Nada.
No
ocurrió nada.
Eso
es lo que ocurrió. Tres meses viviendo en Los Ángeles, esperando a que
floreciera algún tipo de argumento en mi historia es lo menos que se puede
esperar de la meca del cine; pero lo cierto es que, después de haberme
procurado un hogar en la casa de la limonada y una cantidad suficiente de
marihuana como para apaciguar mi persistente estado de paranoia, dediqué el
tiempo restante a hacer lo que se supone que había ido a hacer allí. Acabar mi
tesis doctoral.
Tal
vez se me pasó hablar de ello. Soy muy olvidadizo. Pero lo cierto es que si me encontré
varado durante tres meses en Los Ángeles, fue porque había ido a visitar a una
celebridad. Ninguna de las que salen en la televisión o en la gran pantalla,
claro está; sino una de esas oscuras celebridades del mundillo académico cuyos
libros solo han leído tres o cuatro estudiosos en todo el planeta. Mi
celebridad, David Kunzle, era un agradable anciano a punto de jubilarse que, de
joven, había sido becario de uno de los más importantes historiadores de arte
del siglo XX, Ernest Gombrich. Mientras trabajaba con sus asistentes, a
Gombrich le gustaba practicar con ellos un juego cruel. Cuando se trataba algún
tema que era de su agrado, Gombrich se quedaba de repente callado, sujetándose
la barbilla con un gesto digital muy meditado, y al cabo de un rato, expresaba
en voz alta un deseo retórico: "Sería maravilloso si alguien se atreviera a escribir sobre esto, ¿verdad?". (La
escena, en mi mente, se parece bastante a aquel número de Gila en el que
interpreta a un detective que, para detener a un sospechoso, se pone a pasear
cerca de él mientras musita: "Alguien ha matado a alguien... y no quiero
señalar"). David debió de ser el más incauto de sus ayudantes, pues cuando
Gombrich musitó sin señalarle que "sería maravilloso si alguien se
atreviera a escribir una historia de las tiras cómicas desde la imprenta hasta la
actualidad", sin pensarlo dos veces, él se atrevió a confesar: "He
sido yo".
Por
supuesto, la redacción de tal historia le ocupó prácticamente el resto de su
vida, dejándola inconclusa, como no podía ser de otra manera. Pero los dos
libros que escribió sobre ese tema me atrajeron hacia él como fan de un star system oculto en busca de su
celebridad más ignota. Sus investigaciones me iban a ser de mucha utilidad para
dar los últimos retoques a mi tesis doctoral sobre la función de la propaganda
en los cómics de la Alemania nazi. Me presenté en su despacho de la facultad de
Arte de la UCLA con todos mis papeles y una beca de investigación para trabajar
con él durante esos tres meses, pero a pesar de que mi visita había sido
convenientemente anunciada y aprobada de antemano, y que, además, David me
recibió con los brazos abiertos, éste se mostró extrañado de que alguien
viniera de tan lejos para hablar con él sobre algo que había escrito hace tanto
tiempo y sobre lo que ya casi no se acordaba de nada.
—Además —añadió—, en
unas semanas me voy a Chile para estudiar el impacto de la imagen del Ché en el
arte popular sudamericano.
Aún
se notaba en su suelta vestimenta y en sus amplias camisas de gasa la
influencia de Berkeley, su alma mater;
el Berkeley de principios de los setenta, claro está. "Una vez, visitando
Madrid", me dijo el día en que nos presentamos, tras preguntarme por mi
lugar de origen, "un guardia civil me detuvo en la Plaza de España por
haberme sentado en el césped a hacer yoga. Fue antes de que muriera Franco.
Debió de pensar que era una especie de agente contaminante. 'No sé cómo serán
las cosas en su país', me explicó el guardia civil, 'pero aquí, no nos gusta que
venga la gente de fuera a hacer el mamarracho'".
