubiertos de arena y algas, antes de su
partida a Mexicali, adonde iba para pasar el resto de la Semana Santa con su familia, a los mandos de un
coche que no podía conducir y que, sin embargo, nos debía de haber traído allí, no sé cómo, después de su clase matutina, la última del curso. Todo eso fue antes de que
Esther y yo recordásemos espontáneamente, pero por supuesto, mucho después de
que Joana se hubiera ido, de que nos habíamos dejado los pasaportes en el
maletero de su coche pensando que allí estarían mucho más seguro que tirados
encima de las toallas. Al día siguiente teníamos pensado alquilar un coche para
lo que necesitábamos los pasaportes y el carné de conducir de Esther, que
también se había quedado en el maletero. Mi viaje estaba a punto de ser un
fracaso. Por no hablar de que, sin mi pasaporte, no tenía forma de tomar el
vuelo de regreso el lunes siguiente. Sin embargo, lo más aterrador era la
situación en la que habíamos puesto a Joana, que estaría ya a punto de cruzar
la frontera a bordo de un coche ilegal en cuyo maletero habíamos dispuesto una
trampa letal: dos pasaportes europeos, en uno de los cuales figuraba un nombre, el de Esther, que
correspondía exactamente con el de su carné de conducir. Y un carné de conducir y un pasaporte era todo lo que Joana necesitaba para salir del paso si la policía la detenía en la carretera. Lo primero que pensaría la policía en cuanto le ordenase abrir el maletero es que había robado aquella documentación para poder conducir su coche y continuar con su carrera criminal.
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Fuuuuuuck... |
Joana no
contestaba el teléfono. En estos momentos, su coche estaría aparcado en la cuneta
de la autopista mientras dos agentes la interrogaban con los pasaportes en la
mano. Después de marcar su número una vez más, Esther y yo cerramos los ojos
mientras esperábamos que la señal de línea diera paso a una voz
tranquilizadora, esforzándonos por repetir una y otra vez las palabras mágicas
exactas, la fórmula linguística apropiada que permitiese hacerle llegar nuestra
advertencia a través de la psicoesfera, antes de que la policía la detuviera:
—Por favor,
por favor, por favor...
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