martes, 17 de noviembre de 2009

Capítulo 6. En el médico.


―Bueno, cuénteme. ¿Cuál es su problema?

La pregunta, así formulada, tenía unas connotaciones existenciales que me hicieron dudar durante un momento si darle una contestación pormenorizada o atenerme a la historia que unos minutos antes había ensayado mentalmente en la sala de espera. En la sencillez está la belleza, me dije, y utilizando ese argumento al que tantas veces había recurrido para convencerme de que es mucho más creíble una mentira simple que una verdad complicada, le respondí:

―Me duele la espalda.
―¿Y eso desde hace cuánto tiempo ocurre? ―preguntó el doctor.
―Cosa de un año, más o menos.
―¿Le han diagnosticado antes?
―Tengo una vértebra ligeramente torcida.
―Un golpe.
―Hmm… No.
―¿Le empezó a doler así sin más?
―Así sin más.

El doctor me miró fijamente durante lo que parecieron minutos y, después, hizo las anotaciones pertinentes en el formulario médico que poco antes me habían hecho rellenar en la sala de espera. Su camisa color verde hospital y el estetoscopio que le colgaba del cuello eran los únicos signos externos que identificaban su profesión. Igual que el resto de gente que hasta el momento había conocido en Los Ángeles, el mensaje que transmitía su cara era completamente distinto al que proclamaba su atuendo, como si todo el mundo fuera un extra en una película barata. En este caso concreto, su rostro enjuto, sus mejillas hundidas como en una mañana de resaca, un leve pero reconocible acento que oscurecía ciertas palabras, y las moscas que ocasionalmente se posaban en el vello que le sobresalía de las orejas, me parecían más propios de uno de esos vendedores ambulantes de crecepelo que salían en las películas de vaqueros que de un galeno licenciado por una universidad donde realmente hubiera que estudiar para obtener un título.

Sin embargo, y a pesar de su aspecto de impostor, sus preguntas estaban empezando a ponerme nervioso, aunque, tal vez, el problema residía no tanto en las preguntas como en la actitud aparentemente profesional que adoptaba al escuchar cada una de mis respuestas. Antes de entrar en la consulta yo había cumplimentado el formulario médico con los datos de rigor: nombre y apellidos, motivo de la dolencia, existencia de un diagnóstico previo… El doctor seguía las preguntas en el mismo orden en que figuraban dentro del formulario, me escuchaba confirmar oralmente lo que había escrito, dedicaba dos o tres segundos a estudiar en silencio mi expresión como si estuviera intentando decidir si decía la verdad, y por último regresaba al formulario para garabatear largas anotaciones al lado de mis respuestas. Por lo que se me figuraba, había dos opciones: o bien no estaba haciendo más que “su trabajo” sometiéndome a un interrogatorio que, por lo demás, era un mero trámite burocrático; o bien era mucho más listo de lo que creía y no solo no se estaba creyendo mi historia, sino que además estaba dejando constancia por escrito de mis mentiras, con las complicaciones legales que éstas podían conllevar, especialmente aquellas derivadas de mi condición de inmigrante.

Al fin y al cabo, quién mejor que alguien que se hacía pasar por lo que no era para descubrir a un farsante. Si incluso en mi país mentir en un documento oficial estaba penado, en algunos casos hasta con la cárcel, no quería ni pensar qué podía ocurrirme en Estados Unidos. La pregunta entonces era: ¿cuánto de “oficial” tenía el documento que había rellenado? Pero ni siquiera esta duda me hacía sentir más tranquilo. Lo que me llenaba de pavor haciendo que tartamudeara cada vez que respondía al doctor era que de entre todas las falsedades que había escrito en el formulario médico, los únicos datos absolutamente ciertos que allí figuraban, en la cabecera, con letras de imprenta grandes y bien marcadas, eran mi nombre, mis apellidos y, en qué momento se me ocurriría: mi número de pasaporte.

― Mire, ésta es una clínica seria y necesitamos que la evaluación de nuestros pacientes sea lo más concienzuda posible. ¿Está tomando alguna medicación?
―No… Quiero decir, sí. El caso es que mi médico me recetó… ―¿por qué no se me habría ocurrido escribir en la casilla correspondiente del formulario algo más simple, como por ejemplo, migrañas? ¿Qué demonios se toma cuando tienes un dolor de espalda crónico? ¿Relajantes musculares? ¿Y lo más importante de todo: cómo se decía “relajantes musculares” en inglés?― me recetó esas pastillas que sirven para que te duelan menos… los músculos, ya sabe.
―¿Relajantes musculares?
―Exacto.
―Pero por lo que ha dicho usted antes el problema es óseo: una vértebra torcida.

Su forma de pronunciar las palabras técnicas confirmó la impresión que había tenido al principio. Había algo en su acento que era diferente a la forma de hablar de los californianos. No conseguía dar con lo que era, aunque ciertamente no me resultaba desconocido. ¿Dónde lo habría oído antes?

