Siempre hacia el sol |
—¿De qué
color ves el tronco de ese arbusto, Esther?
—No lo sé
—contestó—. Pues normal, ¿no? Gris.
En ese
mismo instante supe que las setas me estaban empezando a hacer efecto, pues el
tronco del arbusto irradiaba un color morado casi fosforescente. Lo que le
pasaba a Esther es que no estaba viendo bien las cosas todavía. De momento,
solo le quedaba esperar y seguir mirando hasta que todo empezase a adquirir sus
colores verdaderos.
En
realidad, no tenía muchas esperanzas puestas en las setas. Eran los últimos
restos de la cosecha del verano anterior; y mi fe en ellas era tan débil que ni
siquiera las había conservado al vacío para evitar la oxidación de su principio
activo, la psilocibina. La última vez que había probado aquella cosecha, no me
había producido ningún efecto más allá de un ligero cosquilleo cervical. Por
eso mismo pensé que Esther (para quien iba a ser la primera experiencia de este
estilo) agradecería la ligereza del material: una oportunidad de hacerse una
idea de los efectos de la psicodelia sin sufrir de primera mano sus
inconvenientes. Pero cuando Esther me hizo saber que aquellos arbustos que
brillaban con la fuerza de un neón nocturno, a ella no le parecían más que
vulgares matojos, supe que en esta ocasión, íbamos a emprender un viaje
completo lo quisiéramos o no. Yo, al menos, estaba empezando a sentir ya sus
efectos.
—No te preocupes
—le contesté, para tranquilizarla—. Ya vendrás. Como todos.
Esther me
miró como si no supiera de lo que estaba hablando, pero al día siguiente me
daría la razón. Pese a la rumorología popular, las alucinaciones puras son raras durante un viaje psicodélico de intensidad media. Lo que ocurre básicamente, y sobre todo
durante las primeras fases del viaje, es que los estímulos externos son tan
numerosos y tan cargados de contenido emocional que el cerebro no sabe muy bien
cómo procesarlos, y entonces, centra toda su atención en un estímulo elegido al
azar. Eso justo era lo que me había pasado. Simplemente mi cerebro se había
visto abrumado por el sutil tono azulado del tronco de aquellos arbustos, casi imperceptible en un estado normal; algo
inesperado que, sin embargo, una vez visto era imposible dejar de ver.
Efectivamente, Esther no estaba mirando bien los arbustos por mucho que se
hubiera acercado para examinar su tronco. Si lo había visto de color gris era
porque en su idea del desierto no entraban otros colores, pero en cuanto la
psilocibina empezó a hacerle efecto también a ella, comenzó a ver con la misma
intensidad que yo los matices azulados de aquel gris, cambiando para siempre el
color del desierto. Bastaba con haber mencionado el color morado para que este
reinara también en sus percepciones.
Lo juro: fosforescentes. |
Al día
siguiente encontramos los mismos arbustos en Ramona, cerca de San Diego, y seguían brillando con
la misma intensidad que el pintauñas de una gótica. Los efectos de la
psilocibina habían pasado, pero nosotros habíamos aprendido a mirar aquellos
arbustos con ojos diferentes. En ese momento no lo supe, pero lo que estábamos
mirando con tanta atención era un arbusto de creosota.. Nunca había visto uno
antes. Hasta entonces, "creosota" era una palabra sin mucho
significado que solía aparecer en las novelas modernas del oeste de Cormac
McCarthy o Edward Abbey. El olor a creosota del desierto, un aroma nocturno a
barniz que acompaña al canto de los grillos. Bonita forma de morir, mordiendo
el polvo mientras todo huele a casa nueva. ¿Y qué hay del señor Creosota de los
Monty Python? Ese tonel humano que se zampa varias veces la carta completa de
un restaurante francés con el único fin de protagonizar un gag que consiste en ver durante diez minutos a un hombre vomitando.