Básicamente,
esa fue la situación. Me encontraba en Los Ángeles, la única ciudad del mundo
cuya sola razón de ser es la narración visual, estudiando los orígenes de las
formas más antiguas que dicha narración había dado, con un ex hippy fantasmal
que, tan pronto como había aparecido, se desmaterializó. Sin embargo, no puedo
decir que me molestara la prematura salida de escena de David. Durante el
tiempo que pasé con él, tuvimos muchas conversaciones que me fueron muy útiles
para acabar mi tesis (aunque, en realidad, ésta poco tuviera que ver con su
especialidad) y, después de su partida, el despacho se quedó lo suficientemente
tranquilo como para poder escribir. Y escribir fue lo que hice. Encerrado al
principio en el despacho, aunque cada vez con mayor frecuencia me quedaba en mi
habitación de la casa de la limonada, tecleaba día tras día mientras fumaba el
producto californiano de primera calidad que me procuraba en los dispensarios
de la playa.
Cuando
llegaron mis padres de visita, a comienzos de noviembre, poco pude mostrarles
de mi vida allí, pues ésta era virtualmente inexistente. Como mucho, podía
enseñarles alguna página de mi tesis, pero me resistí a ello por un motivo muy
sencillo. Mi vida en el ático de aquella pequeña casa de suburbio
spielbergiano, cuyo detector de humos inutilicé hábilmente con un
destornillador, se estaba pareciendo cada vez más al hotel Overlook de El Resplandor y temía que, un buen día,
se me ocurriera echar un vistazo a lo que había escrito y que lo único que
hubiera impreso en las hojas fuese la frase "No por mucho madrugar amanece
más temprano", repetida una y otra vez.
La
llegada de mis padres fue accidentada y estuvo llena de miedo, de asco y de mi
vieja compañera: la dulce paranoia. Mi madre me había anunciado días antes sus
aviesas intenciones:
—Voy a
llevarte un jamón serrano, porque allí no tendrás —amenazó—. Yo no sé cómo
podéis vivir en sitios así.
Le advertí
muy seriamente en contra de ello. Pasar por la aduana con alimentos sin
declarar era una violación evidente de una ley federal y, en cuanto abrieran su
maleta, sería detenida de inmediato y, lo que es peor, la pata de jamón le
sería confiscada.
—¿Es que no
te acuerdas de la película aquella con Sofía Loren? —le expliqué haciendo uso
del único lenguaje en el que madres e hijos pueden comunicarse fluidamente: el
de las viejas divas—. ¿No recuerdas lo que le pasa con la mortadela? La
retienen durante semanas en el aeropuerto y, al final, como no tiene nada que
llevarse a la boca, acaba teniendo que comérsela.
Mi madre
emitió una risa telefónica, tal vez halagada por la comparación con la Loren,
confundiendo sin duda con una broma la aterradora imagen a la que mi
imaginación me enfrentaba: la de mi progenitora abandonada a su suerte en un
país inhóspito con un pernil ibérico como única herramienta para la
supervivencia. Sus palabras no hicieron mucho por tranquilizarme:
—La Loren
será la Loren, hijo —aclaró para poner las cosas en su sitio—. Pero yo, soy tu
Madre.
Así que
allí estaba yo, esperando a que acabaran de salir todos los pasajeros del vuelo
de Madrid, sin que mis padres dieran la menor señal de vida. ¿Habrían perdido
el avión sin tener la oportunidad de avisar antes? ¿O sería que, finalmente, mi
madre había cumplido con su amenaza y estaba siendo ahora sometida al tercer
grado en algún cuarto oscuro? Estaba empezando a ponerme nervioso, cuando mi
madre atravesó la puerta del hall de
llegadas arrastrando una maleta y con una sonrisa de oreja a oreja.
Los abrazos
y la alegría al ver que, por suerte, mi madre no se había convertido
involuntariamente en la protagonista de una película italiana, me impidieron
darme cuenta al momento de que había un error en aquella escena, algo que no
estaba en su sitio. Algo que faltaba.
—¿Dónde
está papá? —pregunté cuando al fin se hizo la luz.
—Ah. Está
todavía adentro —me explicó con una tranquilidad absoluta—. Le han metido en un
cuarto para interrogarle.
