sábado, 3 de octubre de 2009

Capítulo 1. La llegada.

El muelle de Santa Mónica.
Mi último recuerdo antes de aterrizar en el aeropuerto de Los Ángeles empieza por restregarme las legañas de los ojos, mirar por la ventanilla y preguntarme en qué momento las llanuras grises del Canadá, encharcadas aquí y allá por enormes lagos, se han convertido en la piel envejecida de un elefante. Las colinas sinuosas, cortadas a cuchillo, se pliegan unas contra otras a lo largo de los desiertos de Utah, o por lo menos ahí es donde dice el mapa de vuelo que estamos, cerca de Salt Lake City. El desierto sigue y sigue, con escasos signos de civilización; si acaso un pueblo de cuando en cuando que se extiende hacia los cuatro puntos cardinales en líneas de longitud asimétrica, pero perfectamente perpendiculares, formando bloques cuadrados que deben de ser casas, comercios e iglesias mormonas. Poco a poco el marrón blanquecino de Utah se colorea de rojo y empieza a llamarse Nevada, con llanuras marcianas que se extienden durante cientos de kilómetros, planas como el mar, y en ellas como en el mar, nada, la gran nada. Y luego, Los Ángeles. Cientos de kilómetros también, o eso me parecieron, de casas y casas y casas, y campos de béisbol (a veces, hasta cinco o seis juntos) y “lotes” de aparcamiento, y casas, y campos de golf y urbanizaciones extendiéndose como un cáncer de hormigón y estuco, de tal modo que no me extrañaría nada que fuera posible saltar de una finca a otra hasta llegar a la costa sin pisar ni un solo momento césped sin cultivar.

―¿Tiene intención de visitar México? ―me pregunta el agente de aduanas después de aterrizar.
―No.
―Ah ―dice mirándome sin decidir si creerme o no. (Debo decir, llegados a este punto, que el agente es negro, dato que puede parecer gratuito, pero que dentro de un rato les podrá resultar, queridos lectores, cuanto menos paradójico.)
―Es que su nombre es muy común por aquí ―me explica el agente.
―¿Se refiere a mi apellido o a mi nombre de pila? ―pregunto, pensando que con la palabra “name” puede estar refiriéndose a ambas cosas.
―A su apellido ―momento en el que queda claro a que ha tomado mi poco mexicano primer apellido por el “middle name” y mi segundo apellido, un poco más mexicano, sí, es verdad, por mi “family name”.
―No, pero en realidad vengo de Europa ―le aclaro―. De España. No de México.
El agente de aduanas me mira con un brillo de ojos revelador.
―Ah, son cosas distintas… ¿verdad?

No sé si estaba quedando conmigo o qué, pero digo yo que, como afroamericano o persona negra (que aquí son éstos los términos correctos), hubiera tenido todo el derecho del mundo a enfadarse si yo hubiera confundido, en serio o de coña, Bamako con Inglewood, o a Samuel L. Jackson con Lawrence Fishburne, o yo que sé, si le hubiera preguntado dónde puedo comer pollo frito en Santa Mónica.



Mi despacho (arriba, a la izquierda) frente al negocio de reparación
de Cadillacs de Big Black Eddie (abajo, a la izquierda; echando una siesta)

Sin embargo, el tipo era majo; en realidad, aquí en Los Ángeles todo el mundo es majo, pero yo me estoy volviendo racista. No puedo soportar a los españoles. Al llegar tuve que cambiar de alojamiento, pues gracias a un providencial vistazo en Internet a las opiniones que habían dejado los anteriores inquilinos del edificio donde había reservado mi apartamento, me enteré de que tenía una plaga de pulgas y ratones; así que hice una reserva rápida en un hotel de Santa Mónica, donde me encuentro provisionalmente, aunque ya empiezo a cogerle cariño al ventilador de techo y a las persianas venecianas, como no podía ser menos en la ciudad de Philip Marlowe. El caso es que en el hotel, que más bien es un albergue para estudiantes, se aloja un grupo de ídem españoles que consideraron la noche de mi llegada como la más oportuna para celebrar una fiesta. El jet-lag me hizo caer redondo, a pesar del lacerante acento sevillano del griterío de los de al lado; y sin embargo, mi subconsciente no descansaba tranquilo porque en sueños me veía yo con una pistola en la mano, encañonando a esos malditos españoles mientras les decía:


―Habéis traspasado mi propiedad, peregrinos. Y sabéis perfectamente lo que eso significa. Voy a llenaros el cuerpo de plomo. A Dios gracias que vivimos en un país libre.


A la mañana siguiente, pensando en tan inquietante y revelador sueño, me dirigí al Wal-Mart más cercano. Aquel sueño era una señal del cielo que me había dado la solución a mis problemas.

Desde entonces he dormido como un querubín. Benditos tapones para los oídos.


3 comentarios:

  1. Comparto el odio hacia el compatriota querido Bartualini. De todas formas, hubiera quedado mas bohemio y maldito que te alojaras con las ratas... has periddo una oportunidad de oro. Ahora a vete a Watts cion un cartel que ponga 'I hate Niggers' y luego nos cuentas.

    Ps: Excelente descripcion del poisaje desde el aire. Te estas volviendo virtuosos a tu pesar.

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  2. Felicidades, Robert. Este viaje promete.

    Abrazos,

    J.

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  3. Pero vamos a ver, ¿qué demonios es lo que os pasa a los jóvenes de ahora?
    Oís jolgorio andaluz a través de las paredes de vuestro motel californiano y en lugar de asaltaros la idea de llamar a la puerta y presentaros amistosamente con una botella de fino en la mano (dadas las circunstancias, con un sixpack cervecil), vuestro pensamiento inmediato es el de acudir a la armería del tío Joe y comprar uno de esos típicos souvenirs para llenar de plomo los cuerpos de vuestros espirituosos paisanos...
    Si es que con esas cosas que os ponen en la tele...

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