Cuando las palabras no significan nada, o cuando significan poco, no
representan más que una constelación de conexiones mentales que llevan de un
texto a otro sin tocar nunca la realidad. Pero desde que vimos el arbusto de
creosota por primera vez, una pequeña porción de su realidad quedó con
nosotros, por subjetiva que esta fuera y, desde entonces, aquel árido y anodino
matojo, conservaría para siempre y no solo en el recuerdo, algo más que el
sonido de una palabra.
En esas
cosas estaba pensando mientras, debajo de la única sombra que
habíamos hallado, me encontraba a punto de engullir una barrita de
cereales para asegurarme de que mi
sistema circulatorio dispusiera de la cantidad de azúcar necesaria para
aguantar durante todo el viaje. Esther me lanzó una mirada llena de
preocupación y, de repente, se echó a temblar.
—Creo que
tengo una hipoglucemia —dijo sin dejar de mirarme.
¿Era ella
la que había hablado? Me había parecido oirle decir que estaba a punto de
desmayarse. Pero ¿no debía ser yo quien dijera eso? No podía creer que me
estuviera robando una de mis frases favoritas. Ya me veía conduciendo de vuelta
a casa, sin un carné válido (demonios, si mis pies ni siquiera saben distinguir
entre el acelerador y el freno), mientras le decía a Esther que debía haber
tenido más cuidado con su diabetes antes de tomar las setas. Pero... no
habíamos tomado tanta psilocibina como para que empezáramos a cambiarnos los
papeles, al menos no todavía, así que
me acerqué a Esther para comprobar si había algo de real en lo que había dicho.
La miré tan de cerca como antes había mirado el arbusto de creosota y, aunque ninguno
de sus miembros había empezado a adquirir aquel característico color morado,
estaba claro que tenía todos los síntomas que tan fácil me resultaba reconocer.
—Estás
temblando.
—Sí.
—También
estás sudando.
—Ahora te
das cuenta.
—¿Ves
manchas de luz que se mueven, como cuando te quedas mirando al sol y luego
cierras los ojos?
—Todo el
rato.
Le di a
Esther todo el azúcar que llevaba conmigo. Barritas de cereales, chocolate
medio derretido, sobres que había sustraído de varias cafeterías... hasta un
bollo diseñado con harina transgénica capaz de hacer que Homer Simpson estallase
como el señor Creosota. Le di todo el azúcar que llevaba conmigo sin caer en la
cuenta de que todos los síntomas que estaba describiendo podían deberse también
al calor del desierto o a los efectos de la setas. Pero en cinco minutos,
Esther estaba ya en pie, dispuesta a disfrutar del resto del viaje. Superado el
primer obstáculo, nada podía salir mal. No quedaba más azúcar, pero entre los
dos teníamos en nuestros organismos la cantidad suficiente para evitar más
desmayos. Existía la posibilidad de que la pequeña crisis de Esther se hubiera
debido a una mera proyección, como la del color de la creosota, pero incluso tratándose
de un simple caso de hipoglucemia solidaria, me sentía mucho más tranquilo
sabiendo que su imaginación había decidido cargar por mí con una parte de mi
enfermedad. No, ya nada podía salir mal.
Pero,
claro, tampoco estaba en las mejores condiciones para pensar en el asunto de una forma clara y racional.
