Insisto:
mi única intención al volver a California era pasar una Semana Santa tranquila
después de un trimestre cargado de clases e, incluso, imbuirme del espíritu
religioso de tan señaladas fechas. Después de tantos años dedicado a la vida
académica, cuyo único fin, te lo aseguro, es la búsqueda de la verdad considerada
desde un punto de vista científico, una sed espiritual se había abierto camino
en mi interior, no sabría decir si antes o después de probar por primera vez
las drogas psicodélicas.
Por
eso me resultaba especialmente atractiva la idea de averigüar cómo celebraban
en México las consabidas fiestas y, más en concreto, qué aspecto tendría una
procesión traducida al lenguaje del realismo mágico. Me imaginaba a cristos con
máscaras de luchador de lucha libre, a vírgenes con el rostro de Frida Kahlo y
el ceño del bebé unicejo de los Simpson, a penitentes flagelándose la espalda
con látigos diseñados por Mel Gibson, a niños santos levitando en el curso de
sus funciones como monaguillo, apariciones marianas espontáneas ofreciendo
conversiones exprés a los duros de corazón,
bilocaciones (tres, al menos), niñas que con arrodillarse y poner los
ojos en blanco hacen que se materialice una hostia mística en sus inocentes
bocas, bandas de mariachis dedicando procaces serenatas a la Virgen, charros caminando
detrás de la imagen mientras lanzan pesos de oro a la plebe, miembros del Ku
Klux Klan infiltrados entre los nazarenos y, claro está, Mickey Mouse
encabezando la comitiva.
No
hay que olvidar que Tijuana es casi un barrio de San Diego, así que me había
preparado mentalmente para soportar un punto de americanización en sus fiestas
populares, de ahí el toque disneyano. El caso es que el jueves parecía el mejor
día para hacer la visita. Mi amiga Esther trabajaba de 9 a 4, lo cual me dejaba
todo ese tiempo para visitar los lugares típicos que frecuentan los turistas. Y
para llegar a Tijuana solo hay que coger un tranvía desde la universidad, que
según se aleja del centro de San Diego, va atravesando las amplias instalaciones
de la base de la Marina, polígonos industriales, y arrabales de inmigrantes
como Barrio Logan donde, como el propio nombre indica, se podría haber criado
el mismísimo Lobezno. El espacio se ordena siguiendo la misma progresión del
inmigrante que cruza la frontera, pero en sentido inverso. Primero, malviven
como pueden en las afueras más alejadas de San Diego; luego, consiguen algún
trabajo no cualificado en una turbia nave industrial para salir adelante; y,
por último, se alistan en el ejército.
Al recorrer
este camino en sentido contrario, el trayecto se convierte en un viaje en el
tiempo hacia el mismo origen de la inmigración. Cada parada de tranvía supone
descender un escalón en una espiral de degradación humana, hasta alcanzar su
punto álgido en el "Bordo", un lecho de cemento a un lado de la valla
metálica de la frontera, que sirve de cauce al casi seco río Tijuana y de hogar
a todos los inmigrantes deportados por Estados Unidos que, por ser de otros
países de Latinoamérica, México tampoco quiere acoger. Hasta hace poco vivían
en chabolas construidas sobre el cemento, pero después de que la policía
mexicana les prendiera fuego, empezaron a buscar refugio nocturno en los
"pocitos", túneles excavados con sus propias manos en la blanda tierra
que ha ido arrastrando el río hacia la orilla. No sería la primera vez que, al
levantar la pala, alguna excavadora arranca del suelo a algún inmigrante
sepultado dentro de su propia vivienda.
![]() |
El Bordo |
Fácil
es entrar en los templos de la depravación, pero lo difícil es salir de ellos.
Y en Tijuana no podía ser de otra manera. Dos oficiales de aduanas mexicanos
cuidan la frontera mientras escuchan la radio y se sacuden las moscas con la
mano. Los visitantes pasan delante de ellos sin que estos se molesten siquiera
en mirarlos o en hacerles un gesto para indicarles que tienen el paso abierto.
Simplemente están allí. Y eso es precisamente no lo mejor o lo peor que se
puede decir de México, pero sí lo más verdadero: que es un país que simplemente
está allí. Y que el viajero lo único que puede hacer es tomarlo o dejarlo.