―Claro, pero los músculos de alrededor… ―respondí― Ya sabe, el esfuerzo.
―Le han hecho pruebas: rayos X, supongo.
―Por supuesto. Está todo diagnosticado.
―La dirección y el nombre de su médico de cabecera son los que figuran aquí, ¿verdad? ―dijo mirando de nuevo el formulario.

Respiré hondo intentando recobrar el valor: había llegado el momento decisivo del interrogatorio. Y mientras hiperventilaba me pregunté ¿cómo era posible que me hubiera metido en tal situación?

Soy de la opinión de que no se conoce realmente una ciudad hasta que uno no entra en contacto con los barrios y las gentes que se mueven en la frontera de la ilegalidad. Si no siempre, con bastante frecuencia me he manifestado partidario de esta escuela de pensamiento; exactamente con la misma frecuencia con que me tomo más de dos whiskys rodeado de amigos lo suficiente borrachos como para estar dispuestos a escuchar mi opinión al respecto. De tanto en cuando, al ser humano se le ocurre la absurda idea de que las palabras han de estar confirmadas por los actos y, esa misma mañana, pensé que solucionado ya mi problema de alojamiento y, sobre todo, después de haber conseguido desmontar con un simple destornillador el detector de incendios de mi estudio, era la ocasión ideal para abrazar el método científico y contrastar mis teorías con la experiencia sumergiéndome por un día en los oscuros callejones del inframundo de Los Ángeles.

Había decidido comprar marihuana.

En principio, el único obstáculo que se interponía ante mi deseo de emociones fuertes estribaba en que comprar marihuana en California era completamente legal. Tan solo necesitaba entrar en alguna de las consultas médicas de Venice Beach que ofrecían recetas por algo más de cien dólares y acercarme después con el documento oficial al dispensario más cercano. Sin embargo, no me dejé arredrar por este pequeño inconveniente, lo que es más: el hecho de poder experimentar la cercanía del crimen y el vicio sin que la policía me diera una paliza me resultaba altamente tranquilizador. Al llegar a Venice Beach todo había parecido muy sencillo, ¿quién se habría imaginado en ese momento lo complicado que se iba a volver todo después de entrar en la consulta?


Media hora antes de que ocurriera esto, el enfermero de la clínica del Doctor Kush me había asegurado que, aunque antes de extenderme la receta el galeno me tenía que hacer una serie de preguntas sencillas, no importaba las milongas que le contara siempre y cuando lo hiciera con la suficiente convicción. Al principio me extrañó la firmeza con que insistió en este punto, pero no le di la mayor importancia, considerando que el enfermero en cuestión rondaba la puerta de la clínica vistiendo pantalones vaqueros y gafas de sol, con un cartel que rezaba “the doctor’s in!” para que a los viandantes que intentaba captar no les quedara duda de que allí se extendían recetas en el acto y sin mayor trámite. El aspecto de la sala de espera de la clínica, poco más que un garaje abierto al paseo marítimo en el que habían dispuesto unas sillas de playa, contribuía a confirmar la impresión de que, después de todo, la consulta médica que había que pasar no sería más que mero papeleo y que la conversación con el doctor estaría trufada de guiños y de codazos cómplices. ¡Qué diablos! ¡A lo mejor hasta me ofrecía una muestra gratuita de mi medicamento como quien le da una aspirina a un niño para que se le pase el dolor de cabeza de camino a la farmacia!

―Ésta es una clínica seria ―aseguró sin embargo el enfermero, mientras se arreglaba la goma de la coleta―, por eso son inevitables ciertas formalidades. Lo único que tienes que hacer es rellenar este papel. Explicas en qué consiste tu condición médica: náuseas, ciática, lo que sea; y luego escribes aquí el nombre de tu médico de cabecera.

Al escuchar eso me di cuenta de que la cosa no iba a ser tan sencilla como pensaba.

―Pero mi médico está en España ―respondí.
―Aaaah, no importa: pon cualquier cosa entonces. Sólo son datos que nos solicita el Departamento de Sanidad…
―¿El Departamento de Sanidad? ―dije alarmado, porque la verdad es que no se me había ocurrido que hubiera algún tipo de control oficial en todo este asunto― ¿Y no habrá ningún problema siendo yo español? No tengo tarjeta de residente del Estado de California.

El enfermero se bajó ligeramente las gafas de sol y se quedó por un instante pensativo. Al rato contestó, como si llevara al pie una de esas notas del traductor donde dice “en español en el original”:

Ninguno problema, amigo ―y luego aclaró―, aceptamos cualquier tipo de identificación. Con tu pasaporte vale.

Aquello me tranquilizó, pues había leído en Internet que en algunos estados donde era legal recetar marihuana medicinal existía como requisito ser ciudadano de dicho estado, cosa que podía probarse mediante el carné de conducir o con una tarjeta de identificación estatal.

―Lo importante es que, cuando rellenes el formulario, pongas siempre direcciones de aquí ―me advirtió el enfermero―. Ya verás, es pan comido.

Y en efecto, eso parecía a juzgar por la atmósfera general de choteo que reinaba en la sala de espera, donde el resto de pacientes rellenaba sus formularios. Mi única preocupación era que debía darle al médico mi nombre verdadero pues la receta era nominal y en el dispensario tenían que comprobar que mis datos coincidieran con los del pasaporte.

