viernes, 23 de octubre de 2009

Capítulo 4. Miedo y asco en Santa Mónica.


El modo de vida americano no es un modo de vida, es un estado mental. No importa si no tienes dos coches, ni tampoco perro o jardinero mexicano para recortar el césped el fin de semana. No importa si no puedes mantener un fondo de estudios en el banco para que tus hijos puedan ir a las mejores universidades privadas. Ni siquiera importa si no te llega para hacerte la manicura en un salón de uñas esculpidas porque, tengas el trabajo que tengas, o incluso aunque seas uno de esos pilotos de línea aérea que llega a fin de mes a golpe de trabajar ocasionalmente en el McDonald’s, lo único que importa, lo que verdaderamente importa, es que no dejes de tener fe ni por un solo momento en que llegará el día en que tú también podrás ser como uno de esos ricos y famosos que salen por la televisión.

En el centro de Santa Mónica está la Promenade, un tramo de la 3rd Street, frecuentado por artistas callejeros que, en comparación con otros, no parecen haber perdido la esperanza en la promesa implícita en el modo de vida americano. Una cierta atmósfera internacional se respira en la Promenade, pero con un fuerte efluvio a kitsch, como si hubiera en algún lugar un filtro que quitase al aire parte de su oxígeno: los bailarines de tango se mueven al son de versiones muzak de Gardel; un oriental con dotes de monje shaolin, las emplea en lanzar tazas de té con el pie para dejarlas caer suavemente sobre la cabeza. La Promenade es al arte callejero lo que Barbra Streisand a la canción melódica.

Pero entre todos los artistas que habían venido a hacer las Américas, destacaba una pareja autóctona de acróbatas, padre e hijo, preparándose para dar comienzo a su número en mitad de la Promenade. El padre, tupé frondoso cuyas canas empezaban ya a jubilar su rostro aniñado, presentó a la verdadera estrella del show: su hijo. Un chiquillo de once años, embutido en mallas, con una cabellera rubia sacada de la tribu de los Brady, y una peculiaridad física que me llamó inmediatamente la atención. Tenía las manos más grandes que jamás hubiera visto en un niño de esa edad, como si le hubieran crecido antes de tiempo. ¿Es posible que a alguien se le puedan dilatar de ese modo las manos a fuerza de entrenarse? El padre y el hijo tenían algo en común. Uno tenía la cara de un niño en un cuerpo de adulto, y el otro unas manos de adulto en un cuerpo de niño.

El hijo tomó la palabra instándonos a que nos acercáramos para verlo mejor formando un corro alrededor de él. Su rostro tenía una expresión melancólica propia de alguien con más experiencia, aunque no carecía del todo de una cierta candidez, como la de un niño a punto de pasar a la adolescencia al que ya no le gusta jugar al baloncesto con su padre, pero que sigue haciéndolo todos los domingos sólo por complacerlo.

En ese momento el padre se situó detrás de su hijo y, tomándolo por las manos, lo levantó hasta colocarlo de pie sobre sus hombros. De nuevo se agarraron mano contra mano y, en cuestión de segundos, el hijo se elevó a pulso hasta hacer el pino sobre las palmas de su padre. A esas acrobacias le siguieron otras. Éstas eran interrumpidas de cuando en cuando por los monólogos del padre, quien después de muchos años de escenario, había adquirido la facilidad de palabra de un maestro de pista de circo. Quería dejar claro que su hijo iba al colegio. Y ahí está, mírenlo. El jueves pasado salió en el canal Nickelodeon y dentro de un mes tenía una actuación en Las Vegas. ¿Qué hay de extraño en que se lo rifaran en la televisión? Un niño tan guapo como él, y además el único de su edad capaz de hacer esas increíbles piruetas. Y todo, todo ello se lo había enseñado su padre. Pero al colegio no faltaba, porque ir al colegio es muy importante para los niños.

―Hay cuatro cosas importantes en la vida―advirtió el padre al público―. Una es ésa, estudiar mucho. La segunda, evitar la bebida. Tres, no fumar. Y cuatro, la más importante de todas: nada de drogas.

