sábado, 31 de mayo de 2014

Capítulo 7. La llegada (II).




Las cosas grandes, aquellas que necesitan una escala monstruosa para ser medidas, albergan con frecuencia dentro de sí el recuerdo de cosas más pequeñas. La última vez que estuve en los Estados Unidos, las montañas de Utah, vistas desde el aire, me trajeron a la mente aquel cuento de Hemingway en el que comparaba con elefantes el blanco de las colinas de los Monegros. Pero, en esta ocasión, mientras el avión se aproxima a Phoenix en una mañana sin nubes, el panorama que se contempla desde la ventanilla está más allá de las palabras.

O casi. Aún es posible describirlo. O, por lo menos, intentarlo. Es el cañón del Colorado: el primer paisaje que se hace visible cuando acaba la noche, después de los pantanos del Delaware el día anterior. Mirándolo cerca de la vertical, el cañón parece lo que es: una gigantesca hendidura en la tierra por donde solo fluye una diminuta parte del caudal que llevó en otras épocas geológicas. Pero si dejas que la mirada se pierda en el horizonte, la perspectiva cambia la imagen hasta hacerla irreconocible, y al ser imposible compararla con la de ningún otro paisaje visto antes, desaparece cualquier tipo de correspondencia con el recuerdo que evoca la palabra "río". Dentro de la extrañeza que cobra la imagen, ésta solo cobra sentido cuando se la compara con cosas totalmente distintas. Una cicatriz cosida en tiempos antiguos, una herida del Paleoceno como dos labios paralelos que se besan en el punto de fuga del horizonte.

Las montañas de Arizona no se parecen en nada a la piel rugosa y llena de pliegues de un elefante, sino a manos formidables que hunden en el suelo sus dedos; las romas cumbres, nudillos. Imposible decidir si han surgido de la tierra, como surgen los troncos de los robles, cuyos nervios se levantan para ser pilares del cielo, o si, por el contrario, esas manos han sido enterradas en el suelo; los restos de titanes caídos en una guerra de otros tiempos. Sea como sea, la realidad sigue siendo más grande que todo lo que evoca el lenguaje.



Aterrizo en San Diego y encuentro una ciudad tranquila, donde la gente pasea por las calles y sus tarados gritan menos y están más juntos que en Los Ángeles. Al contrario que la metrópolis californiana, San Diego es acogedora en su falsedad: aquí, la imitación de lo real no es un insulto a la imaginación. No es la recreación angelina de una imagen que nunca ha existido. Pues, al contrario, trae consigo el aroma de lo conocido; un familiar aire mexicano. No importa que las fachadas de los apartamentos de lujo evoquen equívocamente el adobe de los endebles pueblos del desierto. Ni que los balcones y las verandas ya no den a un campo lleno de grillos sino a una calzada de asfalto tan ancha como una autopista europea. O que en Market Street ya no haya ningún mercado, o que de todo lo que pudo tener San Diego de misión española o de capital de la antigua California mexicana, ya solo le quede el nombre.

No importa porque, esta vez, he vuelto a California algunos años más viejo y con la cabeza más en su sitio. Es Semana Santa y, en esta ocasión, no tengo como entonces, la intención de pasar los últimos meses de mi vida de doctorando buscando el desenfreno que Desmadre a la americana aseguraba poder encontrar en cualquier facultad del país. No. He venido a San Diego con un solo objetivo: pasar la Semana Santa de la manera más... Santa posible. Aunque, hasta ahora, tras apenas haber bajado del avión, lo único que he encontrado son marines uniformados de camino a su barco (San Diego sigue siendo el hogar de la flota militar del Pacífico) y spring breakers salidas de una película de Harmony Korine. (Un auxiliar de vuelo hispano bromea en el avión con un grupo de universitarias que ha subido en Phoenix: "¿Cuánto tiempo vais a estar en San Diego?". "Nueve días", contesta una de ellas. El auxiliar de vuelo levanta el auricular del interfono que le conecta con la cabina de pilotaje. "¿Policía de San Diego?", dice al auricular. Risas y fundido en negro).



—Perdone, amigo —pregunto nada más salir del aeropuerto para probar mis intachables intenciones—. ¿Dónde puedo ver una procesión en esta ciudad?

El desconocido, un americano rollizo con una gorra de los Padres y una camiseta de manga larga con manchas de sudor en los sobacos, me mira como si estuviera loco y sigue su camino sin decir nada. Me pregunto si tendré otra vez las pupilas dilatadas, pero no, no puede ser. Abro mi mochila, saco el estuche donde llevo las plumas de insulina para mi diabetes, busco dentro de uno de los bolsillos interiores y compruebo que, efectivamente, aún no he consumido lo que hay dentro.

Quizá esto requiera una explicación. O tal vez, más de una. Porque la última vez que hablé sobre California, me encontraba en el aeropuerto de Los Ángeles esperando a que llegaran mis padres (acababa de encontrar un alijo infinito de marihuana en Venice tras asumir la identidad falsa de un antiguo ministro nazi y es posible que, también ellos, me pidieran explicaciones). Así que vamos allá con las explicaciones, porque debo de tener los pies llenos de callos después de estar tanto tiempo esperando en el aeropuerto. Han pasado casi cinco años de todo eso y ya va siendo hora de darme el relevo y sentarme un poco.

Pues bien, esto es lo que ocurrió:

(...)