―¿Y cuánto cuesta la receta? ―pregunté por curiosidad, sin acabar de decidirme a dar el paso.
―Oh. Ciento cincuenta dólares, pero eso es algo que podemos discutir.
―¿Ciento cincuenta? ―exclamé arriesgándome a emplear una argucia típica de la Universidad de la Calle que mi larga experiencia como espectador de cine policiaco me había enseñado―. En otras clínicas cobran noventa dólares. Me parece demasiado caro.
―Como estaba diciendo, podemos hacer una pequeña rebaja de precio. Te lo dejamos en ochenta.

Sin dudarlo un solo momento más, acepté la oferta reprimiendo en algún lugar oscuro de mi memoria el pequeño detalle de que mis datos personales iban a ir a parar a algún despacho oficial de un Estado gobernado por Arnold Schwarzennegger. Me senté con el resto de pacientes en la sala de espera a rellenar el formulario y, aunque un par de miradas me bastaron para comprobar la negligencia con que éstos cumplimentaban la información de rigor, decidí que, dada mi condición de extranjero, era conveniente que mi historia no tuviera fisuras, para lo cual era indispensable que no hubiese ninguna contradicción entre las respuestas que le iba a dar oralmente al doctor y la información que estaba escribiendo en el papel. Seguí los consejos del enfermero y, puesto que era necesario dar a entender que llevaba bastante tiempo viviendo en Los Ángeles y que había pasado una consulta previa con otro médico de la ciudad antes de recurrir al recetado de marihuana, sopesé con gran cuidado la elección del nombre y la dirección del colega que supuestamente me había atendido, inclinándome por algo que me resultara fácil de recordar.

―Le estaba preguntando si la dirección y el nombre de su médico de cabecera son los que figuran aquí ―repitió el doctor, lo cual hizo que me preguntase cuánto tiempo había permanecido callado mientras sufría el flashback.
―Ocean Park Boulevard 2830, Santa Mónica.

Recité de corrido y con pleno convencimiento la dirección que había puesto en el formulario, pues coincidía con la del hotel donde había estado viviendo durante todo el mes de octubre.

―Y ahí es donde está la consulta del Doctor Albert Speer, ¿correcto?
Shpear ―le corregí― Es alemán.

Al ver cómo levantaba una ceja al corregirle comprendí que lo peor había pasado. Algo me decía que el hecho de haberle llamado la atención sobre su incorrecta y americanizada pronunciación de aquel apellido, haría que un halo de credibilidad se extendiese al resto de mi historia, confiriéndole, como por contagio, verosimilitud. Una pequeña verdad en medio de una sarta de mentiras puede hacer que cualquier desinformado muerda el anzuelo igual que un pez ante el espectáculo de un lustroso gusano. En realidad, lo había tramado todo mientras rellenaba el formulario. Se me había ocurrido dar a mi supuesto médico de cabecera el nombre del arquitecto oficial del Tercer Reich y posterior Ministro de Armamento, pues estaba seguro de que nadie sería capaz de identificarlo y mucho menos un doctor de playa con un título comprado en una universidad a distancia en un país ignorante de la historia europea. No me quedaba muy claro por qué, de entre todos los nombres del mundo, había elegido precisamente ése, o incluso por qué no me había inventado uno cualquiera, pero en aquel momento la idea me pareció absolutamente brillante. De inmediato me sentí completamente relajado, la tensión que sentía por todo el cuerpo se alivió de repente y, con plena confianza en mí mismo, me crucé de brazos y piernas sentado tras la mesa del doctor a la espera del resultado de mi obra maestra.

―Entonces el Doctor Shpear le ha recetado relajantes para la columna.
―Sí ―dije consiguiendo apenas contener una carcajada al escuchar aquel chiste involuntario, que, para ser fruto de la ignorancia, el doctor acompañó de una enigmática sonrisa―, los estuve tomando durante algún tiempo, pero no me quitaban el dolor.
―No le quitan el dolor. Entonces ¿considera que la marihuana puede aliviar su condición médica?
―Claro.

El médico marcó una casilla del formulario con lo que, desde donde me encontraba, me pareció una X. Era una buena señal: decididamente se lo había creído todo.

―Diría usted que su… dolor de espalda afecta negativamente a su vida personal.
―Sí ―de nuevo una X en el formulario.
―Y que la marihuana le ayudaría a recobrar la normalidad en este ámbito.
―Por supuesto ―contesté―. El dolor no me deja dormir.
―Ah, insomnio ―otra X más―. Entonces ¿podríamos decir que el consumo de marihuana le facilitaría desempeñar con mayor eficiencia su actividad laboral? ―dijo leyendo la pregunta del formulario.
―Absolutamente.
―¿A qué se dedica usted?

Me decidí una vez más a responder siguiendo el Principio de la Mentira Simple que me había guiado desde el comienzo de la consulta.

―Soy profesor de universidad.
―¿Qué enseña?
―Literatura.

