sábado, 10 de octubre de 2009

Capítulo 3. La loca de las bolsas.

Lugar número 1 donde ud. puede encontrarse un loco: el OP Café, en Ocean Park Drive.

Me fijé por primera vez en ella hace dos días. Estaba cenando en un restaurante barato con olor a lejía, falso aspecto de diner e hidratos de carbono puro en lugar de comida, cuando escuché que justo enfrente de mí una voz de mujer pedía que le rellenaran la taza de café.

―Y si es posible que no me echéis veneno dentro, mejor ―añadió.

La petición de aquella mujer no me extrañó demasiado, después de todo llevaba varios días en Los Ángeles y me estaba empezando a acostumbrar al elevado pico demográfico que esta ciudad tiene en cuestión de locos y tarados. Sobre la distinción entre ambos conceptos, esencial para la supervivencia del visitante, abundaremos en un próximo capítulo dedicado a Venice Beach, Capital Oceánica de los Tarados. De momento, nos contentaremos con tratar la primera categoría, ya que, por lo que respecta a esta mujer, era evidente que estaba loca. La cosa hubiera quedado en una pequeña anécdota destinada probablemente al olvido si no fuera porque a la mañana siguiente, poco después de sentarme en mi mesa habitual del OP Café, la cafetería de Santa Mónica donde desayuno todos los días, quién viene a ocupar la mesa de al lado si no la mujer del diner. Lucía el mismo sombrero de tela modelo jubilado con caña de ir a pescar los domingos, pantalones de chándal y camiseta de Winnie The Pooh de la noche anterior. Y al igual también que la noche anterior, vi que se ponía a rebuscar en el interior de dos enormes bolsas del Walmart que tenía repletas de revistas, carpetas y periódicos. Al cabo de un rato extrajo de ellas un cuaderno de notas, y después de examinar rigurosamente los rostros de los parroquianos, se puso a tomar notas en el cuaderno.

Me temí que la coincidencia provocase un intento de conversación por su parte, así que evité su mirada aplicándome en dar cuenta de mi Two Two Two, un desayuno calvinista ideado por los padres pioneros de este gran país para empezar el duro día de trabajo como Dios manda, y que reúne en un perverso menage á trois dos tortitas, dos lonchas de beicon y dos huevos. Durante los escasos minutos que estuve mirándola por el rabillo del ojo, la mujer se las arregló para, entre nota y nota, alabar los botines de una niña que se sentaba a su lado, echar la bronca a la camarera mexicana por haber atendido saltándose el turno a un caballero que había llegado después que ella (no sin aclarar que no estaba enfadada, sino que, simplemente, le había parecido extraño), y preguntar al gerente si tenían ya azúcar moreno o si iba a tener que ir otra vez a su casa a buscarlo. Desde luego, la loca de las bolsas parecía ocupada ajustando sus cuentas con la humanidad, lo cual me hizo pensar que, efectivamente, no se acordaba de mí ya que no me había incluido en el lote. Estaba de suerte. Y justo mientras estaba pensando esto, sentí como su mirada justiciera se detenía sobre mí.

―¿Es esto tuyo? ―me preguntó señalando una jarrita de jarabe de arce.

Al parecer, la pregunta se debía a lo siguiente. En su mesa había dos jarritas de jarabe de arce, en lugar de una sola, como en el resto de mesas. Sin embargo, a este problema había que añadir una complicación adicional. En mi mesa no había ninguna jarrita de jarabe de arce, de lo cual se deducía inevitablemente que yo debía haber puesto mi jarrita en su mesa, invadiendo un terreno que no me pertenecía.

También era posible que me estuviera volviendo un poco paranoico y la loca de las bolsas tan solo quisiera ser amable conmigo ofreciéndome el jarabe de arce que me faltaba.

―No, no ―negué sin pensarlo dos veces―. Esa jarrita no puede ser mía.

La loca de las bolsas frunció el ceño y entrecerró los ojos como se hace en las novelas cuando uno acaba de obtener la confirmación de algo que lleva largo tiempo sospechando. Al cabo de un rato, dijo:

―Tú estabas anoche en el diner, ¿verdad?

Me encogí de hombros y asentí inocentemente. Ella pareció darse por satisfecha y empezó a sorber su café (exactamente lo mismo que había estado consumiendo en el diner la noche anterior) mientras reanudaba sus labores literarias en el cuaderno de notas.