Pero, desde luego, Tijuana poco tenía que ver con lo que me habían descrito
sobre ella amigos y canciones. Ni tequila ni sexo ni marihuana. Casi no hay
gente por las calles y lo más parecido a una actividad lúdica que encontré fue
a un niño cantando rancheras en una plaza como en una versión pobre de La Voz. Apenas había unos cuantos
locales abiertos vendiendo palmas, estampas cristológicas y ofertas de ocho
píldoras de Viagra por solo dieciséis dólares. Negocios mixtos cuyas fuerzas
sinérgicas escapan a la comprensión de las mentes norteñas: fruterías-internet
donde uno puede chatear mientras... se come una pera; sedes de la iglesia de la
Cienciología que igual que ofrecen servicios dentales, te facilitan los trámites
para sacarte el visado; o kioskos a cuyas puertas es posible solicitar un
masaje de pies a un maestro sobador.
Ni
rastro de vicio, y cuando se materializaba algún signo prometedor que parecía
apuntar hacia él, como la sensacional oferta de Viagra, éste no iba acompañado
de los medios necesarios para satisfacerlo. Porque apenas había rastro de
prostitución en las calles, y las pocas mujeres que hacían la acera ni siquiera
se molestaban en lanzar sus requiebros al viandante. En mi país por lo menos te
llaman o te chistan como a un caballo al pasar, por lo que me sentí
particularmente ofendido al respecto o quizá tan solo fuera la decepción de no
haber encontrado nada de lo que esperaba encontrar allí. Y, desde luego, ni una
sola muestra del surrealista fervor católico que me había llevado a Tijuana.
Por
eso decidí emprender enseguida mi camino de regreso, sin saber, por supuesto,
que mi deseada procesión la iba a encontrar al llegar de nuevo a la frontera.
Como
decía, una cosa es entrar en Tijuana y, otra bien distinta, salir de ella.
Delante de mí había una fila de mexicanos esperando para entrar en los Estados
Unidos y la cola debía de superar los quinientos metros, que tras un rápido y
arbitrario cálculo mental, traduje en aproxidamente ocho horas de espera. (Como
digo, se trató de un cálculo bastante arbitrario, ya que, considerando que en
ningún momento llegué a ver cómo avanzaba ni una sola de las personas que
formaban la cola, lo más probable es que éstas hubieran suspendido por completo
sus funciones corporales, trascendiendo la imposibilidad física de que un
cuerpo tenga una velocidad igual a cero). Tal y como estaban las cosas, tenía
dos opciones: arriesgarme a violar las leyes de la física cuántica sumándome a
la cola o pasar el resto de mi viaje dentro de uno de los pocitos del río. Tal
vez por ello no lo dudé ni un solo momento cuando se acercó a mí un hombre
asegurando que podía pasar la frontera más rápido si compraba un asiento en su
mini-bus por solo cinco dólares.
Por
supuesto que era un mini-bus pirata, sin ningún tipo de licencia de negocio y
ninguna garantía de que nos llevase adonde había dicho que nos llevaría, pero
en aquel momento me pareció la opción más sensata o, por lo menos, la única
digna de poner en práctica; aunque antes de entregarle los cinco dólares,
decidí comprarle un rosario a una vendedora callejera por lo que pudiera pasar.
Con la excepción de una pareja estadounidense, el resto de pasajeros eran
nativos de México, lo cual me dio una cierta paz interior: no podía confiar en
mi perspicacia para detectar el engaño, y menos aún en la de la pareja
estadounidense, pero si todos esos mexicanos habían pagado sus cinco dólares
como yo, podía tener la certeza de que no acabaríamos decapitados en alguna
cuneta.
Aunque
el conductor había dejado las puertas abiertas, el calor en el interior del
mini-bus era insoportable y la promesa que nos había hecho de partir enseguida
rumbo a la frontera no resultó ser del todo cierta. Aún había dos asientos
vacíos y el dueño del vehículo quería sacarle la mayor rentabilidad posible al
viaje, así que había que esperar a que por lo menos dos incautos más picaran.
Al lado del conductor estaba sentado un hombre rollizo con sombrero de paja por
cuya forma de hablar deduje enseguida que no era la primera vez que se subía a
uno de estos mini-buses:
—Si hubiera
alguien con huevos en este camión —dijo para todos, sin que aparentemente le
importara la presencia del conductor a su lado—, ya te habrían aventado una
puñalada, pinche pendejo.
Un estallido
de carcajadas llenó el interior del mini-bus, a las que me sumé después de
recordar los titulares que había leído hacía un rato al pasar por delante de un
kiosko. ("Hallan dos cuerpos putrefactos en una delegación",
"Adolescente abusó de una niña de dos años"). Deduje de aquella
carcajada general que la violencia no es más que una manifestación particular
del curioso sentido del humor que tienen los mexicanos, así que me dejé contagiar
por la distensión y el alborozo que habían provocado las palabras del hombre
del sombrero y, en apenas un instante, también yo estaba riendo con el resto.