"¡El
jamón!", exclamé. "¿Qué has hecho, madre? Te dije una y otra vez que
no lo trajeras". Ahora que estaba empezando a acostumbrarme a mi
no-existencia en la ciudad de Los Ángeles, me iba a ver forzado a reconsiderar
mi situación, pues acababa de convertirme precisamente en lo que más temía: un
prófugo de la justicia, y no de cualquier clase, sino un miembro destacado, el
enlace en Estados Unidos, de una familia criminal.
—No te
preocupes por el jamón —trató de tranquilizarme ella—. Lo tengo aquí, en la
maleta; a buen recaudo. ¿Creías que iba a dejar que se quedaran con él? No
conoces a tu madre. El guardia de aduanas ha mirado mi maleta y me ha
preguntado en inglés si llevaba más de diez mil dólares en el equipaje —la
cantidad máxima de dinero permitida—. "Qué más quisiera yo", le he
contestado en español. Así que se ha echado a reir y me ha dejado pasar sin
abrir mi maleta.
—¿Y
entonces, papá?
Mi madre se
encogió de hombros.
—Le han
confundido con un terrorista.
No sé si
fueron mis ojos saliéndose de sus órbitas como un dibujo animado de la Warner, o
el persistente modo en que me chocaba con las paredes del hall mientras me agarraba la cabeza con las manos, pero el caso es
que uno de aquellos dos síntomas del inminente ataque de pánico al que estaba a
punto de sucumbir hizo que mi madre, de repente, estallara en un ataque de
risa.
—No te
preocupes, hijo. Ya nos lo devolverán —me explicó, sin que sus carcajadas
contribuyeran mucho a serenarme—. Es que han confundido su segundo apellido con
su verdadero nombre. Dicen que aquí, en Estados Unidos, se llama Francisco
López. Y por lo visto tienen a otro Francisco López en su lista negra. Un
contrabandista mexicano, parece ser. Pero lo primero es lo primero y, ahora, lo
único que importa es que por fin estamos los tres aquí. Tú, yo y el jamón.
Efectivamente,
mi padre apareció poco después, confirmando que se había tratado de una
confusión rutinaria, parecida a la que yo había sufrido al aterrizar en LAX. El
resto de la visita transcurrió con normalidad. Aparte de los negativos comentarios
que le merecía la comida y el bochorno que le supuso contemplar los
dispensarios de marihuana en Venice a puerta de calle, la opinión de mi madre sobre
la ciudad de Los Ángeles, y sobre los Estados Unidos en general, quedó
firmemente asentada al pasar por delante de un motel en Hollywood Boulevard.
—Cuando veo
uno de esos moteles —nos explicó—, no puedo dejar de pensar que en todas las
habitaciones hay un niño sentado sobre la moqueta jugando con un camioncito de
plástico, esperando a que vuelva su secuestrador.
No le dije,
por supuesto, que había pasado mi primer mes viviendo en uno de esos moteles.
—Y esto
—dijo refiriéndose al famoso paseo de las estrellas, mucho más pequeño y
estrecho de lo que siempre parece en las películas—, con todas esas palmeras,
me recuerda a Torremolinos. Pero sin glamour.
Y dicho
esto, partieron. El caso es que, pese a mis miedos y después de releer lo que
llevaba escrito y comprobar que ni mi encierro ni la marihuana habían hecho que
me reencarnara en Jack Nicholson, pude acabar mi tesis sobre tebeos nazis,
volver a España e incluso ganar con ella un premio especial de doctorado. (Aquella
noticia calmó, durante unos días, mi tradicional angustia ante la falta de una
misión en la vida. Una escena se repetía en bucle en mi cabeza. En el acto de
entrega de los premios, recibía el galardón de manos del ministro de educación,
ocasión para la cual me había vestido con una camiseta en la que se podía leer
uno de los axiomas favoritos del tío Hunter: "Los cerdos de hoy son el bacon
de mañana". Por supuesto, la escena nunca tuvo lugar. La entrega consistió
en un trámite meramente administrativo que me despojó del papel para el que me
había estado preparando después de treinta años de estudios: el de angel
vengador).