Sentí una punzada en la conciencia al descubrir que incumplía tres de las cuatro condiciones esenciales del modo de vida americano (paso buena parte del día leyendo) o quizá sentí ese pinchazo al preguntarme de dónde sacaría tiempo aquel niño tan estudioso para entrenar las cinco o tal vez más horas que necesitaba todos los días después del colegio para seguir haciendo esas piruetas y tener las manos tan grandes. Cuando acabó el espectáculo, volví a casa con la seguridad de haber aprendido algo nuevo: que con esfuerzo todo se puede, hasta salir en el canal Nickelodeon y quién sabe si dentro de unos años, hacerse uno rico, y toda esa gente viniendo de todas partes de América a verte actuando en Las Vegas con tus once años, siempre con tus once años, sin dejar de ser nunca el único niño del mundo capaz de hacer tales hazañas.

Pero por alguna razón, mientras caminaba de vuelta a casa, no podía quitarme de la cabeza aquellas manos que habían crecido antes de tiempo. Me desvié sintiéndome cada vez un poco más deprimido, y cuando quise darme cuenta estaba ya en la playa, aquella donde van a parar todos los locos. Si estar loco consiste en creer que la realidad es una extensión de tus deseos y de tus pensamientos, entonces sí, era cierto que todos los locos iban a parar a Santa Mónica, pero no precisamente a la playa, sino quizá más bien a la Promenade. A falta siquiera de paseo marítimo, seguía caminando hacia el sur por la pista asfaltada que usan los corredores, cuando empezó a soplar el viento y de repente… pero dejaré que lo cuente el señor Pynchon, que en su última novela habla de las ventiscas de Santa Mónica mucho mejor que yo: “Y de repente Doc se encontró en un planeta en el que el viento puede soplar en dos direcciones, arrastrando la bruma del océano y la arena del desierto al mismo tiempo, obligando al conductor incauto a frenar en el momento en que entra en esta atmósfera alienígena, la luz del sol eclipsada, la visibilidad reducida a media manzana y todos los colores, incluyendo los de las señales de tráfico, recolocados en cualquier otro lugar de espectro”.


Ocean Frontwalk, el paseo marítimo de Venice Beach.
Hay que decir que Thomas Pynchon exagera: el viento de Santa Mónica no sopla en dos direcciones, sino en una sola, desde el océano. El problema es que las montañas de Santa Mónica retienen el esmog de la ciudad y cuando sopla el viento desde el mar, lo arrastra junto a la arena, que efectivamente es del desierto porque la playa es artificial. Pues bien, el caso es que cuando la alucinación pynchoniana empezó a remitir, y aquella textura como de gachas basálticas rebajó su densidad atmósférica hasta convertirse en un ligera vichyssoise, de pronto pude ver que me encontraba fuera de Santa Mónica, en un lugar totalmente diferente, como si de repente hubiera dejado Kansas y la pista de asfalto se hubiese convertido en lo más parecido al camino de baldosas amarillas que hay en Los Ángeles: el paseo marítimo de Venice Beach.