Solo la pareja americana permanecía callada. Nos miraban a todos con los ojos
abiertos, sin comprender nada, acurrucados al fondo del mini-bus con un terror
primigenio reflejándose en sus pupilas.
Cuando el
camión arrancó, mi vocabulario había empezado ya a enriquecerse con términos
locales y me puse a hablar con una pasajera:
—Ha elegido
un mal día para venir a Tijuana —me explicó—. También hay vacaciones aquí, como
en España. Y desde ayer por la noche la gente ya empezaba a hacer cola para
pasar la frontera. Aquí casi todo el mundo tiene familia en San Diego y se van
allí para pasar la Semana Santa.
Lo cual
explicaba que me hubiera encontrado la ciudad medio vacía. La pasajera empezó a
contarme que ella también tenía familia en San Diego. Su hijo mayor trabajaba
allí de cocinero, me dijo mientras me enseñaba fotos de él en su móvil, uno de
esos terroríficos aparatos que le permiten a uno caminar con el álbum de bodas
y de vacaciones siempre en el bolsillo. Ella era de Guaymas, en Sonora, y
estaba cansada por el vuelo que esa misma mañana le había traído a Tijuana.
—Sonora.
Eso está debajo de Nuevo México, ¿verdad? —dije haciendo gala de mis ámplios
conocimientos geográficos.
—No. Sonora
está debajo de Arizona —me corrigió—. Al sur de Nuevo México está Chihuaha.
Claro que
mis conocimientos sobre geografía, igual que el resto de cosas que sé sobre el
mundo y la vida en general, se los debo al cine, y había confundido Sonora con
Sinaloa, el estado de donde vienen los mafiosos del cártel que persigue a
Walter White en Breaking Bad. Y eso
que Sinaloa ni siquiera está debajo del hogar de los White, en Nuevo México,
sino al sur de Sonora y Chihuaha. Tal vez debería empezar a aprender en algún
momento a distinguir entre ficción y realidad, me dije, haciendo un apunte
mental en algún polvoriento rincón de mi cerebro que no he podido volver a
encontrar.
—Siempre
que subo a uno de estos camiones para pasar a San Diego ocurre lo mismo
—comentó sonriendo al escuchar el suspiro general que se produjo en el interior
del automóvil cuando nos incorporamos a la autopista y comprobamos que la cola
de coches estaba tan inmóvil como la de los viajeros a pie—. Nunca aprendo.
Aunque esto no es nada comparado con Texas. Una vez, con una amiga, entramos a
Estados Unidos por... ¿cómo se llama esa ciudad de Texas?
—El Paso
—dije, celebrando haber acertado por una vez.
—El Paso
está en Nuevo México.
—Ah. ¡Aguas
Negras, entonces! —recordé de repente a un amigo mexicano que había conocido en
Madrid y que era, precisamente, de aquella ciudad fronteriza.
—No. Se
llama Piedras Negras. Pero la ciudad que digo es otra... Bueno, el caso es que
estábamos a punto de cruzar la frontera cuando...
Días más
tarde, Joana, una profesora de la Universidad Estatal de San Diego nacida en
Mexicali, me confesó que la primera impresión que los españoles solemos dar a
los mexicanos es la de ser unos listillos arrogantes, más chulos que un charro;
lo cual no puede ser de otra manera tratándose España de un país donde se
utiliza el imperativo para pedir en los bares añadiendo "jefe" al
final de cada frase. Así que retrospectivamente no puedo dejar de pensar que
precisamente ese sería el modo en que pensaban sobre mí los pasajeros del
camión pese a todos mis intentos por mimetizarme culturalmente en aquel
ambiente utilizando mis escasos conocimientos sobre su país. El único mexicano
que conozco es de Piedras Negras. Piedras Negras linda con Texas. Ergo, el
único paso fronterizo que hay en Texas es Piedras Negras. Mi silogismo era,
efectivamente, un epítome de la arrogancia propia del español.