El doctor asintió como si en algún lugar de mi respuesta se encontrara la confirmación de algo largamente meditado durante años de reflexión.

―Muy bien. Voy a extenderle una recomendación para el uso de marihuana medicinal ―dijo cerrando la carpeta donde tenía el formulario.

Al oírle decir esto caí en la cuenta de que el acento del doctor era de Texas. Por eso me había resultado familiar desde el principio: hacía dos años había pasado las navidades en Austin y mi excelente oído había almacenado el deje prosódico característico de la zona.

―Puede pasar por caja para pagar la consulta y allí mismo le entregarán la receta. Es válida durante un año. Si a pesar de eso persiste el dolor, vuelva a su médico de cabecera.
―Por supuesto ―dije con total convicción.

Con una sonrisa de oreja a oreja hice lo que me había dicho y pagué en caja los ochenta dólares. Mis planes no solo habían salido a la perfección, sino que además había conseguido la receta casi por la mitad del precio que pagaban los pardillos que captaba el enfermero de la clínica. Ahora por fin tendría acceso a las más sabrosas variedades de la hierba californiana, desconocidas por completo en el Viejo Continente, lo cual suponía un remedio bastante definitivo para aplacar el largo flirteo que, desde mi llegada a Los Ángeles, había mantenido con el miedoyasco. Al meterme la receta en el bolsillo, el doctor se me acercó y, con el brazo extendido hacia el paseo marítimo indicándome la salida, me dio una palmada en el hombro para despedirse de mí.

―Como se dice en mi país: Kommen Sie bald wieder ―y aclaró―, o quizá debería decir: espero que no tenga motivos para volver de nuevo…


Mientras caminaba a toda prisa alejándome de la playa rumbo a un buen dispensario en la parte noble de Venice, cruzando la avenida Pacific en dirección opuesta a la playa, empecé a sospechar, y este tipo de sospechas siempre me asaltan demasiado tarde, que tenía todos los motivos del mundo para sentirme bastante estúpido. O si no todos, al menos dos. El primero, que de entre todos los acentos del mundo había sido incapaz de distinguir que el del doctor era precisamente alemán, por no hablar de mi metedura de pata al corregirle erróneamente su pronunciación. Si el desliz que acababa de cometer hubiera tenido lugar en una sala de interrogatorios de las SS, me hubieran fusilado de inmediato y, lo que es peor, nadie se hubiera creído mi historia.

Ésa era precisamente la segunda razón por la que me sentía estúpido: todos mis esfuerzos por elaborar una historia creíble habían sido inútiles. Había empleado una cantidad considerable de tiempo, casi dos horas durante las cuales tuve que soportar las miradas inquietas de las asistentes que atendían la sala de espera, en construir un historial médico lleno de sufrimiento y superación personal, con todos los ingredientes de un gran drama: pérfidos personajes del Tercer Reich escondidos en un hotel de Santa Mónica haciéndose pasar por médicos de cabecera, la historia de un joven profesor de universidad (a decir verdad, becario) que no se deja arredrar ante los obstáculos que su enfermedad interpone en su vida profesional, y no olvidemos el tema del insomnio, pues había preparado un buen número de ilustraciones de aquel infierno para convencer al doctor de mi cuento: desesperados paseos noctámbulos por calles solitarias con la esperanza de que en algún momento el cansancio venciera al dolor y fuese posible conciliar el sueño, ojos inyectados en sangre mirándome desde el espejo por las mañanas, viajes en autobús en los que me asalta finalmente la somnolencia con fogonazos de pesadillas que, a pesar de durar apenas unos segundos, son vividas como si fueran horas. ¿Y todo ello para qué? El examen médico había sido un paripé: aunque no había conseguido engañar a aquel doctor ni por un momento, me hubiera extendido la receta aunque hubiese entrado diciendo que me dolía el dedo gordo de un pie. Me alegraba, por supuesto, el haber obtenido después de todo lo que quería, pero no podía quitarme el mal sabor de boca que se le pone a uno cuando sabe que no se ha ganado con el sudor de la frente el pan que pone sobre la mesa.

Todo había sido demasiado fácil. Había acudido a la consulta en busca de emociones fuertes, en busca de aventura, de empaparme en la suciedad de un mundo lleno de subterfugios, mentiras y deseo, y lo único que había conseguido a cambio era una nueva dosis de capitalismo barato. Si tienes dinero, consigues lo que quieres; el sudor y la adrenalina jamás jugarán papel alguno en la transacción. Y para colmo, el médico había firmado la receta con el nombre de Doctor Werner Von Braun, lo cual era una retorcida tomadura de pelo, considerando que se trataba del nombre del ingeniero que, por orden de Albert Speer, diseñó los cohetes V2 que se lanzaron sobre Inglaterra. Quedaba también la opción de que, más que gastarme una broma pesada, ésta fuera su forma de hacerme un guiño para indicarme cortésmente que había reconocido mi juego. Esto me gustaba mucho más. Después de pensarlo un par de veces, decidí tomarlo con la misma deportividad con que un verdadero gentleman aficionado al ajedrez recibe un inesperado jaque mate como respuesta a su hábil gambito de reina. Aunque también había una tercera aunque lejana posibilidad. Al terminar la guerra, los terribles cohetes del doctor Werner Von Braun le valieron de inmediato un contrato por parte del gobierno estadounidense y, después de pasar por varias agencias, acabó sus días en la NASA convencido de la existencia de una sociedad extraterrestre en la luna. Dada la enorme reputación que estos logros le habían labrado en Estados Unidos era incluso posible que el hecho de que el médico hubiera firmado con su nombre no fuera un guiño o una broma, sino que aquel tipo fuese realmente descendiente de Werner Von Braun y que no solo no ocultara, sino que se enorgulleciera de firmar con su nombre verdadero. Seguí fantaseando con esta posibilidad (¿sería su nieto?, ¿tendría el uniforme de su abuelo escondido en un armario?) hasta que comencé a notar que mi estado de ánimo mejoraba perceptiblemente.

