
En el centro de Santa Mónica está la Promenade, un tramo de la 3rd Street, frecuentado por artistas callejeros que, en comparación con otros, no parecen haber perdido la esperanza en la promesa implícita en el modo de vida americano. Una cierta atmósfera internacional se respira en la Promenade, pero con un fuerte efluvio a kitsch, como si hubiera en algún lugar un filtro que quitase al aire parte de su oxígeno: los bailarines de tango se mueven al son de versiones muzak de Gardel; un oriental con dotes de monje shaolin, las emplea en lanzar tazas de té con el pie para dejarlas caer suavemente sobre la cabeza. La Promenade es al arte callejero lo que Barbra Streisand a la canción melódica.
Pero entre todos los artistas que habían venido a hacer las Américas, destacaba una pareja autóctona de acróbatas, padre e hijo, preparándose para dar comienzo a su número en mitad de la Promenade. El padre, tupé frondoso cuyas canas empezaban ya a jubilar su rostro aniñado, presentó a la verdadera estrella del show: su hijo. Un chiquillo de once años, embutido en mallas, con una cabellera rubia sacada de la tribu de los Brady, y una peculiaridad física que me llamó inmediatamente la atención. Tenía las manos más grandes que jamás hubiera visto en un niño de esa edad, como si le hubieran crecido antes de tiempo. ¿Es posible que a alguien se le puedan dilatar de ese modo las manos a fuerza de entrenarse? El padre y el hijo tenían algo en común. Uno tenía la cara de un niño en un cuerpo de adulto, y el otro unas manos de adulto en un cuerpo de niño.
El hijo tomó la palabra instándonos a que nos acercáramos para verlo mejor formando un corro alrededor de él. Su rostro tenía una expresión melancólica propia de alguien con más experiencia, aunque no carecía del todo de una cierta candidez, como la de un niño a punto de pasar a la adolescencia al que ya no le gusta jugar al baloncesto con su padre, pero que sigue haciéndolo todos los domingos sólo por complacerlo.
En ese momento el padre se situó detrás de su hijo y, tomándolo por las manos, lo levantó hasta colocarlo de pie sobre sus hombros. De nuevo se agarraron mano contra mano y, en cuestión de segundos, el hijo se elevó a pulso hasta hacer el pino sobre las palmas de su padre. A esas acrobacias le siguieron otras. Éstas eran interrumpidas de cuando en cuando por los monólogos del padre, quien después de muchos años de escenario, había adquirido la facilidad de palabra de un maestro de pista de circo. Quería dejar claro que su hijo iba al colegio. Y ahí está, mírenlo. El jueves pasado salió en el canal Nickelodeon y dentro de un mes tenía una actuación en Las Vegas. ¿Qué hay de extraño en que se lo rifaran en la televisión? Un niño tan guapo como él, y además el único de su edad capaz de hacer esas increíbles piruetas. Y todo, todo ello se lo había enseñado su padre. Pero al colegio no faltaba, porque ir al colegio es muy importante para los niños.
―Hay cuatro cosas importantes en la vida―advirtió el padre al público―. Una es ésa, estudiar mucho. La segunda, evitar la bebida. Tres, no fumar. Y cuatro, la más importante de todas: nada de drogas.
Sentí una punzada en la conciencia al descubrir que incumplía tres de las cuatro condiciones esenciales del modo de vida americano (paso buena parte del día leyendo) o quizá sentí ese pinchazo al preguntarme de dónde sacaría tiempo aquel niño tan estudioso para entrenar las cinco o tal vez más horas que necesitaba todos los días después del colegio para seguir haciendo esas piruetas y tener las manos tan grandes. Cuando acabó el espectáculo, volví a casa con la seguridad de haber aprendido algo nuevo: que con esfuerzo todo se puede, hasta salir en el canal Nickelodeon y quién sabe si dentro de unos años, hacerse uno rico, y toda esa gente viniendo de todas partes de América a verte actuando en Las Vegas con tus once años, siempre con tus once años, sin dejar de ser nunca el único niño del mundo capaz de hacer tales hazañas.
Pero por alguna razón, mientras caminaba de vuelta a casa, no podía quitarme de la cabeza aquellas manos que habían crecido antes de tiempo. Me desvié sintiéndome cada vez un poco más deprimido, y cuando quise darme cuenta estaba ya en la playa, aquella donde van a parar todos los locos. Si estar loco consiste en creer que la realidad es una extensión de tus deseos y de tus pensamientos, entonces sí, era cierto que todos los locos iban a parar a Santa Mónica, pero no precisamente a la playa, sino quizá más bien a la Promenade. A falta siquiera de paseo marítimo, seguía caminando hacia el sur por la pista asfaltada que usan los corredores, cuando empezó a soplar el viento y de repente… pero dejaré que lo cuente el señor Pynchon, que en su última novela habla de las ventiscas de Santa Mónica mucho mejor que yo: “Y de repente Doc se encontró en un planeta en el que el viento puede soplar en dos direcciones, arrastrando la bruma del océano y la arena del desierto al mismo tiempo, obligando al conductor incauto a frenar en el momento en que entra en esta atmósfera alienígena, la luz del sol eclipsada, la visibilidad reducida a media manzana y todos los colores, incluyendo los de las señales de tráfico, recolocados en cualquier otro lugar de espectro”.
Cuando desaparecieron los últimos restos de bruma y de arena, me pregunté si la realidad de Venice Beach sería tan romántica como la había percibido por un momento, si tal vez yo también había caído en la trampa y lo que había visto no era más que una extensión de mis deseos. Lo único cierto era que allí, al menos, se podía respirar aire fresco.