Pero
quienes lo llevaban mucho peor que yo era la pareja estadounidense. Su lividez
despertó en mí una profunda compasión. La inmovilidad, el abrasante calor y,
sobre todo, el comentario del hombre del sombrero, les había puesto en un
estado de alerta continua que, una situación como aquella, en la que
temporalmente se habían suspendido todas las normas, debía de estar provocándoles
movimientos intestinales que amenazaban con rebasar las reglas de higiene más
básicas. Nuestro chófer conducía el camión con todas las puertas abiertas para
evitar que sufriéramos episodios de combustión espontánea y, cuando nos
quedábamos parados, bajaba del vehículo para charlar con un grupo de
conductores que se había apoyado en la mediana. A veces, ni siquiera se
molestaba en volver a su asiento cuando el coche que teníamos delante se ponía
en marcha, por lo que, con frecuencia, el conductor del coche de atrás se subía
a nuestro camión para arrancarlo y avanzar los pocos metros que había dejado de
espacio el vehículo que nos precedía. Nadie hacía caso a la pareja
estadounidense cuando se interesaban, alarmados, por la ubicación de nuestro
conductor, sospechando seguramente que nos había abandonado en medio de la
carretera o que, en el peor de los casos, al final había encontrado a alguien
con los huevos que a nosotros nos faltaban.
—¡Bolis!
¡Nieve! —vociferaba un niño que caminaba por la autopista vendiendo helados—.
¡Nieves sabrosas! ¡Bolis fresquitos!
Vendedores
ambulantes habían invadido la autopista aprovechando la inmovilidad de los coches.
Helados cilíndricos de agua, helados de leche, carnita de la olla, tamales,
burritos, todo lo necesario para calmar la sed y el hambre, pero también todo
lo necesario para pasar el tiempo: libros de chistes y adivinanzas, lo mejor de
los remedios caseros, interpretación de los sueños. O incluso lo necesario para
tomar atajos a través del tejido
espacio-temporal, pues allí estaba la vendedora de rosarios que me había
encontrado antes de subir al mini-bus, quien resultaba tener, precisamente, el
más exitoso de todos aquellos negocios ambulantes. Los rosarios se esfumaban de
sus manos a ojos vista, como si rezando las diez decenas de avemarías que
requiere un misterio doloroso (porque eso era lo que estábamos viviendo), fuera
posible desmaterializarse y aparecer, por arte de birlibirloque, delante de la
aduana.
—Anden y
comprénme alguna nievesita —insistió el niño de los helados— Estoy de vacaciones
y aprovecho para vender —la aclaración era importante porque, de lo contrario,
los potenciales clientes podrían imaginarse subvencionando los novillos de un
escolar, y eso no—. Apoyen las próximas vacaciones de mi familia en Puerto
Vallarta comprándome alguna nievesita.
El noble
propósito del muchacho conmovió al hombre del sombrero, que se ofreció a
comprar helados de bola a quien quisiera, quien sabe si para compensar el
exabrupto con el que había iniciado el viaje. Decliné la oferta amablemente debido
a mi problema con el azúcar y la pareja estadounidense seguía demasiado
aterrada como para articular palabra, pero el resto de pasajeros aceptaron
contentos el refrigerio.
—Muchas
gracias, caballero —le dijo el niño—. Rezaré una oración por todos ustedes para
que lleguen antes.
Asentimos
con vehemencia, sonriendo y aplaudiendo la maravillosa ocurrencia del muchacho.
Si contábamos ya con su plegaria, tal vez le podía prestar mi rosario a alguien
que supiera utilizarlo y, entonces, todo estaría arreglado. Con frecuencia se
habla del "realismo mágico", pero el realismo mágico no existe. No es
ningún género literario, ni un estilo, ni siquiera es una etiqueta para evitar
tener qué explicar en qué consisten los rasgos personales de ciertos escritores
como García Márquez o Carlos Fuentes. Lo que llamamos "realismo
mágico" no se diferencia en nada del otro realismo; solo que cuando se
aplica una mirada realista ortodoxa a países como México (y supongo que a casi
toda Centroamérica y Sudamérica, también), el resultado que da es este. Allí,
encerrado en aquel vehículo, tenía la sensación de que cualquier palabra,
cualquier pequeño gesto, podía activar el mecanismo que sirve para hacer que la
realidad cambie de género. Cric, cric, cric, suenan los engranajes, y de
repente, el inesperado gesto de generosidad del hombre del sombrero,
transformaba el interior de aquel mini-bus en una fiesta, con piñata incluida y
mi amiga de Guaymas tratando de desbaratarla a golpes de palo, completamente
ciega con una venda en los ojos, mientras el resto cantábamos rancheras con las
cabezas agachadas para no correr la misma suerte que la piñata.
