viernes, 8 de agosto de 2014

Capítulo 11. Una pausa publicitaria

And now, for something completely different...

  
Del mismo modo que los anuncios interrumpen las series de televisión, todas las historias más o menos largas deberían contener pausas que el lector podría aprovechar para ir al baño, tomar un poco el aire, o incluso, dios no lo quiera, prestar atención a estas palabras que se dicen para rellenar el tiempo de descanso.

Voy a aprovechar este momento de mi historia para hacer precisamente eso: interrumpirla, porque además de hacer reposar un poco la narración, hace varios capítulos ya que quiero dar un aviso cautelar. No os preocupéis: Esther y Conor van a seguir ahí en el salón cuando volvamos, esperando a que llegue Joana para irnos todos de fiesta; cosa que haremos y llevaremos a buen fin de forma satisfactoria e incluso climática. Pero antes tengo que hacer una observación que creo importante, porque algo me dice que, a estas alturas, más de uno estará poniendo en duda algún que otro pasaje de esta historia. Mi consejo publicitario es el siguiente: no perdáis el tiempo con esas minucias. La memoria gusta de mezclar verdades y mentiras al evocar la realidad, así que ¿de qué sirven las dudas si no hay modo de evitarlo?

Todo recuerdo es una historia de ficción; especialmente aquí, en la tierra del cine, donde resulta inevitable confundir los espacios reales con la imagen que, de ellos, han proyectado las películas. Es difícil pasear por el centro financiero de Los Ángeles sin recordar Blade Runner: las mismas calles mojadas en un día lluvioso, los mismos edificios abandonados, puertas y ventanas tapadas con tablones, un aire decadente de zoco árabe en una de las ciudades más ricas del mundo. Solo una cosa es diferente: no hay ni rastro de los vendedores de sushi y empanadillas chinas que abarrotaban las calles en la película. Los técnicos de decorado de la realidad los han sustituido por hispanos, cuyos comercios ocupan los bajos del centro financiero. No hay tiendas de serpientes eléctricas, pero sí teatros destartalados, tiendas de "quinceañeras" donde padres mexicanos compran a sus hijas el traje para su puesta de largo, largas galerías de decomisos con las últimas novedades en electrónica de hace dos décadas, tiendas de videojuegos donde la consola más moderna que se puede comprar es una Sega Megadrive y el omnipresente rostro de Al Pacino en Scarface adornando las paredes de la mayoría de los locales: el único modelo de referencia heróico que el hispano ha podido encontrar en el cine estadounidense.

Cualquier rincón de Los Ángeles pide a gritos que le sobreimpongan un cartel con la frase "The End"

En Los Ángeles, la imagen cinematográfica se superpone a la realidad, sustituyéndola de inmediato. Su presencia es tan fuerte que no permite ver otra cosa. El gigantesco péndulo que cuelga en el hall de entrada del observatorio Griffith es el mismo péndulo que oscila al girar la Tierra en Rebelde sin causa, y aunque la presencia de elementos demasiado modernos o demasiado anacrónicos dentro del observatorio (esas pantallas de HD, aquellas bobinas de Tesla) son testimonio del descuido del decorador al de reproducir la realidad fílmica, la sensación de que en cualquier momento podría aparecer James Dean defendiéndose de los galiitos del instituto, resulta abrumadora. 

Las impresiones del turista cinéfilo dan prueba del poder del cine para sustuir la realidad. Pero, muchas veces, la memoria funciona también en el sentido contrario y es la realidad la que asoma, inesperada, entre las imágenes de una película eminentemente mentirosa.

Mucho tiempo después de regresar de mi primer viaje a California fui al cine a ver una de mis películas favoritas, Sed de mal. Su director, Orson Welles, era de hecho, una de las razones por las que, desde adolescente, siempre quise visitar Los Ángeles. Él más que nadie fue epítome de lo que significa la meca del cine: ese lugar donde las viejas divas viven encerradas en habitaciones de hoteles y al entrar en cualquier restaurante existe la posibilidad de encontrarse a Buster Keaton fregando platos. Incluso la poética del perdedor tiene su glamour en Hollywood.