En el aparcamiento que prologa la entrada a Venice había varias caravanas pintadas aleatoriamente con los colores del arcoíris hippie, como en una mezcla apocalíptica de Los Pájaros con el estilo Merry Prankster. Alineados a lo largo del paseo, tenderetes en los que se vendían todo tipo de artículos: pulseras y collares de cuero, insectos del tamaño de una mano encerrados en vitrinas, carteles de madera pintada con anuncios de surf, el porvenir en la mano por obra y gracia de un hermano gemelo de Mr. Natural, o el pasado en las cartas del Tarot leídas por un hombre con aspecto de ser empleado de banca... Seguí caminando hacia el sur por el paseo marítimo, recorriendo con los ojos los locales de la acera izquierda, negocios todos ellos con perspectivas comerciales más sólidas. Dispensarios de marihuana medicinal, anunciados por hombres reclamo prometiendo que por menos de cien dólares el doctor Kush le extiende a usted, querido amigo que sufre de migrañas o de dolores de espalda, una licencia oficial de paciente de cannabis válida durante un año, con receta para comprar inmediatamente su medicina. Ah, veo por su cara que usted tiene ciática, amigo, ¡no sufra más por ello y entre en la consulta del Dr. Kush! O al lado de la consulta, el Freak Show de Venice, pasen y vean la tortuga de dos cabezas, Myrtle and Squirtle, the two-headed turtle, o al increíble hombre con la cara llena de piercings, fenómenos de la naturaleza como no han visto otros, excepto por los culturistas en tanga que se patean el paseo marítimo arriba y abajo vendiendo enormes botes de vitaminas, o el Jimmy Hendrix redivivo patinando con ruedines de bicicleta acoplados a sus zapatillas mientras toca la guitarra eléctrica a cambio de un dólar por una foto, o el nonagenario con gorra del U.S.S. Honolulú que discute agriamente con un veterano del Vietnam sin brazo, o los profesionales del spare change pidiendo una moneda de cuarto si es que eres capaz de darme con ella en la cabeza, ofrecerse a recibir una patada en el culo por un dólar, artistas del mensaje escrito asegurando en sus cartones que “padres devorados por palomas, dinero para escopeta de balines”, o aquel que en su cartón deja subrayado y en negrita que, por querer, “no quiero NADA”.
Venice Beach es el callejón donde van a parar los restos del modo de vida americano y acaban todos aquellos que han dejado de esperar nada de él. Es el paraíso de los tarados, que al contrario que los locos no viven en un estado mental que confunden con la realidad; los tarados son aquellos a los que la realidad ha transformado irremediablemente, y han encontrado en Venice Beach el único refugio donde, pese a lo que diga su cartel, nadie va a pegarles una patada en el culo, si acaso sacarles una foto por el precio que marca el cartel. Su dignidad reside quizá en que quien se explota en Venice se explota a sí mismo, no a los demás, y si lo hace no lo hace por la alucinación social que supone la vana promesa de dinero o fama, sino por un canuto de marihuana. Y aún así, el modo de vida americano les mira frente a frente desde los lujosos áticos del paseo marítimo y detrás de ellos, desde las alfombras de césped de los chalés de los canales. Y me pregunto cuántos de ellos, cuántos de nosotros no nos pasaríamos a ese otro lado del paseo marítimo si nos lo pusieran en la palma de la mano.

Cuando desaparecieron los últimos restos de bruma y de arena, me pregunté si la realidad de Venice Beach sería tan romántica como la había percibido por un momento, si tal vez yo también había caído en la trampa y lo que había visto no era más que una extensión de mis deseos. Lo único cierto era que allí, al menos, se podía respirar aire fresco.

sábado, 10 de octubre de 2009

Capítulo 3. La loca de las bolsas.

Lugar número 1 donde ud. puede encontrarse un loco: el OP Café, en Ocean Park Drive.

Me fijé por primera vez en ella hace dos días. Estaba cenando en un restaurante barato con olor a lejía, falso aspecto de diner e hidratos de carbono puro en lugar de comida, cuando escuché que justo enfrente de mí una voz de mujer pedía que le rellenaran la taza de café.

―Y si es posible que no me echéis veneno dentro, mejor ―añadió.

La petición de aquella mujer no me extrañó demasiado, después de todo llevaba varios días en Los Ángeles y me estaba empezando a acostumbrar al elevado pico demográfico que esta ciudad tiene en cuestión de locos y tarados. Sobre la distinción entre ambos conceptos, esencial para la supervivencia del visitante, abundaremos en un próximo capítulo dedicado a Venice Beach, Capital Oceánica de los Tarados. De momento, nos contentaremos con tratar la primera categoría, ya que, por lo que respecta a esta mujer, era evidente que estaba loca. La cosa hubiera quedado en una pequeña anécdota destinada probablemente al olvido si no fuera porque a la mañana siguiente, poco después de sentarme en mi mesa habitual del OP Café, la cafetería de Santa Mónica donde desayuno todos los días, quién viene a ocupar la mesa de al lado si no la mujer del diner. Lucía el mismo sombrero de tela modelo jubilado con caña de ir a pescar los domingos, pantalones de chándal y camiseta de Winnie The Pooh de la noche anterior. Y al igual también que la noche anterior, vi que se ponía a rebuscar en el interior de dos enormes bolsas del Walmart que tenía repletas de revistas, carpetas y periódicos. Al cabo de un rato extrajo de ellas un cuaderno de notas, y después de examinar rigurosamente los rostros de los parroquianos, se puso a tomar notas en el cuaderno.