La catedral interior. |
Y, en aquel
lugar donde estábamos, menos que en ningún otro sitio. Habíamos encontrado
refugio debajo de la montaña. En realidad, el monumento de Leonard Knight
estaba hueco y, a través de un pasaje abierto en la ladera, se accedía a una
sala central, resguardada del sol y con paredes frescas. Knight había
aprovechado las ramas entrelazadas de dos árboles para levantar a su alrededor
una cúpula de paja y adobe, en la que había practicado numerosas aperturas para
colocar vidrieras hechas con ventanillas de coches. Las ramas de los árboles
estaban decoradas en el mismo estilo que el exterior de la montaña: una
abstracción fluida de colores que bien podría haber sido el resultado de dejar
suelto a Jackson Pollock en una tienda de pintura plástica con una bomba en la
mano. Atenuada por la suciedad de las vidrieras, la luz del sol se reflejaba en
las ramas de los árboles, pechinas leñosas de la cúpula, haciendo que los
brochazos de pintura multicolor pareciesen fuir como la sangre de una película
de Disney apuñalada por la espalda. O al menos, así me lo pareció en aquel
momento. No sé cuánto tiempo permanecimos allí después de nuestra pequeña
crisis, pero nos quedamos mirando aquella extraña cúpula durante lo que
parecieron horas. No necesitábamos hablar para saber que estábamos pensando lo
mismo. Lo que estábamos contemplando en aquella catedral de estilo Day-Glo,
eran las entrañas mismas del sueño de Leonard Knight, y aunque me resultaba
difícil comprender la naturaleza de lo que quiera que le había llevado a
construir semejante insensatez en medio del desierto, había que reconocer que
aquella insensatez latía y fluía por dentro; o tal vez éramos nosotros, que
latíamos y fluíamos con lo que había a nuestro alrededor.
—Qué
bonito, ¿verdad?
Las voces
de los turistas que ocasionalmente entraban en la sala de la cúpula nos
llegaban desde muy lejos, aunque evidentemente se dirigían a nosotros al vernos
allí, solos, mirando en torno nuestro sin pestañear y quién sabe si también con
un hilo de baba cayendo de la comisura de los labios. Pensé una o dos veces en
tratar de explicar lo que estábamos viendo a esos simpáticos visitantes para
que pudiesen entender la magnificencia de todo aquello, pero intuí que su
amabilidad cesaría en cuanto abriese la boca y comprobaran que, en realidad, éramos
un par de locos peligrosos. Por ello, le sugerí a Esther, con mis mejores
susurros, que tal vez sería mejor que nos levantásemos y figiésemos ser, como
ellos, simples turistas, confundiéndonos entre la muchedumbre.
—Si nos
descubren, estamos perdidos —dije muy seriamente.
Así que
empezamos a caminar, disimulando y siguiendo el camino pintado de amarillo que
conducía a la cumbre de la montaña de adobe. Los turistas no parecían darse
cuenta de nada. Nadie nos lanzaba miradas sospechosas ni cuchicheaba a nuestras
espaldas al cruzarse con nosotros. Si se habían coordinado para actuar de ese
modo, lo habían hecho con mucha discreción; ¿quién estaba al mando, entonces?
¿Eran todos actores? ¿Cómo se las habían arreglado para reunirse sin que les
viéramos y preparar su plan? ¿Lo habían hecho antes incluso de que llegáramos?
¿O quizá les estaba dando alguien órdenes mientras caminábamos entre ellos?
Estudié con detenimiento las orejas de cuatro spring breakers asiáticas en busca de pinganillos, pero no logré distinguir
nada. Un padre americano que cargaba con su hijo pequeño a hombros nos dio los
buenos días al pasar; tampoco llevaba nada en sus orejas que pudiese parecer un auricular,
pero tal vez fuese el niño quien le estuviera transmitiendo las órdenes desde
arriba, como una antena.
