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And now, for something completely different... |
Del mismo
modo que los anuncios interrumpen las series de televisión, todas las historias
más o menos largas deberían contener pausas que el lector podría aprovechar
para ir al baño, tomar un poco el aire, o incluso, dios no lo quiera, prestar
atención a estas palabras que se dicen para rellenar el tiempo de descanso.
Voy a
aprovechar este momento de mi historia para hacer precisamente eso:
interrumpirla, porque además de hacer reposar un poco la narración, hace varios
capítulos ya que quiero dar un aviso cautelar. No os preocupéis: Esther y Conor
van a seguir ahí en el salón cuando volvamos, esperando a que llegue Joana para
irnos todos de fiesta; cosa que haremos y llevaremos a buen fin de forma
satisfactoria e incluso climática. Pero antes tengo que hacer una observación
que creo importante, porque algo me dice que, a estas alturas, más de uno
estará poniendo en duda algún que otro pasaje de esta historia. Mi consejo
publicitario es el siguiente: no perdáis el tiempo con esas minucias. La
memoria gusta de mezclar verdades y mentiras al evocar la realidad, así que ¿de
qué sirven las dudas si no hay modo de evitarlo?
Todo
recuerdo es una historia de ficción; especialmente aquí, en la tierra del cine,
donde resulta inevitable confundir los espacios reales con la imagen que, de
ellos, han proyectado las películas. Es difícil pasear por el centro financiero
de Los Ángeles sin recordar Blade Runner:
las mismas calles mojadas en un día lluvioso, los mismos edificios abandonados,
puertas y ventanas tapadas con tablones, un aire decadente de zoco árabe en una
de las ciudades más ricas del mundo. Solo una cosa es diferente: no hay ni
rastro de los vendedores de sushi y empanadillas chinas que abarrotaban las
calles en la película. Los técnicos de decorado de la realidad los han
sustituido por hispanos, cuyos comercios ocupan los bajos del centro
financiero. No hay tiendas de serpientes eléctricas, pero sí teatros destartalados,
tiendas de "quinceañeras" donde padres mexicanos compran a sus hijas el
traje para su puesta de largo, largas galerías de decomisos con las últimas
novedades en electrónica de hace dos décadas, tiendas de videojuegos donde la
consola más moderna que se puede comprar es una Sega Megadrive y el
omnipresente rostro de Al Pacino en Scarface
adornando las paredes de la mayoría de los locales: el único modelo de
referencia heróico que el hispano ha podido encontrar en el cine estadounidense.
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Cualquier rincón de Los Ángeles pide a gritos que le sobreimpongan un cartel con la frase "The End" |
En Los
Ángeles, la imagen cinematográfica se superpone a la realidad, sustituyéndola
de inmediato. Su presencia es tan fuerte que no permite ver otra cosa. El
gigantesco péndulo que cuelga en el hall de entrada del observatorio Griffith
es el mismo péndulo que oscila al girar la Tierra en Rebelde sin causa, y aunque la presencia de elementos demasiado
modernos o demasiado anacrónicos dentro del observatorio (esas pantallas de HD,
aquellas bobinas de Tesla) son testimonio del descuido
del decorador al de reproducir la realidad fílmica, la sensación de que en
cualquier momento podría aparecer James Dean defendiéndose de los galiitos del
instituto, resulta abrumadora.
Las
impresiones del turista cinéfilo dan prueba del poder del cine para sustuir la
realidad. Pero, muchas veces, la memoria funciona también en el sentido
contrario y es la realidad la que asoma, inesperada, entre las imágenes de una
película eminentemente mentirosa.
Mucho
tiempo después de regresar de mi primer viaje a California fui al cine a ver
una de mis películas favoritas, Sed de
mal. Su director, Orson Welles, era de hecho, una de las razones por las
que, desde adolescente, siempre quise visitar Los Ángeles. Él más que nadie fue epítome de lo que significa la meca del cine: ese lugar donde las viejas
divas viven encerradas en habitaciones de hoteles y al entrar en cualquier
restaurante existe la posibilidad de encontrarse a Buster Keaton fregando
platos. Incluso la poética del perdedor tiene su glamour en Hollywood.
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Tic, tac, tic, tac, tic, tac... |
De repente,
una obra de arte que hasta entonces había admirado como siempre se admiran las
obras de arte, desde la distancia, se había convertido en algo más. Se había
convertido en un pedazo de realidad. Había adquirido la misma consistencia que
una vieja fotografía en un álbum de familia. La imagen de un recuerdo personal
conservado retroactivamente en una película mucho más antigua que mi vida.
Entonces supe que el pasado también puede hablar del presente y que los
recuerdos pueden pasar a formar parte de algo más grande que uno mismo. Desde
entonces, Sed de mal no volvería a
significar lo mismo para mí. La suciedad real que había presenciado en la playa
de Venice había pasado a formar parte de la película de Welles convirtiéndola
en algo que representaba el extremo opuesto de la glamourización de la
decadencia presente en películas como Blade
Runner. Lo que Welles mostraba en sus imágenes era mentira, sí; pero
también era la realidad.
Desde
entonces, me había vuelto muy consciente de esos pedazos de realidad que, a
pesar de la ficción, aún es posible encontrar en las grandes películas de
Hollywood. La última vez que vi Con
faldas y a lo loco me sentí muy conmovido por una de sus imágenes. No por
la genuína alegría que, por una vez en su vida, consigue sentir Jack Lemmon al
vestirse con faldas de mujer; o por los mohines y sonrisas con los que Marilyn
oculta una desesperación tan antigua como el mundo. Lo que me conmovió fue la
imagen de un vaso. Uno de aquellos vasos de cartón que sacan las chicas de la
banda durante el viaje en tren para beber el bourbon que ha traído Jack Lemmon.
El mismo vaso en el que Marilyn se sirve una copa durante la escena en la que
conoce a la que será su mejor amiga, Tony Curtis. Por una vez en su vida, el
alcohol trae consigo el calor confortable de una presencia amiga, y no la
simple soledad y el olvido.
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Marilyn tuvo uno de sus pocos momentos de felicidad bebiendo de un vaso de mi abuelo |
Sí, a
veces, la realidad es tan poderosa que es ella quien se superpone y sustituye a
la imagen cinematográfica.
Uno de esos
lugares donde la realidad sobresee a la ficción, por icónica que esta última
pueda ser, es el Hotel del Coronado, en San Diego: la estructura de madera más
grande que queda todavía en pie en todo el país. Hace casi quince años recibí
una postal de mi amigo Goio enviada precisamente desde allí. Ambos compartimos
aficiones cinéfilas y el Hotel del Coronado resulta ser el lugar donde se rodó Con faldas y a lo loco. Así fue mi
primer contacto con el Hollywood soñado, de mano de un amigo; no conocía a
nadie más que hubiera visitado uno de los espacios soñados de mi infancia, solo
él. Y ahora se cerraba el círculo y era yo quien enviaba una postal a Goio
desde allí, el día después de la fiesta.
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Antes |
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Ahora |
A decir
verdad, no sé si nada de esto tiene algo que ver con la historia que estoy
tratando de contar. Espero que sí. Supongo que quería decir algo importante
sobre cómo funcionan los recuerdos, sobre esa extraña relación liberal que
mantienen la realidad y la ficción, o sobre las fiestas y los vasos de cartón;
pero, bueno, tampoco se necesita ninguna razón en concreto para contar nada
porque, al final, en todas las historias, no importa si son verdad o mentira,
inteligentes o estúpidas, icónicas o no, uno acaba siempre encontrando
soportales venecianos por los que pasear sus soledades o vasos desechables con
los que jugar a ser cantinero. Y así escribimos nuestras biografías: leyendo y
viendo películas.
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