Tic, tac, tic, tac, tic, tac...

 Sin embargo, viendo allí en el cine por novena o décima vez aquel larguísimo plano sin cortes con el que da comienzo la película, noté que había algo fuera de sitio, algo muy diferente a lo que había visto en otras ocasiones en esa historia de suciedad y corrupción. En principio, todo sucedía tal y como yo lo recordaba. El asesino coloca la bomba en el maletero del industrial mexicano, el coche se pone en marcha, la cámara recorre las calles de una ciudad fronteriza mientras el jazz y la salsa de los bares resuenan a su paso, Charlton Heston con su bronceado latino y la rubia Janet Leigh pasan por delante del coche atrayendo la atención de la cámara bajo los soportales, y justo ahí, ahí está la diferencia: en los soportales de esos edificios de influencia oriental, casi veneciana; un tipo de arquitectura ajena a México. Aquellos soportales me resultaban insoportablemente familiares. Aún tuvo que pasar un buen rato antes de que me diera cuenta de que aquello que estaba viendo en la pantalla no era Tijuana (ciudad que no había visitado todavía), o Mexicali o Tecate. Yo mismo había caminado bajo esos mismos soportales como lo habían hecho Charlton Heston y Janet Leigh más de cincuenta años antes. Porque aquello no era Tijuana, sino Venice Beach, y la calle donde Welles había rodado la escena era la misma calle que yo recorría todos los días para ir a ver a los vagabundos de la playa.

De repente, una obra de arte que hasta entonces había admirado como siempre se admiran las obras de arte, desde la distancia, se había convertido en algo más. Se había convertido en un pedazo de realidad. Había adquirido la misma consistencia que una vieja fotografía en un álbum de familia. La imagen de un recuerdo personal conservado retroactivamente en una película mucho más antigua que mi vida. Entonces supe que el pasado también puede hablar del presente y que los recuerdos pueden pasar a formar parte de algo más grande que uno mismo. Desde entonces, Sed de mal no volvería a significar lo mismo para mí. La suciedad real que había presenciado en la playa de Venice había pasado a formar parte de la película de Welles convirtiéndola en algo que representaba el extremo opuesto de la glamourización de la decadencia presente en películas como Blade Runner. Lo que Welles mostraba en sus imágenes era mentira, sí; pero también era la realidad.

Desde entonces, me había vuelto muy consciente de esos pedazos de realidad que, a pesar de la ficción, aún es posible encontrar en las grandes películas de Hollywood. La última vez que vi Con faldas y a lo loco me sentí muy conmovido por una de sus imágenes. No por la genuína alegría que, por una vez en su vida, consigue sentir Jack Lemmon al vestirse con faldas de mujer; o por los mohines y sonrisas con los que Marilyn oculta una desesperación tan antigua como el mundo. Lo que me conmovió fue la imagen de un vaso. Uno de aquellos vasos de cartón que sacan las chicas de la banda durante el viaje en tren para beber el bourbon que ha traído Jack Lemmon. El mismo vaso en el que Marilyn se sirve una copa durante la escena en la que conoce a la que será su mejor amiga, Tony Curtis. Por una vez en su vida, el alcohol trae consigo el calor confortable de una presencia amiga, y no la simple soledad y el olvido.

Marilyn tuvo uno de sus pocos momentos de felicidad bebiendo de un vaso de mi abuelo