Del mismo
modo, era concebible que una palabra mágica activase la misma rueda dentada y
acabáramos todos levitando. Después de todo, el santoral hace gala de un ámplio
número de beatos para quienes volar era tan sencillo como poner un pie delante
del otro. Si Venezuela había tenido su propio fraile volador, San José de
Cupertino, e incluso en el mismísimo Toledo había vivido Bartolomé Lorenzo de
Guzmán, otro religioso con poderes aéreos, ¿cómo no iba a ser posible milagro
semejante aquí en México? Con más razón, porque si hay un lugar donde todo
entre dentro de lo posible, es este país. Y como muestra un botón: Mientras
estaba atrapado en aquella fiesta improvisada en medio de la autopista en
Tijuana, unos amigos de Madrid llegaban a San Juan de Chamula, en Chiapas, un
pueblo en el que hacía 200 años, sus habitantes habían decidido pasar los
cuellos del clero por el machete. Sin embargo, lejos de abandonar el
catolicismo lo que hicieron fue adaptarlo a sus necesidades. Con el tiempo
llegaron incluso a traducir la biblia a su lengua indígena, solo que el
traductor era un bromista empedernido y decidió cambiar la palabra
"sacramento" por "Coca-Cola". Desde entonces la susodicha
bebida se había convertido en una especie de agua santa que servía para
comulgar, para bautizarse con ella, o para bendecir a los parroquianos.
![]() |
San José de Cupertino, padre del Realismo Mágico |
El caso es
que gracias a los rezos, o tal vez al poder elíptico de la narrativa, cric,
cric, cric, acabé llegando a la aduana, donde encontré un considerable número
de viajeros esperando en diferentes colas que las autoridades estadounidenses
habían identificado con esotéricos nombres: viajeros con permiso I-94,
procesado express, procesado estándar y viajeros minusválidos. Puesto que
carecía de permiso alguno y lo de "procesado express" me hacía
sospechar que al final de la cola (demasiado lejos como para poder comprobarlo)
había una maquiladora de Soylent Green,
decidí colocarme en la fila donde se agrupaba la mayoría de los viajeros, la
estándar. Pero, desde allí, por lo menos quedaba otra buena hora y media para
llegar hasta el control. ¿No quería ver una procesión en Tijuana? Pues ya había
visto una y ahora me esperaba otra. Estaba demasiado cansado y el calor me
hacía echar miradas libidinosas al pasillo de los minusválidos, completamente
vacío de gente, con la excepción de algún ocasional viajero en silla de ruedas
que lo atravesaba sin detenerse un solo momento hasta llegar al punto de
control. Observé que alguna mexicana osada agarraba a su bebé en brazos y se
cambiaba al pasillo de minusválidos; ¿será que en México el concepto es mucho
más amplio que en España? Y entonces, me di una palmada en la cabeza por no
haberlo pensado antes. ¡La diabetes es una minusvalía!
¿O no? La
verdad es que me costaba pensar en mí mismo como un disminuido. De hecho, ni
siquiera debería decir palabras como "minusválido" o "disminuido"
porque, según me informan, son extremadamente insultantes, pero ¿por qué no
utilizar una palabra insultante si lo que quiero es que me insulten? Que me llamen
tullido si es necesario. Lo que fuera por salir de allí cuanto antes.
¿"Minusválido" no significa "poder hacer menos cosas"? Pues
yo puedo hacer menos cosas que el resto del mundo. Por ejemplo, no puedo...
¡tomar azúcar! Me colé en el pasillo de minusválidos pegando un salto por
encima de la cinta y me puse a caminar hasta el puesto de control fingiendo una
cojera para reforzar mi argumento.
¿Y si me
rechazaban a pesar de todo? Podía fingir un ataque de hipoglucemia, como había
planeado hacer en el aeropuerto si me hacían abrir el escuche donde guardaba
las drogas. Me revolcaría por el suelo haciendo espuma con la boca (no porque
fuera uno de los síntomas, sino porque así resultaría más impactante), e
incluso estaba dispuesto a mearme encima si era necesario con tal de salir de
allí cuanto antes. Les demostraría quién es el más minusválido, les...
—Adelante
—dijo el agente de aduanas al llegar al puesto de control, apenas le mostré el
pasaporte—, y feliz estancia en los Estados Unidos de América.
En los
Estados Unidos de América... Por primera vez en mi vida me sentí feliz de oir
esas palabras. Tijuana había resultado ser un lugar fascinante, pero, después
de todo, también había demostrado ser demasiado para mí. Estaba agotado después
de cuatro horas de frontera, calor, inmovilidad y una equivocada fe en un
montón de tópicos absurdos. En esta ocasión, no me importaba para nada una
buena ración de la buena y vieja y gratuita complacencia estadounidense.
Incliné la cabeza para dar las gracias al señor agente y entré de nuevo en los
Estados Unidos de América por mi propio pie, cojeando a cada paso, mientras
agarraba la bolsa de insulina en la mano y mis labios silbaban la melodía de Dixie.