Hic sunt dracones. |
Esther
parecía ajena a lo que estaba pasando. Tanto me impresionó su sangre fría, que
la felicité por su capacidad de disimulo. Tan metida estaba en su papel de
persona normal que incluso su entusiasmo pareció genuino cuando sugirió que nos
dirigiéramos hacia uno de los lugares donde había más turistas: una torre de
agua pintada con figuras danzantes a unos quinientos metros de distancia. La
construcción cilíndrica de hormigón estaba habitada; así lo advertía una puerta
de metal, cerrada con cadenas y candados, y un rótulo que conminaba al
visitante a sacar su culo de allí; así como un corral de madera anexo en el que
picoteaban unas gallinas. Durante un momento pensé en llamar a la puerta para
charlar con aquel individuo. La decoración de su casa decía mucho de él, pero
sobre todo decía una cosa: quienquiera que viviese allí no debía de formar parte
del complot. Las figuras pintadas en la pared de la torre tenían un aspecto
decididamente humano, pero al entrelazarse en complicados arabescos, sus
cabezas adquirían rasgos animales: zorros siberianos bailando la Consagración
de la Primavera, ciervos copulando con ratas antropomórficas, cornamentas
extendiéndose como las ramas de un roble, ibis dominando las incomodidades
geométricas del Kamasutra con sus amigos los coyotes... Aquella rueda del karma rodeaba la torre invitando al visitante a unirse a ella con la misma
inocencia con que había sido pintada.
Saṃsāra |
Tenía mi
puño en alto, dispuesto a llamar a la puerta cuando vi que Esther estaba
sacando fotos a algo con su móvil. No era la torre lo que había llamado su
atención sino el campamento de caravanas que se divisaba más allá de la
construcción de hormigón. Y, entonces, encuadrando mi mirada con un zoom
violento, como si la cámara de Sam Peckinpah hubiera tomado control de mis
percepciones, ¡zas!, una bandera nazi restregándose contra mis ojos. ¡Era el
mismo campamento de caravanas que habíamos visto al llegar a Salvation Mountain
y allí estaban de nuevo aquellos peligrosos nazis del desierto levantando polvo
con sus Harleys!
—¡Han visto
cómo estabas fotografiándolos! —le advertí a Esther.
A pesar de
la distancia, y gracias a la superior agudeza sensorial que otorga la
psilocibina, podía ver claramente los tatuajes de los moteros: cruces gamadas
de todo tipo moviéndose en espirales como los bailarines de la torre, eses en
forma de rayos sobre águilas dispuestas a saltar sobre su presa, escorpiones y
calaveras con brasas en las cuencas oculares, ofreciendo testimonio inequívoco
de la identidad de aquellos hombres. Teníamos fotos de todo aquello y, como
buen conocedor de la historia de los nazis en América, tenía claro que ahora
harían todo lo que estuviera en su mano para borrar las pruebas de su
existencia. Recordé que, durante mi estancia en Los Ángeles, me habían hablado
del antiguo campo de entrenamiento nazi cuyos restos todavía se encontraban en
las montañas de Santa Mónica. Lo había construido una pareja de fascistas de
Hollywood que, advertidos de que América caería en la anarquía tras el triunfo
de Hitler, quisieron establecer un refugio en la montaña para unos pocos
elegidos. Tenían todo lo necesario para sobrevivir: un generador diesel, un
búnker estilo colonial con ventidós habitaciones, una enorme nevera para la
carne, un refugio antiaéreo e incluso... una torre de agua. Se dice que el
mismísimo Hitler había llegado a contactar con los propietarios y que había
tomado la decisión de que, en caso de desembarcar en la costa del Pacífico, el
campamento de Santa Mónica sería la primera base oficial del Reich en
territorio estadounidense.
La base nazi de Santa Mónica: no os fiéis de las apariencias. |
En todo
esto estaba pensando mientras caminábamos apresuradamente de vuelta hacia la
montaña, respetando al pie de la letra las reglas de la marcha olímpica para no
levantar sospechas. Trataba de explicarle a Esther lo que estaba ocurriendo,
que lo que parecía una comuna no era más que el caballo de Troya con el que
Hitler pretendía infiltrarse en los Estados Unidos de América, que su plan
había funcionado, que había hecho creer a todo el mundo que desembarcaría en
Santa Mónica, pero que en realidad, la playa de su Día D era la arena de aquel
solitario desierto lleno de turistas hippies, ¡qué apropiado! Trataba de
explicárselo, digo, intentando condensar toda la información que circulaba por
mi cerebro en una frase comprensible, que concentrara en unas pocas palabras la
fuerza de la lógica y el sentido de la urgencia que me habían asaltado:
—¡Corre!