Me temí que la coincidencia provocase un intento de conversación por su parte, así que evité su mirada aplicándome en dar cuenta de mi Two Two Two, un desayuno calvinista ideado por los padres pioneros de este gran país para empezar el duro día de trabajo como Dios manda, y que reúne en un perverso menage á trois dos tortitas, dos lonchas de beicon y dos huevos. Durante los escasos minutos que estuve mirándola por el rabillo del ojo, la mujer se las arregló para, entre nota y nota, alabar los botines de una niña que se sentaba a su lado, echar la bronca a la camarera mexicana por haber atendido saltándose el turno a un caballero que había llegado después que ella (no sin aclarar que no estaba enfadada, sino que, simplemente, le había parecido extraño), y preguntar al gerente si tenían ya azúcar moreno o si iba a tener que ir otra vez a su casa a buscarlo. Desde luego, la loca de las bolsas parecía ocupada ajustando sus cuentas con la humanidad, lo cual me hizo pensar que, efectivamente, no se acordaba de mí ya que no me había incluido en el lote. Estaba de suerte. Y justo mientras estaba pensando esto, sentí como su mirada justiciera se detenía sobre mí.

―¿Es esto tuyo? ―me preguntó señalando una jarrita de jarabe de arce.

Al parecer, la pregunta se debía a lo siguiente. En su mesa había dos jarritas de jarabe de arce, en lugar de una sola, como en el resto de mesas. Sin embargo, a este problema había que añadir una complicación adicional. En mi mesa no había ninguna jarrita de jarabe de arce, de lo cual se deducía inevitablemente que yo debía haber puesto mi jarrita en su mesa, invadiendo un terreno que no me pertenecía.

También era posible que me estuviera volviendo un poco paranoico y la loca de las bolsas tan solo quisiera ser amable conmigo ofreciéndome el jarabe de arce que me faltaba.

―No, no ―negué sin pensarlo dos veces―. Esa jarrita no puede ser mía.

La loca de las bolsas frunció el ceño y entrecerró los ojos como se hace en las novelas cuando uno acaba de obtener la confirmación de algo que lleva largo tiempo sospechando. Al cabo de un rato, dijo:

―Tú estabas anoche en el diner, ¿verdad?

Me encogí de hombros y asentí inocentemente. Ella pareció darse por satisfecha y empezó a sorber su café (exactamente lo mismo que había estado consumiendo en el diner la noche anterior) mientras reanudaba sus labores literarias en el cuaderno de notas.

Acabado el desayuno, pagada la cuenta y añadida la propina, cosa que no consigo hacer todavía sin dejar de pensar en Steve Buscemi, salí de la cafetería rumbo al supermercado. Una vez allí, compré un juego de perchas para colgar la ropa recién lavada, solución ideal para evitar las arrugas a falta de plancha y de tendedero. De vuelta al hotel donde vivo como cliente interino, mochila al hombro y con las perchas bien agarradas debajo del brazo, ¿con quién me encuentro? Con la loca de las bolsas que baja la calle, que se cruza conmigo y que una vez más me dedica su ceño fruncido y sus ojos entrecerrados.

―No me estarás siguiendo, ¿verdad? ―me preguntó lanzando miradas ocasionales a las perchas.

Lo único que pude hacer fue encogerme otra vez de hombros y seguir mi camino.