Acabado el desayuno, pagada la cuenta y añadida la propina, cosa que no consigo hacer todavía sin dejar de pensar en Steve Buscemi, salí de la cafetería rumbo al supermercado. Una vez allí, compré un juego de perchas para colgar la ropa recién lavada, solución ideal para evitar las arrugas a falta de plancha y de tendedero. De vuelta al hotel donde vivo como cliente interino, mochila al hombro y con las perchas bien agarradas debajo del brazo, ¿con quién me encuentro? Con la loca de las bolsas que baja la calle, que se cruza conmigo y que una vez más me dedica su ceño fruncido y sus ojos entrecerrados.

―No me estarás siguiendo, ¿verdad? ―me preguntó lanzando miradas ocasionales a las perchas.

Lo único que pude hacer fue encogerme otra vez de hombros y seguir mi camino.


Lugar número 2 donde ud. puede encontrarse un loco: el Big Blue Bus.
―El caso es que, pensándolo luego, me di cuenta de que tenía tantos motivos para pensar que aquella señora estaba loca como ella los tenía para pensar que el loco era yo ―le contaba al día siguiente a Jose María, un lingüista español que, como yo, se encontraba en Los Ángeles trabajando en la UCLA, y al que había conocido hacía apenas un par de días―. Es increíble la cantidad de chiflados que se puede encontrar uno en los autobuses de esta ciudad. Por cada autobús hay una media de tres. A veces tengo miedo de subirme y que la conductora me diga que no puedo pasar, que ya están los tres dentro.

―Ahora que lo mencionas, justo el otro día me encontré con uno en el Big Blue Bus ―dijo José María―. Me contó que iba a la playa de Santa Mónica para coger doce piedras. Una por cada una de las doce tribus de Israel. Mientras iba diciéndome todo esto noté que, de cuando en cuando, usaba alguna palabra en español, pero fingí que no le entendía y le seguí tirando de la lengua en inglés. “Son para ponerlas en la puerta de mi casa, las doce piedras. Para protegerme. Esta ciudad está llena de gente rara. También tú deberías poner doce piedras en la puerta de tu casa para protegerte. Una por la tribu de Judá, otra por la de Simeón, otra por la de Benjamín, otra por la de Dan, otra por la de Efraín, otra por la de Manasés, otra por la de Isacar, otra por la de Zabulón, otra por…

José María le interrumpió y, para cambiar de tema, le preguntó de dónde era. El hombre le dijo que venía de Buenos Aires.

―Argentino ―subrayé lo que era obvio.

―Sí ―dijo José María―. Yo le dije que era español. Y entonces, en lugar de seguir enumerando las tribus de Israel, se puso a cantar coplas, lo cual fue una mejora considerable.

La moraleja de esta historia es que aquí, en Los Ángeles, todo el mundo tiene un loco y que hay que protegerse, o que el loco de cada uno es una especie de doble, o que no es fácil saber si eres tú el loco o lo es el otro…


Lugar donde se dan cita todos los locos de Los Ángeles: la playa de Santa Mónica.
En realidad no tengo muy claro cuál es la moraleja de esta historia, pero desde entonces llevo siempre en el bolsillo doce piedras (una por cada tribu de Israel) que, por supuesto, he recogido de la playa de Santa Mónica, punto en el cual, curiosamente, acaban las catorce líneas de autobuses Big Blue que llevan de un lado a otro a todos los locos de la ciudad. Alguna que otra vez me he vuelto a cruzar por la calle con la loca de las bolsas y entonces, meto la mano en el bolsillo y hago sonar las piedras. Ella se me queda mirando con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados. Luego, pasa de largo sin decir nada.

Me pregunto si en su cuaderno habrá escrito algo sobre mí.

5 comentarios:

  1. ¿Podrías preguntarle a tu amiga si conoce a mi ex? He visto similitudes en el "modus operandi"

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  2. qué bien verte a volver escribir de veras, cariño. Qué buen honor al título del blog y qué bien me lo he pasado leyéndolo. Se me ha pasado el enfado por avisarnos sólo a la tercera entrada de que 'miedo y asco en santa mónica' existía.

    besos

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  3. Sé qué va a sonar repetitivo, pero... si no te has enterado antes ¡es porque no tienes feisbuc!

    Y qué es eso de volver a escribir de veras, ¿a que no te leíste aquel relato sobre el Conde Libri que postee en el otro blog?

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  4. Dios, he llorado de la risa en la parte del argentino cantando copla XDD

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  5. Vosotros los locos os conoceis 'inter pares', lo de las piedritas es buen truco, pero yo te recomendaría que las ensartases en un collar y lo llevases colado al cuello a modo de escapulario. Por cierto, que la zona de Haight-Asbury en San Francisco creo que contiene una reserva de la biosfera de tarados aun mayor que Santa Monica.

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