Pese a los problemas
y una bonita diabetes crónica que me traje de regalo de aquel primer viaje a
California (las madres siempre tienen
razón), las cosas no habían salido mal después de todo: tenía un buen trabajo
en una universidad privada donde me pagaban por dar clase de literatura
infantil.
Así que te
preguntarás, querido lector, ¿qué hago aquí, ahora, rumbo de nuevo a
California, en el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, esperando a que llegue mi
turno de pasar por el escáner una mochila llena de setas psilocibes? Un
momento. La mochila no está llena de drogas, no hay que exagerar. Tan solo he
envuelto cuatro gramos de hongos secos en papel de cocina y, luego, he
introducido el rebujo en el estuche donde llevo la insulina. No te creas: he
tramado mi plan meticulosamente. Siempre que he de tomar un avión, he de pasar
mi estuche de diabético, dentro de la mochila, por el escáner. Y éste nunca
detecta nada extraño en su interior. O si lo detecta, nunca me dicen nada: viajar
con insulina debe ser lo suficientemente común como para no inspeccionar el
equipaje de los diabéticos, o solicitarles un informe médico, a pesar de que
las posibilidades de secuestrar un avión con una pluma de insulina son
exponencialmente mayores que las de hacerlo con una botella de champú. Y en
caso de que me hagan abrir el estuche, discurría yo mientras terminaba de
dibujar un plano de la zona de control de equipajes en mi oscuro y secreto
cubículo del mal, lo único que verán es la insulina. Se trata ya de por sí de
una droga lo suficientemente poderosa como para que se molesten en buscar más.
¿Quién se
va a imaginar que bajo la insulina se esconde una de las sustancias más
poderosas que ha dado la naturaleza, el maravilloso descubrimiento botánico que
hizo en México Robert Gordon Wasson, micólogo y vicepresidente de la Banca
Morgan? Cuando se me ocurrió, cinco años después de mi primer viaje a
California, tomar un avión primero a Philadelphia y luego a San Diego para
visitar a mi amiga Esther, una especialista en cómic estadounidense a la que
conocí en Copenhague, me dije que sería imperdonable volver a la cuna de la
vestimenta suelta y las camisas ámplias sin los medios necesarios para
ensanchar un poco las fronteras espacio-temporales de mi viaje.
Mi plan
había salido a la perfección. Me encontraba sentado cómodamente en el avión y,
a pesar de que el despegue se había retrasado dos horas, nada me podía quitar
la sonrisa de la boca. Llena de dientes. Hasta que me acordé de algo que le
había pasado al tío Hunter cuando le invitaron a presentar la película de Miedo y Asco en Las Vegas en el festival
de cine de La Habana. Estaba a punto de aterrizar, cuando cayó en la cuenta de
que, en un pastillero, dentro de su neceser, quedaban los restos de una pequeña
cantidad de cocaína que se había llevado a una fiesta la noche anterior. Preso
de su proverbial paranoia, se deshizo como pudo de la cocaína tirándola por el
váter, aunque con las sacudidas del avión, los polvos volaron por todas partes.
Las azafatas acabaron sacándolo del baño a rastras, después de un buen
concierto de golpes en la puerta, sin sospechar que el motivo por el que Hunter
se resistía a volver a su asiento no era que se hubiera encerrado a fumar un
pitillo a escondidas, sino que se estaba tomando su tiempo para limpiar de restos
de cocaína el espejo, el lavamanos y la plataforma para cambiarle los pañales a
los bebés.
Al pasar el
control de aduanas con la serenidad que la había dado el saberse limpio, se
encontró con que había ido a buscarle al aeropuerto el mayor y más famoso de
entre sus discípulos: Johnny Depp. Con él compartía una de sus aficiones
preferidas, el gusto por las armas, y apenas dieron unos pasos fuera del
aeropuerto, Depp se sacó del pantalón una enorme pistola.
—¿Te gusta?
—le preguntó mientras le hacía admirar su Magnum—. Es una Desert Eagle. Mi
última adquisición.
—¿Has
comprado eso en La Habana? —dijo Hunter, sorprendido.
—¿Aquí?
¿Estás loco? La he traído de casa para enseñártela.