Lugar número 2 donde ud. puede encontrarse un loco: el Big Blue Bus.
―El caso es que, pensándolo luego, me di cuenta de que tenía tantos motivos para pensar que aquella señora estaba loca como ella los tenía para pensar que el loco era yo ―le contaba al día siguiente a Jose María, un lingüista español que, como yo, se encontraba en Los Ángeles trabajando en la UCLA, y al que había conocido hacía apenas un par de días―. Es increíble la cantidad de chiflados que se puede encontrar uno en los autobuses de esta ciudad. Por cada autobús hay una media de tres. A veces tengo miedo de subirme y que la conductora me diga que no puedo pasar, que ya están los tres dentro.

―Ahora que lo mencionas, justo el otro día me encontré con uno en el Big Blue Bus ―dijo José María―. Me contó que iba a la playa de Santa Mónica para coger doce piedras. Una por cada una de las doce tribus de Israel. Mientras iba diciéndome todo esto noté que, de cuando en cuando, usaba alguna palabra en español, pero fingí que no le entendía y le seguí tirando de la lengua en inglés. “Son para ponerlas en la puerta de mi casa, las doce piedras. Para protegerme. Esta ciudad está llena de gente rara. También tú deberías poner doce piedras en la puerta de tu casa para protegerte. Una por la tribu de Judá, otra por la de Simeón, otra por la de Benjamín, otra por la de Dan, otra por la de Efraín, otra por la de Manasés, otra por la de Isacar, otra por la de Zabulón, otra por…

José María le interrumpió y, para cambiar de tema, le preguntó de dónde era. El hombre le dijo que venía de Buenos Aires.

―Argentino ―subrayé lo que era obvio.

―Sí ―dijo José María―. Yo le dije que era español. Y entonces, en lugar de seguir enumerando las tribus de Israel, se puso a cantar coplas, lo cual fue una mejora considerable.

La moraleja de esta historia es que aquí, en Los Ángeles, todo el mundo tiene un loco y que hay que protegerse, o que el loco de cada uno es una especie de doble, o que no es fácil saber si eres tú el loco o lo es el otro…


Lugar donde se dan cita todos los locos de Los Ángeles: la playa de Santa Mónica.
En realidad no tengo muy claro cuál es la moraleja de esta historia, pero desde entonces llevo siempre en el bolsillo doce piedras (una por cada tribu de Israel) que, por supuesto, he recogido de la playa de Santa Mónica, punto en el cual, curiosamente, acaban las catorce líneas de autobuses Big Blue que llevan de un lado a otro a todos los locos de la ciudad. Alguna que otra vez me he vuelto a cruzar por la calle con la loca de las bolsas y entonces, meto la mano en el bolsillo y hago sonar las piedras. Ella se me queda mirando con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados. Luego, pasa de largo sin decir nada.

Me pregunto si en su cuaderno habrá escrito algo sobre mí.

martes, 6 de octubre de 2009

Capítulo 2. Hollywood Boulevard, o varias señales del fin del mundo.

Superados los problemas de falta de sueño y, por qué no decirlo, de odio hacia ese espécimen de turista altanero que no sabe hablar más a que a gritos (me refiero, por supuesto, al turista español) sólo me quedaba salir a la calle para lanzarme a explorar la ciudad. Todas las precauciones son pocas, claro está, y me habían contado demasiadas cosas sobre Los Ángeles como para no tener miedo en el cuerpo. Que si es una de las ciudades con mayor índice de criminalidad de los Estados Unidos, que si no tienes coche no puedes ir a ninguna parte, que si la policía te ve andando por un barrio residencial te detienen por negro. Exageraciones, créanme. En realidad, Los Ángeles tiene una buena red de autobuses y el hecho de que el callejero es prácticamente cuadriculado juega a favor del transporte público: es posible ir a cualquier punto situado en los barrios céntricos con tan solo un transbordo como mucho. Esto es cierto sobre todo si el punto de partida es Santa Mónica, ciudad que al ser administrativamente independiente de Los Ángeles tiene una red de autobuses propia, la Big Blue Line, que funciona con una eficiencia pasmosa. El único problema que en principio se me planteaba era que, como recordarán, precisamente en un autobús de la Big Blue transcurría la película Speed.

Metes unos sándwiches en la mochila y sales de casa contento porque por fin vas a conocer Sunset Boulevard, Venice Beach y el muelle de Santa Mónica, esperas unos escasos cinco minutos en la parada del autobús, subes, vas a sacar los setentaicinco centavos que cuesta el trayecto con una sonrisa de orgullo por lo barato que te va a salir el moverte de un lugar a otro y, cuando todo parece perfecto y vas a pagar: Sandra Bullock. Miedo y asco. Casi preferiría hacer el trayecto con diez terroristas armados con bombas antes que sufrir a la Bullock como conductora de autobús o, para el caso, en cualquier otra circunstancia. Pero por suerte, no hay peligro. Al parecer se trataba de otro de los mitos de la ciudad. Las conductoras de la Big Blue, y son en su mayoría mujeres, por suerte no se parecen en nada a la actriz que las interpretaba en la película.

Lo mismo se puede decir del resto: aquí nada es como en las películas. En realidad, la gente, las calles, los paisajes, todo, es similar a la arquitectura típica estadounidense de edificios bajos. De lejos uno ve sus ampulosas fachadas que se elevan hasta la altura de un segundo piso, rematadas por un tejado de vistosas formas. Con un gran rótulo se anuncia en el tejado el nombre del local con la promesa de un reparador masaje por cuarentaicinco dólares, o la perfección en forma de uñas esculpidas, o las mejores hamburguesas del sur de California, pero cuando uno se acerca a estos rótulos, comprueba que detrás de ellos no hay nada, que el tejado no es tal, sino una estructura falsa montada sobre la fachada, tapando así el vacío que deja un inexistente segundo piso y disimulando la rectangular forma del edificio, que no es más que un bloque plano de hormigón armado.



Así es también Hollywood Boulevard: una fachada sobre un vacío. Lo primero que llama la atención del Paseo de las Estrellas es su estrechez y la cantidad de nombres de actores, directores y cantantes hoy ya olvidados, cuyas estrellas se mezclan entre las de Garbo, Marilyn o Marlene, como si estuvieran pidiendo a gritos que el viandante les haga extensible su recuerdo. Pero no hay que ser injusto con el bulevar. Algún rastro queda de aquellos tiempos en que la extravagancia de sus locos propietarios se traducía en belleza (aunque fuera una belleza kitsch un tanto megalómana). Allí está el teatro Graumann para atestiguarlo, o sobre todo, las recargada verticalidad del cine El Capitán. Hoy, en cambio, la locura de los actuales habitantes de Hollywood es cualquier cosa menos bella. A menos de doscientos metros a un lado y a otro de ambos cines se levanta la sede mundial de la Cienciología y el museo L. Ron Hubbard, el escritor de novelas pulp que fundó dicho club social.


Qué apropiado. ¿En dónde si no en Los Ángeles o en la fantasía de un escritor pulp demente podrían anunciar un predicador callejero la llegada de Nuestro Salvador mientras Freddie Krueger estrecha la mano al viandante?


sábado, 3 de octubre de 2009

Capítulo 1. La llegada.