Esther se
echó a correr pensando que le había retado a una carrera.
—¡No
corras! —grité después de pensarlo mejor—. Van a pensar que estamos huyendo.
Pero Esther
había llegado a la ladera de la montaña y se disponía a escalarla de nuevo.
Estábamos rodeados de turistas otra vez. Eché la mirada atrás y no vi ni rastro
de nuestros perseguidores. Los nazis del desierto no habían salido del
campamento de caravanas; algunos estaban ocupados trasteando con sus motos,
otros, atareados en sus huertos con un aire engañosamente pacífico. Decidí no
molestar a Esther con mis preocupaciones. Era mejor que no supiera nada del
terrible destino del que acabábamos de escapar. Y, después de todo, allí, en lo
alto de la montaña de la salvación, el aire era tan limpio y todo estaba tan
tranquilo que no parecía que hubiese nada capaz de quebrar la paz de aquel
momento. Nos quedamos sentados allí en la cumbre, mirando el paisaje que se
extendía hacia el norte, más allá del desierto de Sonora.
—Ahora
comprendo por qué el cielo parece más grande aquí en los Estados Unidos —le
dije a Esther, sorprendiéndome a mí mismo al ver que podía pensar con
claridad—. Es el espacio vacío. Son todos esos kilómetros y kilómetros de
tierra inhabitada, sin un solo pueblo a la vista, lo que hace que el cielo sea
más grande.
Esther
asintió con aire ausente, como si acabara de recordar algo mientras me
escuchaba.
—¿Decías
algo de unos nazis? —preguntó por fin.
Me encogí
de hombros sin saber de qué me estaba hablando y miré una vez más al horizonte.
A lo lejos, sin duda a más de cien kilómetros de distancia, se erguían unas
enormes montañas, las mayores que había visto en mi vida, aunque enseguida caí
en la cuenta de que si las veía tan grandes era porque, igual que ocurría con
el cielo, carecía de puntos de referencia con los que compararlas. A excepción
del campamento de caravanas, no había nada entre las montañas y el punto en que
nos encontrábamos. Y entonces supe que la imagen que estaba viendo no la había
visto nunca antes en mi vida. ¿En qué planicie europea puede contemplarse una
montaña sola, en medio del vacío más absoluto, sin signos de civilización
visible? Hemos visto tantas películas que, a menudo, damos por sentada la
realidad de este país, asumiendo que todas sus imágenes nos son ya conocidas,
pero ¿y esto? ¿De dónde había surgido tanta soledad? Y sobre todo, ¿por qué
nadie, excepto John Ford, había intentado retratarla?
La montaña más allá de la montaña de la salvación. |
Traté de
describir lo que estaba viendo recordando las dificultades que presentan las
cosas de escala monstruosa esperando a ser descritas. Sin embargo, era
imposible. La montaña (la verdadera montaña y no la pequeña reproducción de
adobe que había construido Leonard Knight) latía y se contorsionaba bajo los
efectos de la psilocibina haciendo que fuera imposible fijar su esencia con la
imagen de la piel de un elefante o las nervaduras del tronco de un árbol. Cualquier
cosa que dijera solo serviría para trivializar lo que en aquel momento tenía
ante mis narices, así que trataré de explicarlo de otro modo:
La primera
vez que uno toma psilocibina no deja de asaltarle una incómoda sensación de déjà vu. Una sensación que deja de ser
incómoda cuando empiezas a intuir de dónde viene. Yo tuve que darme una ducha
para hacerlo, pues entonces comprendí que la intensa sensación de placer y de
felicidad y de estar siendo tocado por algo vivo que tenía al sentir cómo las
gotas de agua caían sobre mí, debía ser la misma sensación que tiene un ser
humano al sentir por primera vez la lluvia cayendo sobre él. Algo que, bajo
aquella brutal amplificación de todos los sentidos, puede ser sorprendente,
pero a duras penas nuevo, pues todos nosotros siendo nada más que bebés hemos
sentido por primera vez en algún momento la lluvia o el agua de la ducha
cayendo sobre nosotros. Y quizá con esa misma intensidad que luego perdemos al
crecer. De ahí el déjà vu. Sin
embargo, a lo que me enfrentaba ahora era a una sensación totalmente inédita
para mí. La visión de algo que nunca había visto antes y que se me
presentaba, sin poder protegerme con las ideas preconcebidas que da la
experiencia, con toda su fuerza sensorial.