Hunter se
quedó perplejo. ¿Cómo había podido pasar semejante pistolón por la aduana?
—Muy
sencillo —contestó Depp—. Saltándome el arco cuando el guardia no miraba.
"Saltarme
el arco, saltarme el arco". Pasé todo el viaje repitiéndome la frase como
un mantra para calmarme. Al recordar aquella anécdota, caí en la cuenta de algo
en lo que no había pensado hasta entonces. En los Estados Unidos, la
psilocibina que contienen los hongos, no tiene la misma consideración que la
marihuana. Es una sustancia controlada tipo 1, lo cual quiere decir que su
posesión y, más aún, su tráfico, conlleva las mismas penas que la cocaína o la
heroína, a pesar de tratarse de una droga con escaso potencial adictivo, haber
sido utilizada en el pasado con fines terapéuticos o, ahora que lo pienso, ser
yo mismo un doctor; qué demonios, ¡un doctor extraordinario! ¿No me investía
eso de ciertas prerrogativas?
Además, al
haberse retrasado el despegue al salir de Madrid, iba a perder sin duda el
vuelo de conexión a San Diego, por lo que tendría que pasar la noche en
Philadelphia. Lo cual multiplicaba considerablemente las posibilidades de error
en mi plan, ya que no solo tendría que pasar la aduana en Philadelphia: me
harían sacar las maletas del aeropuerto y volver a la mañana siguiente, momento
en el que mi equipaje de mano pasaría un nuevo control y esta vez tendría que
enfrentarme a los temibles y poderosos escáneres estadounidenses, con una
tecnología de vanguardia veinte años por delante de la que tenemos en Madrid.
A las cinco
y media de la mañana del día siguiente, mi mochila era bombardeada de nuevo con
potentes rayos X, mientras me hacían pasar por el arco, silbando nerviosamente
una melodía al azar para tranquilizarme. Mi cerebro me jugó de nuevo una mala
pasada porque, preso de la ansiedad, había elegido como mantra las notas de Dixie, el más popular de los himnos
confederados durante la Guerra de Sucesión. Melodía que, precisamente, no era
bien recibida en Pennsylvania, cuna de los quákeros fundadores y sede de una de
las logias masónicas más antiguas de los Estados Unidos. El oficial negro que
controlaba el escáner apartó la vista de la pantalla al escucharme y me miró
con los ojos entornados antes de hacerme coger la mochila y ordenarme que
siguiera mi camino.
![]() |
Welcome to the U.S. of A. |
Solo luego
me di cuenta de que no tenía nada que temer, pues en esta ocasión había
facturado mi estuche de insulina con el equipaje en bodega, temeroso de los
avances de la ciencia del procesado en masa de inmigrantes. El vuelo hasta
Phoenix, y desde allí hasta San Diego, transcurrió sin mayores incidentes. Mi
maleta salió del carrusel del aeropuerto de San Diego con sus contenidos
intactos y un viejo conocido, el sol de California, salió a recibirme cuando se
abrieron las puertas automáticas de cristal. Tengo que reconocer que estaba un
poco decepcionado por no haber alcanzado el clímax criminal que mis peores
temores habían anticipado. Había pasado tres meses en Los Ángeles tratándolo de
evitar, llenándome de miedo y asco ante la sospecha de que cada uno de mis
movimientos, cada una de las cosas que hacía por ajustarme mejor a las rarezas
de un país que me resultaba marciano, tenían siempre algo de equivocado, una
cierta pátina de ilegalidad o, en el mejor de los casos, de ser algo
reprensible.
Pero ahora
el miedo y el asco, sentimientos que hasta entonces me habían sido imposibles
de disociar de la simple mención de los Estados Unidos, habían desaparecido por
completo bajo el sol del Pacífico. Y para ello había tenido que hacer justo lo
contrario que entonces: violar decida y voluntariamente una ley federal. Di la
bienvenida a una desconocida sensación de paz interior y deseé poder
conservarla durante el resto de mi viaje.
Tenía una
ligera noción sobre cómo lograrlo. Tan solo había que seguir violando leyes
federales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario