lunes, 2 de noviembre de 2009

Capítulo 5. Paranoia Inmobiliaria.

―Sí, ¿dígame? ―se manifestó una voz al otro lado del teléfono en un inglés casi ininteligible.
―Le llamo por el anuncio, ya sabe, ¿el apartamento que alquila en Venice?
―Ah, sí, sí. ¿Ha visto las fotos en la página web?
―Sí. Sería por dos meses, comenzando el 1 de noviembre. ¿Está disponible para esa fecha?
―Claro.
―¿Podría ir a verlo, digamos, mañana?
―Bueno… Verá, en realidad hay alguien viviendo en él todavía y no sé si será posible. Pero ¿ha visto las fotos, no?

Su acento francés era tan fuerte que durante un rato no supe qué contestarle: pensé que no le había entendido bien.

―Sí, he visto las fotos. Pero me gustaría ver también el apartamento.
―Ah, pues es exactamente igual que en las fotos. Si le parece nos vemos mañana para firmar el contrato. Son 1600 dólares al mes más la mitad de depósito.

Efectivamente, a pesar de que inglés era peor que el mío, le había entendido a la perfección.

―Oiga, mire. ¿No podemos quedar antes para ver el apartamento?
―Pero, si ya ha visto las fotos… ¿qué es lo que quiere ver?

Y entonces colgué el teléfono.

Encontrar apartamento en Venice me estaba costando más de lo que había pensado. Había tomado una decisión. Después de llevar casi un mes viviendo en un hotel estaba empezando a parecerme a uno de esos borrachos impenitentes, vendedores de seguros divorciados o ludópatas con la casa embargada que se convierten en clientes fijos de los moteles de carretera. Como debo mi conocimiento de este país exclusivamente a las películas, siempre había pensado que esta clase de personajes no era más que una especie de licencia poética, pero ahora comprendía por fin que detrás de ellos hay una verdad como un puño: en esta ciudad es más barato vivir en algunos hoteles que pagando una renta mensual por un apartamento.

Sin embargo, los hoteles tienen sus inconvenientes. Y el más terrible de todos era que en ninguno de ellos dejan fumar. Este síntoma inequívoco de la decadencia de la civilización occidental me causaba pavor, máxime cuando había llegado a la conclusión de que el único remedio efectivo para sobrevivir al esmog del modo de vida americano era darle una caladita ocasional a un porro de marihuana. Vivir en una ciudad extraña siempre me ha causado cierta inquietud. En un lugar desconocido, el miedo y el asco siempre pueden estar acechando a la vuelta de la esquina. Cualquier excusa puede hacer que se abalancen sobre ti: una excesiva sucesión de días especialmente aburridos, las dificultades de comunicación con los indígenas, la nostalgia por el hogar, el tener que soportar unas reglas sociales o un modo de vida que me resultaba incomprensible... Para casos como ésos, siempre que salía de mi país llevaba conmigo un porro de marihuana. El cannabis conseguía ahuyentar momentáneamente la náusea del miedoasco; pero puesto que solamente llevaba una única dosis conmigo, sabía que en cuanto me lo fumara, me encontraría completamente desprotegido. Igual que aquellas piedras de la playa, el porro funcionaba por tanto como un talismán. Cuando empezaba a sentir los síntomas de la náusea, que siempre se manifestaban como el aleteo de una mariposa subiéndome por la garganta, bastaba llevar la mano al bolsillo y acariciarlo para saber que podía fumármelo en cualquier momento y superar la situación. El resultado era que casi siempre volvía de viaje sin habérmelo fumado. Sin embargo, en esta ocasión las cosas estaban resultando mucho más complicadas. La superficie de mi talismán estaba húmeda de tanto tocarlo y ya apenas podía distinguirlo de la masa arrugada en que acababan convirtiéndose los billetes de un dólar en el fondo del bolsillo. Sabía que, de un momento a otro, acabaría fumándomelo, lo cual me causaba un pavor adicional.

Un día, mientras estaba meditando mi dilema, me vino a la cabeza como en esos flashes de capítulos anteriores que ponen al principio de las series, que precisamente en California era legal comprar marihuana, siempre y cuando consiguiera una receta. El problema estribaba en que no estaba permitido fumar la medicina del Dr. Kush, bajo ningún concepto, en otro sitio más que en tu casa. He visto muchas películas y sé lo que ocurre cuando la policía de Los Ángeles se encuentra fumando marihuana en la calle a un mexicano o a alguien de cualquier latitud inferior (aún no tenía muy claro en qué parte de Centroamérica estaba España). Hasta fumarme un cigarrillo de liar en la calle me aterrorizaba. Al cabo de varios días de mi llegada, mi mano ya había aprendido a esconderse instintivamente detrás de la espalda al ver pasar un coche de policía por la calle. La solución era buscar alojamiento en Venice, el barrio más liberal de Los Ángeles, aunque tampoco las tenía todas conmigo. Casi todos los anuncios de alquiler decían claramente “non-smoking apartment” y aunque me extrañaba que el dueño pudiera controlar de alguna manera si se fumaba dentro del apartamento o no, pensaba que los detectores de incendios que había en casi todas las viviendas tenían que algo que ver con esa prohibición. Los detectores me producían una fuerte sensación de paranoia. ¿Serían tan sensibles como para saltar con el humo de un porro, o para el caso, de un cigarrillo? ¿Y si se disparaba la alarma al encender la medicina del Dr. Kush? ¿Cuáles serían las consecuencias?

El ojo que todo lo ve.

―Hemos hablado hace un rato por teléfono ―le dije a la chica que acababa de abrirme la puerta del siguiente de los apartamentos de mi lista.
―Pasa, pasa.

La vivienda era bastante decente. Mucho más de lo que esperaba, pues su dueña, o a quien yo tomé por tal, no había puesto ninguna foto en Internet. Aunque era un poco cara para su tamaño, me gustaba lo que estaba viendo; y para variar, era agradable el que la chica insistiera tanto en que inspeccionase todos los rincones de la casa, cosa que no siempre me resultaba sencillo debido a sus dos chihuahas, que me perseguían ladrando sin parar.

―Aquí está la cocina ―dijo la chica mostrándome una cocina americana anexa al salón―. El anuncio decía que el piso estaba amueblado, pero se me olvidó añadir que también te dejo vajilla, cubiertos, sartenes, todo lo que necesites.

Mientras me daba la espalda para abrir las alacenas y cajones donde se encontraban los artículos que me iba mencionando, aproveché para apartar a los perros con el pie y concentrar mi atención en el único detalle que necesitaba verificar para decidir si quedarme o no con el apartamento. De momento parecía todo en orden, no veía por las paredes ninguno de esos malditos detectores de incendios. ¿Estaría escondido en algún rincón? Jodidos perros. Tal vez ella fumara y por eso no había puesto detector. Al menos, si tuviera un cenicero a la vista, así sabría…

―Éste es el futón, se abre y se convierte en una cama. Armario empotrado. Y, ¡ah, el cuarto de baño! Mira, ven. Esto es lo mejor. Porque tiene algo que normalmente no suele haber en ningún apartamento.

¿Me estaría leyendo el pensamiento? ¿Habría adivinado el significado de mi expresión de ansiedad?

―Una bañera ―dijo con los ojos abiertos de par en par mientras la señalaba.
―Oye, perdona. Quería hacerte una pregunta. ¿Se puede fumar en esta casa?

La chica se me quedó mirando con cara de espanto durante un rato.

―Oh, no, no, no ―dudó un momento antes de proseguir―. Los dueños no lo permiten bajo ningún concepto.
―¿Los dueños?
―Bueno, es que el piso es un subarriendo. Por eso no puse fotos en Internet. Sus propietarios viven en el apartamento de al lado. De hecho, los dos pisos están comunicados por una puerta. Son un poco curiosos, pero no pasa nada. Ya les he dicho que me voy a ir por dos meses, y que durante el tiempo que esté fuera se va a quedar una amiga… es decir, un amigo… bueno, alguien. Es sólo que son un poco charlatanes y les gusta hacer preguntas.
―Pero ¿y si no les gusto y…? ―empecé a decir mientras buscaba con la mano mi talismán en el fondo del bolsillo.
―¿Por qué no les vas a gustar?

Se me ocurrían mil motivos: ojos inyectados en sangre, aliento de fumador, por no hablar de la inmensa variedad de olores exóticos que el producto local podía dejar en mi ropa. Era más que seguro que me denunciarían a la primera de cambio. ¿Quién sabe si en estos momentos no estarían… espiando? Ya estaba sintiendo las mariposas en la garganta. Me había parecido oír el sonido de una puerta abriéndose. En cuanto la chica se dio la vuelta para abrir otra alacena, desaparecí de allí lo más rápido que pude.

En calidad de aficionado al género negro siempre me había llamado la atención que muchas de las mejores novelas y películas de este tipo ambientadas en Los Ángeles trataran de alguna manera u otra el problema de la especulación inmobiliaria. L.A. Confidential, Inherent Vice, Chinatown, y sobre todo: ¿Quién Engañó a Roger Rabbit? No nos olvidemos de que el villano de esta película quería expropiar Dibúlibud para construir una enorme urbanización con centro comercial. Visto de esa manera, estas historias de detectives son, en cierta forma, literatura social. Uno no se puede imaginar lo que es la especulación inmobiliaria hasta que conoce Los Ángeles, incluso viniendo de un lugar donde el alojamiento es tan desproporcionadamente caro como Madrid. Había encontrado muy pocos anuncios de arrendatarios particulares, que eran además, los únicos que estaban dispuestos a alquilar algo por el corto periodo de tiempo que yo necesitaba. Esto se debía a que, en Los Ángeles, la gran mayoría de los apartamentos y casas en alquiler son propiedad de empresas privadas. Uno de cada cinco edificios de apartamentos tiene el cartel de “vacancy” colgado, así que es fácil imaginar la cantidad de alojamiento vacío que hay en la ciudad. Puesto que para una empresa el coste de un apartamento vacío es virtualmente igual a cero, les resultaba mucho más conveniente que siguiera desocupado antes que rebajar el precio del alquiler para ajustarse a la demanda. De ese modo los precios seguían hinchándose artificialmente.

En cuanto a comprar una casa, sólo había que mirar los anuncios de agentes inmobiliarios pegados en los bancos de las paradas de autobús para figurarse la pesadilla que podía ser aquello. Uno consigue un buen trabajo en la ciudad, el banco pone buenos ojos a la hipoteca y, cuando crees que por fin vas a poder descansar por las tardes sentado en tu sillón mientras endulzas con un poco de cannabis una película de Godzilla contra Mothra, te das cuenta de que, para comprar una casa, vas a tener que llamar a esta señora:


“¡No hagas ni un solo movimiento sin mí!”, dice el anuncio. No, señora; no lo haría por nada del mundo. De hecho, sigo en mi sillón paralizado del susto. El humo de marihuana acaba de penetrar en lugares de mis pulmones adonde en una situación normal nunca hubiera podido acceder, y no puedo moverme por el ataque de tos. ¿Qué clase de persona querría comprarle una casa a esta Bruja Malvada del Oeste salida de Corazón Salvaje? Personalmente yo preferiría que mi casa siguiera firme en el suelo al primer vendaval que se desate. Nuestra segunda opción es Jack Bitton:


A primeras luces parece una elección mucho mejor que la anterior, pero un análisis en profundidad nos sacará de nuestro error. Jack parece un tipo serio. De hecho recurre a un viejo refrán para demostrarlo: “Mucho trabajar y poco jugar… hacen de Jack un gran agente inmobiliario”. Si obviamos que, según el refrán original, lo que harían de Jack mucho trabajo y poco juego es “a dull boy”, esto es, un chico aburrido, hay que decir que al menos ha intentado poner una sonrisa genuina en la foto. Bien, Jack, digamos que eres un tipo enrollado, uno de esos que hace chistes mientras te intenta vender una casa y cuenta divertidísimas anécdotas de cuando estudiaba empresariales y se escondía las fórmulas de actualización financiera detrás de la calculadora. Sin embargo, hay algo en tu sonrisa que resulta incómodo, ¿verdad Jack? ¿Esa tirantez en la comisura de la boca? ¿Ese pequeño estremecimiento del labio inferior? Tus amigos también se han dado cuenta de ello durante alguna de tus barbacoas de domingo, pero se limitan a mirarte con embarazo, sin decirte nada. No saben de los ataques de ansiedad que sufres cada noche al llegar a casa, ni de las discusiones en la cama con Jenny, ni de la cara que puso tu hijo el sábado pasado cuando no pudiste ir a verle jugar al beisbol porque estabas demasiado ocupado, ni de la pistola que guardas en tu escritorio…

Pero no seamos tan duros con Jack, al fin y al cabo éste es un país muy competitivo. Es sólo que, Jack, quizá sería mejor ensayar una sonrisa más radiante e, incluso, adoptar una postura más decidida. En definitiva, mostrar un poco más de confianza en ti mismo. ¿No has probado nunca a leer un libro de autoayuda? ¿Por qué no haces caso a Jenny cuando te dice que leas todos esos libros que recomienda Oprah? Tu colega Ron Wynn lo ha hecho y mírale, ¡qué seguridad! ¡Qué prestancia! Ha conseguido borrar de su sonrisa cualquier signo que pudiera delatar el miedo, el asco o el tedio…




Aunque, bien mirado, creo que me gustaría tomarme unas cañas con Jack en cuanto consiga tener esa crisis que tanto viene necesitando, y preguntarle si la expresión de tahúres que ponen todos los agentes inmobiliarios en las fotos se debe a un intento de atraer compradores, o si por el contrario se trata de que el vendedor llame para poner su casa en sus manos. Porque yo estoy seguro de que ese Ron Wynn sería capaz de venderle una chabola a la Reina de Inglaterra y convencerla de que es el Palacio de Buckingham.

Así es como funciona el negocio inmobiliario en esta ciudad. O al menos yo estaba convencido de que así era, aunque mi opinión tampoco es que sea demasiado fiable que digamos. No olvidemos que, de momento, sigo corriendo calle abajo en la creencia de que unos propietarios a quienes ni siquiera he alquilado el piso me persiguen después de haber alertado a la policía. Pero hagamos una pequeña elipsis (¡es la magia de la literatura!) y precipitémonos hacia el final de esta historia, que tiene lugar en cuanto llamo a la puerta de mi tercera y última opción de alojamiento:

―Adelante ―dijo la mujer, dándome acceso al jardín de su casa, donde se encontraba un hombre, presumiblemente su marido, jugando con tres niñas pequeñas.

Al llegar a la dirección que figuraba en el anuncio, me sorprendió encontrar un chalé en lugar de un edificio de apartamentos. Decía claramente que era un estudio lo que se alquilaba, no una habitación en una casa particular… De nuevo, empecé a ponerme nervioso y a recibir vibraciones amenazadoras de la dueña, como si al tenderle la mano ella se hubiese dado cuenta de quién era yo realmente. Aunque me pregunté qué podía ser aquello tan terrible que había descubierto en mí, su reacción hostil me pareció completamente natural y justificada.

―El estudio está en el piso de arriba, como si fuera un ático ―dijo la dueña en una actuación digna de Óscar, haciendo como si no hubiera sentido aquella colisión de placas tectónicas―. Sígueme, es por aquí. Se entra por la escalera que está en la parte de atrás. Como ves, el ático es completamente independiente. No hay ninguna puerta que lo comunique con la casa.

¿Por qué estaba siendo tan amable? ¿Acaso era algún truco? Cuando llegamos a la entrada del estudio, al final de la escalera, asentí para mí mismo. Debía de tratarse de una buhardilla cochambrosa de ésas que se utilizan como trastero. Habrían puesto una cama dentro, la puerta y la escalera para darle una cierta apariencia exterior, y pensaban que con eso ya podían desplumar al primer europeo que pasara por allí. Pero estaban muy equivocados conmigo, porque no pensaba vivir en ningún cuchitril. Si no tenía más opción, prefería vivir debajo de un puente, o seguir siendo una licencia poética en un hotel de borrachos.

―Y aquí tienes el estudio ―dijo ella dándome paso al interior―. Cocina totalmente equipada, salón independiente, cama, sofá ―¿Qué estaba pasando aquí? ¿Por qué no había un futón extensible en lugar de cama? ¿Por qué el estudio era tan grande y luminoso? Las comodidades eran tantas que la cabeza me daba vueltas; las paredes y el techo se movían a mi alrededor―. Televisión por cable, Internet (puedes utilizar la wifi o bien puedes conectarte con un cable ethernet), este pequeño cuarto es el armario y, se me olvidaba, aquí está el baño.
―Mmmh, tiene bañera ―dije.
―Claro ―contestó ella como si no pudiera ser de otra manera.

Durante un instante se me pasó por la cabeza que justo había ido a dar con una especie de versión suburbana de la Familia Manson, y que era el mismísimo Charlie en una encarnación femenina a quien tenía delante de mis ojos, intentando engatusarme con todo tipo de comodidades a un precio bastante razonable para que me quedase a vivir con ellos. Mi habitual sentido común me indicó que me pusiera a gritar o que saliese corriendo de nuevo, o preferiblemente, que hiciera las dos cosas a la vez, pero en lugar de eso, inexplicablemente, me di cuenta de que la dueña de la casa había perdido de repente el aspecto amenazador que hacía un momento me había parecido que tenía y, de hecho, empecé a pensar que, en realidad, era simpática y que quizá lo que ocurría era que estaba diciendo la verdad.

―Lo cierto es que… me gusta el estudio ―le dije―. Pero creo que necesito un par de días para pensarlo.
―Tómate todo el tiempo que quieras ―contestó―. De momento has sido la única persona que ha venido a verlo.

Quedé en llamarla para comunicarle mi decisión, pero según bajaba las escaleras intuí que no le haría esperar demasiado. De vuelta en el jardín, el marido se despidió con un apretón de manos, sin soltar la manguera con la que se había puesto a regar, y al salir de la finca me volví a encontrar con las niñas, que habían montado con unas pocas tablas un puesto de limonada en la acera.

―¿Quieres un vaso? ―dijo la mayor, que tendría seis años.

Pero antes de darme tiempo a responder, la niña había extendido su brazo hacia mí ofreciéndome la limonada. Miré el contenido del vaso con los últimos restos de sospecha que quedaban en mi interior. Creí distinguir unas partículas desconocidas orbitando en la superficie y por un momento volví a pensar en Charlie Manson. Mientras contemplaba lo que probablemente no eran más que restos de pulpa, se me ocurrió una idea fabulosa: ¿y si toda esa náusea paranoica que sentía desde que había llegado a este país era simplemente producto de la soledad? La posibilidad de que fuera así me pareció tan absurda y poco verosímil que decidí que tenía que ser cierta. En un repentino acceso de valentía, cerré los ojos y me bebí la limonada de un solo trago. Cuando volví a abrirlos, las tres niñas sonreían de oreja a oreja. Había bebido tan deprisa que me había manchado la camiseta de limonada. Me reí con ellas.

―Oye ―le dije a la mujer, que había vuelto al jardín y estaba rastrillando las hojas caídas al suelo―, ¿cuánto dijiste que era el depósito?
―Doscientos cincuenta ―respondió levantando la mirada del césped.
―Resulta que llevo conmigo esa cantidad. No voy a perder más el tiempo, me quedo con el estudio. Te lo pago ahora mismo y eso que nos quitamos de encima.

Cerrada la transacción, la mujer volvió a lo que estaba haciendo, pero cuando me giré para salir a la calle, me encontré de nuevo con la mano de la niña, esta vez con la palma extendida hacia arriba.

―Nos debes un dólar.

Efectivamente, en el puesto había un cartón, al que, por supuesto, no le faltaban las faltas ortográficas que prescribe el tópico, según el cual el vaso de lemonaid no era ni mucho menos gratis, lo que es más: costaba exactamente la cantidad que me exigía la niña. Al fin y al cabo esto era América, ¿no? Me metí la mano en el bolsillo y saqué del interior un gurruño de papel que le entregué de inmediato a mi acreedora. La niña se quedó observándolo, y enseguida levantó la mirada con expresión de perplejidad. Al parecer había confundido la húmeda textura que el señor Lincoln adquiere en el fondo de los bolsillos con mi porro de marihuana, y eso era precisamente lo que había depositado en su mano en lugar de un dólar. Con un rápido movimiento retiré el porro de su mano y lo sustituí de forma casi imperceptible por un billete que saqué del otro bolsillo. Mis reflejos fueron tan veloces que la niña creyó que se trataba de un truco de magia. Sus hermanas se unieron a ella para pedirme que lo repitiera y no dejaron que me fuera hasta haberles prometido que les enseñaría muchos otros trucos cuando me instalara.