Evidentemente no creí ni por un momento que todo esto fuera verdad, es más, estaba totalmente convencido de que la única intención de la firma no había sido otra que la de tomarme el pelo, pero el caso es que recordé con nostalgia aquella atávica forma de consuelo tan propia de mi país basada en el credo de que cuando te toman el pelo no pierdes algo, sino que acabas de ganar una nueva forma de tomar el pelo a alguien. Bien pensado, la firma de Werner Von Braun bien merecía ochenta dólares. ¡Ya estaba viendo la cara de chasco que pondrían al verla todos aquellos amigos de Madrid que atribuían al exceso de alcohol mis lecciones sobre los bajos fondos! Abrí el cuaderno de notas que me había comprado después de conocer a la loca de las bolsas, y mientras seguía andando, anoté en él todos los sórdidos detalles que recordaba de la consulta y otros más que no recordaba ya que me los iba inventando sobre la marcha, pero que servirían igualmente para dar verosimilitud y adornar la historia que les iba a contar a mis amigos sobre mi encuentro con el auténtico Werner Von Braun. Tanto levantó esto mi espíritu que, cuando llegué al dispensario y abrí la puerta, entré rebosante de confianza en mí mismo, seguro de que todo iba a salir bien con esa despreocupación que uno solo puede tener cuando sujeta en la mano una receta firmada por un doctor nazi.
―Quiero marihuana ―le dije a la dependienta que atendía tras el mostrador.

Ésta me miró con sus ojos orientales como si no entendiera nada y entonces caí en la cuenta de que quizá la manera que había tenido de expresarme no era la más adecuada para una casa decente como ésa.

―¿Podría darme un poco de cannabis terapéutico? ―me corregí entregándole la receta.

La dependienta examinó el documento sin encontrar nada extraño en él, luego volvió a mirarme y dijo:

―¿Puedo ver su identificación?

Antes de que pudiera terminar su pregunta ya tenía delante mi pasaporte, el cual le extendí con la mano temblorosa de emoción.

―Me refiero a su tarjeta de residente de California ―dijo sin molestarse en coger el pasaporte.
―No tengo tarjeta de residente de California ―contesté perplejo.
―No nos sirve el pasaporte. Sólo podemos dispensar marihuana medicinal a los residentes en California.
―Pero… si yo resido aquí. Acabo de alquilar un apartamento.
―Entonces es sencillo. Lo único que tiene que hacer es ir con su contrato a Inmigración, donde le tramitarán su tarjeta de residente. Traiga el resguardo que le entregarán allí. Eso nos sirve como identificación.
―He alquilado el apartamento solo por dos meses. No tengo contrato. No puedo firmar uno porque no tengo visado de trabajo ni de residencia.
―Entonces no hay nada que hacer. No puedo dispensar marihuana con un pasaporte extranjero.
―Pero, en el consultorio médico me extendieron la receta con solo enseñarles el pasaporte.
―¿Y le dijeron que no había ningún problema siendo extranjero, verdad? Suelen hacerlo. No importa lo que le hayan dicho. Le han engañado.

Después de probar suerte con el mismo resultado en otros dispensarios del bulevar Abbot Kinney, la calle más jipija de Los Ángeles, me convencí de que la dependienta tenía razón. Me habían engañado, lo cual daba cierta lógica al hecho de que hubieran aceptado tan rápidamente rebajarme casi a la mitad el precio de la receta. La culpa de todo esto la tiene el sistema, decidí, convencido de que era mucho más conveniente buscar responsabilidades en un ente abstracto que en los actos de una persona concreta, más que nada porque no me apetecía en absoluto volver al consultorio para reclamar y que se rieran de mí. La respuesta, una vez más, se encontraba en la dinámica del capitalismo. En realidad, el “enfermero” del consultorio no había mentido al decir que no tendrían ningún problema a la hora de extenderme la receta siendo extranjero. El engaño residía en la información que había ocultado: evidentemente la consulta estaba autorizada legalmente a extender recetas a cualquiera, pero este cualquiera debía estar en posesión de un visado y de un contrato de alquiler para estar autorizado legalmente a utilizarla. Detrás de ello se escondía la misma lógica del vendedor de coches usados que le asegura a su cliente que el motor de ese Cadillac del 56 funciona a la perfección, sin advertirle que tiene los frenos rotos; o la agencia que alquila un piso infestado de ratones mostrando fotos de un piso piloto. Siempre que éstas vayan acompañadas de una leyenda diminuta del tipo “el producto real puede no corresponderse con las fotos”, la venta de un producto inútil (o peligroso) no es criminal, tan solo responde al principio capitalista de rellenar los vacíos legales que existen en todas las actividades humanas con la única máxima de “vende sea como sea”.