El muelle de Santa Mónica.
Mi último recuerdo antes de aterrizar en el aeropuerto de Los Ángeles empieza por restregarme las legañas de los ojos, mirar por la ventanilla y preguntarme en qué momento las llanuras grises del Canadá, encharcadas aquí y allá por enormes lagos, se han convertido en la piel envejecida de un elefante. Las colinas sinuosas, cortadas a cuchillo, se pliegan unas contra otras a lo largo de los desiertos de Utah, o por lo menos ahí es donde dice el mapa de vuelo que estamos, cerca de Salt Lake City. El desierto sigue y sigue, con escasos signos de civilización; si acaso un pueblo de cuando en cuando que se extiende hacia los cuatro puntos cardinales en líneas de longitud asimétrica, pero perfectamente perpendiculares, formando bloques cuadrados que deben de ser casas, comercios e iglesias mormonas. Poco a poco el marrón blanquecino de Utah se colorea de rojo y empieza a llamarse Nevada, con llanuras marcianas que se extienden durante cientos de kilómetros, planas como el mar, y en ellas como en el mar, nada, la gran nada. Y luego, Los Ángeles. Cientos de kilómetros también, o eso me parecieron, de casas y casas y casas, y campos de béisbol (a veces, hasta cinco o seis juntos) y “lotes” de aparcamiento, y casas, y campos de golf y urbanizaciones extendiéndose como un cáncer de hormigón y estuco, de tal modo que no me extrañaría nada que fuera posible saltar de una finca a otra hasta llegar a la costa sin pisar ni un solo momento césped sin cultivar.

―¿Tiene intención de visitar México? ―me pregunta el agente de aduanas después de aterrizar.
―No.
―Ah ―dice mirándome sin decidir si creerme o no. (Debo decir, llegados a este punto, que el agente es negro, dato que puede parecer gratuito, pero que dentro de un rato les podrá resultar, queridos lectores, cuanto menos paradójico.)
―Es que su nombre es muy común por aquí ―me explica el agente.
―¿Se refiere a mi apellido o a mi nombre de pila? ―pregunto, pensando que con la palabra “name” puede estar refiriéndose a ambas cosas.
―A su apellido ―momento en el que queda claro a que ha tomado mi poco mexicano primer apellido por el “middle name” y mi segundo apellido, un poco más mexicano, sí, es verdad, por mi “family name”.
―No, pero en realidad vengo de Europa ―le aclaro―. De España. No de México.
El agente de aduanas me mira con un brillo de ojos revelador.
―Ah, son cosas distintas… ¿verdad?

No sé si estaba quedando conmigo o qué, pero digo yo que, como afroamericano o persona negra (que aquí son éstos los términos correctos), hubiera tenido todo el derecho del mundo a enfadarse si yo hubiera confundido, en serio o de coña, Bamako con Inglewood, o a Samuel L. Jackson con Lawrence Fishburne, o yo que sé, si le hubiera preguntado dónde puedo comer pollo frito en Santa Mónica.



Mi despacho (arriba, a la izquierda) frente al negocio de reparación
de Cadillacs de Big Black Eddie (abajo, a la izquierda; echando una siesta)

Sin embargo, el tipo era majo; en realidad, aquí en Los Ángeles todo el mundo es majo, pero yo me estoy volviendo racista. No puedo soportar a los españoles. Al llegar tuve que cambiar de alojamiento, pues gracias a un providencial vistazo en Internet a las opiniones que habían dejado los anteriores inquilinos del edificio donde había reservado mi apartamento, me enteré de que tenía una plaga de pulgas y ratones; así que hice una reserva rápida en un hotel de Santa Mónica, donde me encuentro provisionalmente, aunque ya empiezo a cogerle cariño al ventilador de techo y a las persianas venecianas, como no podía ser menos en la ciudad de Philip Marlowe. El caso es que en el hotel, que más bien es un albergue para estudiantes, se aloja un grupo de ídem españoles que consideraron la noche de mi llegada como la más oportuna para celebrar una fiesta. El jet-lag me hizo caer redondo, a pesar del lacerante acento sevillano del griterío de los de al lado; y sin embargo, mi subconsciente no descansaba tranquilo porque en sueños me veía yo con una pistola en la mano, encañonando a esos malditos españoles mientras les decía:


―Habéis traspasado mi propiedad, peregrinos. Y sabéis perfectamente lo que eso significa. Voy a llenaros el cuerpo de plomo. A Dios gracias que vivimos en un país libre.


A la mañana siguiente, pensando en tan inquietante y revelador sueño, me dirigí al Wal-Mart más cercano. Aquel sueño era una señal del cielo que me había dado la solución a mis problemas.

Desde entonces he dormido como un querubín. Benditos tapones para los oídos.