Sí, estaba convencido de que aquel lugar era el idóneo para mí y que a aquella buena gente no les importarían mis peculiaridades, especialmente a las niñas, que habían sido las primeras en celebrarlas. La náusea había desaparecido por completo y, durante el instante que dura el flash de una cámara fotográfica, tuve la impresión de haber aprendido algo, no sé muy bien el qué, pues se me olvidó con la misma rapidez con la que, deslumbrado, uno cierra los ojos y, cuando los vuelve a abrir, ya te han hecho la foto. Sea como fuere, algo me decía que el miedo y el asco tardarían mucho en volver. Mirando a uno y a otro lado por encima del hombro, volví a sacar el porro que le había quitado a la niña y decidí que ya no iba a necesitarlo. Mientras iba de camino al hotel, debatiendo si tirarlo en cualquier papelera o regalárselo a alguno de mis nuevos vecinos de la playa de Venice, me dije: ¡qué carajo! El día de la mudanza me lo fumo en mi apartamento al atardecer. Después de tanto esfuerzo, bien que me merezco celebrarlo. Y entonces pensé en que lo mucho que me gustaba dejarme caer en el sofá al llegar del trabajo, encender un porro y entregarme a aquella suave mezcla de embriaguez y sueño mientras mi atención avanzaba torpemente a través de alguna película mala de monstruos, incapaz de entender lo que ocurría en la pantalla, pero sin poder sustraerme a la certeza de que si los zombis asaltaban un centro comercial o Godzilla destruía Tokio, era porque alguien lo había decidido así, alguien que por supuesto no tenía nombre, pero cuya presencia no era difícil intuir detrás de las imágenes, como si a través de ellas estuviera advirtiendo del castigo que en cualquier momento podía acarrear la hibris de nuestra civilización. ¡Ah, la dulce paranoia cannábica con sus instantes de lucidez, tan diferentes a la oscuridad y el miedo de la paranoia cotidiana! ¡Cómo la echaba de menos! Casi un mes llevaba sin poder saborearla, pero ya no tendría que esperar más tiempo. En cuanto me mudase sólo tendría que bajar a la playa y adquirir de forma totalmente legal mi estimulante favorito en cualquier dispensario. Justo entonces el flash de la cámara se volvió a disparar, sólo que esta vez la imagen permaneció en mi mente; las paredes y el techo, que dentro del apartamento no habían hecho más que dar vueltas en una bruma informe, ahora se habían quedado inmóviles dejándome ver, como si me encontrara allí dentro de nuevo, un pequeño detalle del que en aquel momento de confusión no me había percatado, y que ahora regresaba de nuevo a mi memoria.

Justo en el centro del techo del estudio había un detector de incendios.

Y de nuevo empecé a sentir aquel aleteo de mariposas subiendo por mi garganta que preludiaba el regreso de la náusea.






7 comentarios:

  1. Y aquí ya me he levantado y me he puesto a aplaudir al monitor. Qué grande. Y qué ganas de ir a visitarte, macho.

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  2. Muchas gracias, Carlitos! Pues ya sabes, cógete un avión cuando quieras, que aquí en la nueva casa hay un montón de sitio. Nos alquilamos unas tablas y a hacer surf. Death to the flatland people, beach doperz rulez!

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  3. sí ya digo yo que tenías que recuperar la buena literatura creativa (porque esto parece nuevo periodismo pero ya sé yo que lo de cambiarle el porro a la niña a esa velocidad es incompatible con tus reflejos habituales, ejem). Por supuesto, espero más...

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  4. Plas plas plas!!!
    Enorme, señor malarrama, enorme.

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  5. Me ha encantado, Robert. Magistral. Si lo superas, no sé qué voy a poder decir ya. Has puesto el nivel muy, muy alto.

    Abrazos,

    Jorge

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  6. Hats off.

    Espero con impaciencia su siguiente entrada.

    Dani zombie.

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