La lógica que hay detrás de los vendedores sin escrúpulos, en el fondo, no es tan difícil de comprender. Si todo el mundo se plantease siempre las cosas tal y como yo me las planteaba en ese momento nadie podría vender nada y la economía se vendría abajo, pero de nuevo el capitalismo tenía la solución para acallar las conciencias de sus mercaderes: bastaba tan solo con sugerirles que cambiasen su sistema ético por el sistema legal. Si algo no es ilegal, ¿por qué hacerse preguntas sobre su validez ética? La única forma de defender al consumidor contra esta lógica es una regulación lo suficientemente fuerte y sin fisuras como para que nadie pueda aprovecharse de los vacíos legales. Por ese mismo motivo (o más bien porque volvía a sentirme estúpido al saberme engañado) se me antojaba ahora tan peliaguda la semi-legalización de una actividad como la venta de marihuana, a pesar de que unas pocas horas antes me había parecido maravillosa. Puesto que lo único que exigía el Departamento de Sanidad era una serie de datos médicos del paciente que, luego, no iban a ser comprobados, se les abría un nuevo mercado a los médicos sin escrúpulos dispuestos a recetar un tratamiento sin haber visto antes el historial médico real del paciente. En realidad todo este asunto era bastante absurdo porque en realidad ni el Departamento de Sanidad ni los legisladores estatales ni los médicos creían ni por un solo momento que la gente fuera a fumar marihuana por curarse un dolor de espalda o por ningún otro motivo que no fuera ponerse hasta las trancas. La irresponsabilidad de todo el sistema me espantaba. ¿Y si al no exigir el historial médico real se recetaba marihuana a alguien a quien nunca debería habérsele recetado? Es decir, a alguien como yo. Si ya de por sí cualquier pequeña cosa, como por ejemplo alquilar un piso, ver un espectáculo acrobático o mantener una simple conversación en una cafetería con un cliente un poco “peculiar”, se convertía instantáneamente en un gran problema de dimensiones morales insospechadas, guiadas principalmente por un factor que a estas alturas se había convertido en un estilo de vida, la paranoia, ¿cuáles serían los efectos que podría provocarle la marihuana a alguien como yo, cuya mayor experiencia alucinógena en su vida había tenido lugar al descubrir en su infancia que a los treinta minutos de película El Mago de Oz pasaba del blanco y negro al color?


No se me escapaba que los argumentos que estaba esgrimiendo podían utilizarse tanto para defender la total legalización de las drogas como para todo lo contrario, más que nada porque todos mis argumentos sobre cualquier tipo de tema eran siempre igual de confusos y bipolares, como si estuviera perpetuamente sufriendo los efectos secundarios de la marihuana sin ni siquiera haberla probado. ¿Cuál era la solución entonces, legalizar por completo su venta o prohibirla?

Estaba claro que prohibirla. De entre todas mis ideas políticas y sociales, la única en la que tenía absoluta certeza podía resumirse con la siguiente fórmula: “todo lo bueno debería estar prohibido”. Mi firme creencia en que la ilegalización del acto sexual haría mucho por mejorarlo (en general) jugaba un importante papel en todo esto, al menos como ejemplo; aunque también había bastantes otros. Todas las cosas juzgadas como inaceptables en tiempos pasados sufren un automático descenso de calidad en cuanto el sistema capitalista las asume y les otorga una patente de respetabilidad. Basta con pensar en lo que Kenny G le había hecho a “esa indecente música negra de los 50”, o en el nulo significado que puede tener hoy en día llevar una camiseta con la imagen del Ché Guevara estampada. Esta regla era universalmente válida hasta para las cosas más cotidianas. Hace treinta o cuarenta años, el ser vegetariano podía ser considerado una auténtica excentricidad, pero una vez asumido como algo válido y útil socialmente, las calles del cualquier ciudad estadounidense se llenaban de supermercados de “comida natural” donde uno podía encontrar todo tipo de productos sin leche, sin grasa y sin carne, pero por supuesto con la misma cantidad de aditivos y conservantes químicos que podían encontrarse en los productos de los supermercados ordinarios. Cuando una sociedad empieza a aplicar el adjetivo “natural” al sustantivo “comida” como una plusvalía y no como algo habitual, amigo mío, esa sociedad tiene un serio problema. La conclusión lógica a la que me llevaba todo esto era que, tal y como estaban las cosas, si queríamos conservar alguna oportunidad de sentir placer o alguna emoción mínimamente humana de vez en cuando, la comida, el sexo, el cine, la música y las drogas deberían ser ilegalizadas de inmediato.