 Si la imagen de aquel vaso me hizo sentir algo, no fue por el significado que tuviera en el contexto de la película, sino porque cuando era niño, mi abuelo guardaba en su cuchitril una pila de vasos de cartón exactamente iguales a esos que tiene Marylin en sus manos. De cartón, blancos y con una franja de hojas entrelazadas en el borde superior. Mi hermano y yo solíamos robárselos cuando éramos pequeños para jugar a los bares, y allí estaban de nuevo, después de tantos años, en una película que habíamos visto tantas veces sin fijarnos en ese detalle. Como tantos otros objetos que almacenaba, mi abuelo había conseguido aquellos vasos de un agregado militar estadounidense. Durante los años sesenta, mi abuelo había sido el administrador de un edificio muy lujoso de apartamentos, propiedad del ejército español, en la calle Bretón de los Herreros de Madrid. Casi todos los inquilinos del edificio eran temporales: oficiales estadounidenses destinados en la base de Torrejón, diplomáticos de paso, y alguna que otra personalidad del mundo del cine que venía a participar durante unos meses en alguna producción ya olvidada de Samuel Bronston. A veces, dejaban en los apartamentos vacíos pertenencias abandonadas; otras, le regalaban a mi abuelo los artículos de menaje que ya no necesitaban. Me imagino que a algún productor de United Artists le sobrarían vasos del cátering de Con faldas y a lo loco y se los dejaría allí a su paso por España. Y, aunque pueda parecer extraño, los vasos desechables eran un artículo realmente exótico en aquella época: no existían en nuestro país; por lo que pasaron a engrosar rápidamente la colección de objetos inútiles de mi abuelo. Así que, gracias a su coleccionista inútil, mi hermano y yo nos habíamos entregado a borracheras imaginarias con los vasos de Marilyn.

Sí, a veces, la realidad es tan poderosa que es ella quien se superpone y sustituye a la imagen cinematográfica.

Uno de esos lugares donde la realidad sobresee a la ficción, por icónica que esta última pueda ser, es el Hotel del Coronado, en San Diego: la estructura de madera más grande que queda todavía en pie en todo el país. Hace casi quince años recibí una postal de mi amigo Goio enviada precisamente desde allí. Ambos compartimos aficiones cinéfilas y el Hotel del Coronado resulta ser el lugar donde se rodó Con faldas y a lo loco. Así fue mi primer contacto con el Hollywood soñado, de mano de un amigo; no conocía a nadie más que hubiera visitado uno de los espacios soñados de mi infancia, solo él. Y ahora se cerraba el círculo y era yo quien enviaba una postal a Goio desde allí, el día después de la fiesta.

Antes

 El exterior del hotel no había cambiado. Seguía siendo el mismo de la película. Largas verandas de madera donde se sientan los ricos y poderosos en sus chaises longues, balcones pequeños y apretados por los que uno se puede descolgar e incluso trepar con faldas por la fachada, las torres acabadas en capiteles con forma de sombrero de bruja. El interior, sin embargo, nada tiene que ver con el de la película. En la película no hay ni rastro de los techos altos de caoba del Coronado ni de sus lámparas de cristal: los pasillos por los que corre Marylin podrían haber sido los de cualquier hotel del mundo, un escenario reconstruído en estudio. Pero aunque sea mentira, la realidad sigue ahí, en el rostro de ella, que acaba de perder a su hijo nonato y es incapaz de recitar ni una sola línea del guión. Será un decorado, pero la tristeza con la que toca el ukelele es real; sus lágrimas y su desesperación al abrir los cajones a ciegas en busca de alcohol, también.

Ahora

 Es todo mentira, pero lo Real se asoma en cada fotograma: ella, los balcones, ese Drago traído de Canarias en el que se apoya Jack Lemmon cuando se deja seducir por Joe E. Brown, un árbol más antiguo que los dos actores que interpretan la escena, o que el hotel mismo, todo ello adquiere el mismo estatus que los vasos de cartón: son cosas que significan por sí mismas, con independencia de la ficción que les rodea. Un árbol que no es nada más que un árbol, un vaso que es solo un vaso. Una niña abandonada que es solo eso: una niña abandonada.

A decir verdad, no sé si nada de esto tiene algo que ver con la historia que estoy tratando de contar. Espero que sí. Supongo que quería decir algo importante sobre cómo funcionan los recuerdos, sobre esa extraña relación liberal que mantienen la realidad y la ficción, o sobre las fiestas y los vasos de cartón; pero, bueno, tampoco se necesita ninguna razón en concreto para contar nada porque, al final, en todas las historias, no importa si son verdad o mentira, inteligentes o estúpidas, icónicas o no, uno acaba siempre encontrando soportales venecianos por los que pasear sus soledades o vasos desechables con los que jugar a ser cantinero. Y así escribimos nuestras biografías: leyendo y viendo películas.

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