O al menos así pensaba hasta que, en mi meditabundo vagabundeo, se me ocurrió que si existían consultorios médicos con la suficiente escasez de escrúpulos como para vender una receta a un extranjero sin visado, también debía haber dispensarios con la misma falta de escrúpulos como para venderle marihuana, lo cual no solo acabó de inmediato con las profundas convicciones anti-capitalistas que acababa de abrazar, sino que me lanzó a toda prisa de vuelta a la playa, y a cruzar de nuevo esa frontera entre el mundo de los locos y el mundo de los tarados que es la avenida Pacific, para dirigirme al dispensario más sórdido, cutre e indecente que pudiera encontrar en Venice Beach.

Lo que diferenciaba al dispensario en el que finalmente entré del resto de los que había estado antes, era que para acceder a éste había que subir a un piso. El dependiente que me atendió no era una señorita decorosamente vestida con una falsa bata de enfermera, sino un mexicano con una camiseta de Padre de Familia que recogió mi receta y mi pasaporte sin pensárselo dos veces y, sobre todo, sin poner la menor objeción a mi condición de extranjero más o menos ilegal. Mientras introducía mis datos en un ordenador, cuyo objeto supongo que sería cubrirse las espaldas en el caso de que yo o cualquier otro cliente tuviésemos la intención de sacar una escopeta para asaltar el local, me senté a esperar en una de las sillas que a tal efecto había en la sala. Al hacerlo, tropecé sin querer con un objeto que, en un primer momento, al lanzar una rápida mirada al suelo, identifiqué como una tabla de surf excesivamente pequeña, pero que, al mirar con mayor detenimiento, descubrí que era un monopatín después de ver las ruedas que tenía bajo la tabla ovalada de madera.

―Lo siento ―dije.
―Olvídalo, tío ―respondió el dueño, un chico en la mitad de su veintena, con el pelo oxigenado y colocado hasta las cejas―. No importa. No le has hecho daño. Es fuerte.

Asentí convencido de que lo que me decía era cierto.

―Tío, ¿sabes el nombre de algún tsunami japonés?
―¿Cómo? ―pregunté desconcertado.
―El nombre de algún tsunami japonés ―repitió.

Al notar que su compañero, un chico de su misma edad sentado a su lado, le tiraba de la manga de la camisa, el joven de pelo oxigenado giró la cabeza hacia él y argumentó en voz baja: “Te digo que este tipo tiene cara de saberlo. Deja que responda”. Cosa que me pareció lo más conveniente hacer cuanto antes, pues por lo que sabía, aquellos dos podían ser unos drogadictos peligrosos dispuestos a robarme todo el dinero que llevaba encima. Rebusqué en mi archivo mental de tsunamis japoneses hasta que di con la respuesta más cercana a lo que me pedía.

―¿Hokusai?
―Te lo dije, tío ―exclamó el del pelo oxigenado, dirigiéndose a su compañero―. Hokusai. Ya tenemos cuatro. El Midori, el Akane… ―dijo mientras iba contando con los dedos.
―El Kiyoshi… ―le ayudó su amigo.
―¡Y el Hokusai! ―concluyó el otro― Dios, cómo me gustaría pillar una de esas olas…

Mientras ocurría todo esto, un par de clientas de la misma edad, aunque por su aspecto, residentes en alguna zona geográfica o espiritualmente cercana a Beverly Hills, conversaban entre sí en su dialecto materno mientras esperaban, como todos los que nos encontrábamos allí, a que tramitaran nuestros datos antes de darnos paso a la zona del dispensario que llamaban “el club”, es decir, donde tenía lugar propiamente la transacción comercial. A pesar de las dificultades de comprensión que dicho dialecto entrañaba para el turista, apenas bastaba con pasar un mes en Los Ángeles para aprender a descifrarlo. Al parecer, tenía una base de inglés sobre la que operaba una única pero fundamental regla lingüística: que tres de cada cuatro palabras que usara el hablante fueran “like”, “youknow” y “ohmygod”, que en español podemos traducir por “osea” (en los tres casos). Los flatlanders, como llamábamos los habitantes de la playa a los aborígenes de los barrios altos, habían conseguido tal dominio del dialecto, que mediante la permutación y la repetición de esas tres palabras, e incluso prescindiendo de una cuarta, eran capaces de elaborar cualquier mensaje lingüístico por complejo que pareciera. Si bien para el oído no entrenado, un veloz intercambio de likeohmygodyouknowohmygodlikeyouknows sólo podía suponer una hemorragia auditiva interna debido al puntiagudo timbre de voz de los hablantes, especialmente si eran hembras, a mí no me costaba entender lo que decían estas dos, que a grandes rasgos se podía traducir de la siguiente manera:

―Ayer terminé de leer el Diario de Spandau de Albert Speer.
―¿El libro que te recomendó tu peluquera?
―Ése. Estoy conmovida. Es asombroso cómo un ser humano puede recuperar su dignidad en una situación de total aislamiento sustituyendo las carencias de su triste mundo cotidiano con el simple poder de su imaginación.
―Y no olvides la dimensión moral del caso de Speer. El otro día, mientras me hacían los pies, tuve una conversación interesantísima con mi asistente de uñas sobre el dilema de la Alemania de posguerra. ¿Quién puede poner la mano sobre el fuego y decir “yo no hubiera cerrado los ojos” si se encontrara en la misma situación? Después de todo, ¿no cerramos todos los días los ojos ante las injusticias de una sociedad supuestamente libre?
―Ahí es donde yo quería llegar, ahí es donde yo quería llegar.

O quizá no era eso exactamente lo que decían, pero me pareció entenderlo así. El caso es que, llegadas a este punto de la conversación y mientras estaba empezando a ponerme nervioso por el excesivo tiempo que se estaba tomando el dependiente para anotar mis datos, entró en la sala un hombre, esta vez algo mayor que el resto, es decir, de mi edad. Tenía la natural torpeza de movimientos y palabra de quien acude a un dispensario como si bajara a un Ralph’s a comprar leche todas las mañanas. Después de tropezar con el monopatín del chico de pelo oxigenado, se dirigió al dependiente sin más preámbulos con una frase que me resultaba familiar.

―Quiero marihuana.

El dependiente le miró sin exteriorizar el menor signo de sorpresa y le pidió la receta y su documentación. El hombre se metió la mano en el bolsillo y le entregó su cartera, cuyo grosor era similar al de una Biblia de bolsillo.

―Búscalas, por ahí deben de andar. Aquí está todo lo que tengo…

Al decir esto, todas las conversaciones que había en curso al mismo tiempo dentro de la sala se interrumpieron de inmediato y nos quedamos sumidos en un silencio incómodo. El dependiente extrajo la receta y la documentación de la cartera con la facilidad del que ya sabe dónde encontrarlas, y dio paso de inmediato a aquel hombre al “club”. La charla se reanudó en la sala como si nada hubiera pasado, y unos minutos más tarde, el dependiente nos dijo también al resto que podíamos pasar.

Fin.

Es posible que quienquiera que haya leído todo esto esperase un final climático o, al menos, una prolija descripción del “club” con su zona de venta atendida por señoritas que fumaban un porro tras otro elaborados con el mismo producto que despachaban por debajo de una pantalla de plástico; o tal vez una reflexión a forma de moraleja sobre los ominosos augurios que habían agitado mi psique al presenciar la entrada del hombre de la cartera; o en el caso de que el frasquito con un octavo de onza de “factoría de resina de cachemir” con el que había salido del dispensario me hubiera hecho olvidar tal moraleja, tampoco hubiera estado de más acabar subrayando algunos aspectos simbólicos sobre el papel que cumplen las narraciones y la creación de un mundo imaginario a la hora de sobrellevar la monotonía cotidiana, o sobre las contradicciones en que la condición humana cae de continuo para acomodar sus opiniones y su ideología a sus miedos y deseos, o sobre la tendencia del ser humano en su soledad a proyectar sus obsesiones sobre los acontecimientos externos, o incluso sobre la lejana posibilidad de que para hacer una historia creíble quizá, y solo quizá, lo mejor sea contar la verdad.

El caso es que también yo esperaba alguna de estas cosas, así que imaginen mi decepción cuando me acordé de que justo a la mañana siguiente llegaban mis padres a Los Ángeles, dispuestos a dar comienzo a unas merecidas vacaciones y, de paso, ver a su hijo, del que hacía más de un mes que no tenían noticias. La perspectiva de que se lo encontrasen en el aeropuerto puesto hasta las cejas me aterrorizó tanto que se me olvidaron de inmediato todas las implicaciones que pudiera tener la historia que acabo de contar y me dispuse a preparar el siguiente capítulo, por supuesto, sin fumar ni un solo porro.




5 comentarios:

  1. ah, no, superencontra de los finales con clímax! Eso lo hace cualquiera!! Además, es digno de tu perversidad hablar de marihuana a cascoporro y dedicar el párrafo final a tus padres. Es un tanto little miss sunshine, but está tan bien escrito...

    ResponderEliminar
  2. Muy grande. Me he acordado de esta entrada al ver hoy a su amigo el doctor en el periódico. ¡Ya es casualidad!

    http://img265.imageshack.us/img265/4649/dscn0724.jpg

    Ahora bien, a ver si con esto van a cambiar los porros terapeúticos por unas pastillitas insulsas y se le acaba el chollo, malarrama.

    ResponderEliminar
  3. Exelente, tus cronicas van camino a ser la cantera perfecta para una novela contemporanea.

    Me gustaria nombrarte corresponsal oficial de mi blog para todo los estados unidos.
    Si aceptas publicaria breves fragmentos de tus relatos en mi blog, con un enlace para que los lectore se dirijan al tuyo para acceder al texto completo.

    ¿Aceptas mi propuesta?

    Saludos!!

    ¿Aceptas?

    ResponderEliminar
  4. Desde mi blog: Reflexiones al desnudo Veo que has aceptado ser corresponsal, vale.
    Un ´placer leerte y saludarte.

    ResponderEliminar