Aquella
montaña era una herida abierta en el suelo, como el Gran Cañón visto desde las
nubes, pero en este caso la expresión era algo más que una metáfora. Era una
herida real producida por la fricción de las capas de la Tierra, que se movían
empujando sus labios carnosos hasta que estos quedan superpuestos. Las leyes de
la fisíca rigen los movimientos intestinales del globo terráqueo, pero ¿no
tenemos nosotros leyes similares para regir nuestros movimientos internos? ¿Qué
razones hay entonces para distinguir entre lo que está vivo y lo que no? ¿Acaso
es tan importante el que dichas leyes sean biológicas o físicas si, al fin y al
cabo, todo se mueve? No sentía que fuéramos muy diferentes a aquella montaña.
En todo caso, daba igual si seguíamos creyendo que las razones de nuestro
movimiento eran más valiosas, porque al contrario que nosotros, aquella montaña
iba a seguir moviéndose con una total indiferencia hacia la humanidad cuando
esta hubiera dejado de existir. La misma indiferencia que mostró cuando el
hombre blanco hizo correr sangre india por su ladera.
—La
montaña... —dije embelesado.
—El
sombrero —respondió Esther.
Por lo
visto, su sombrero le resultaba una fuente de fascinación inagotable, ya que se
había pasado jugando con uno de sus tallos de paja desde que había dado
comienzo mi momento de intimidad con la montaña. Pero el viaje llegaba a su
fin, lo estaba notando; y lo mejor era que nos pusiéramos de nuevo a cubierto
cuanto antes. Los momentos más difíciles de una experiencia psicodélica son
siempre el despegue y el aterrizaje. El despegue porque es siempre tentador
interpretar del peor modo posible los extraños síntomas que lo acompañan. El
aterrizaje porque uno empieza a sentir la nostalgia de ese Nuevo Mundo recién
descubierto cuando el Viejo comienza a acercarse de nuevo. Regresamos a nuestra
catedral interior con el alivio de que, después de todo, el viaje había salido
a pedir de boca y lo que antes me habían parecido peligros insondables ahora no
me producían más que una sonrisa. Aproveché el momento y la tranquilidad de las
sombras para pincharme la yema de un dedo con un punzón. Apreté el dedo para
que saliera una gota de sangre y, luego, introduje una tira reactiva en el
medidor de glucosa. Al entrar en contacto con la gota, la estría que había en
la punta de la tira se tiñó de rojo y esperé a que la cuenta atrás en la
pantalla del medidor llegase a cero para leer el resultado.
"Introduzca
una nueva tira", decía la pantalla.
Repetí la
operación de nuevo, consciente de que, en ocasiones, las tiras fallaban, pero
la pantalla volvió a emitir el mismo mensaje. Una gota de sudor bajó por mi
frente. Probé de nuevo, pero aquel cacharro seguía sin querer funcionar.
Levanté la mano derecha y la dejé muerta frente a mis ojos tratando de distinguir los sintomáticos temblores de una hipoglucemia como el cirujano que comprueba sus nervios antes de su
primera operación. El diagnóstico era que no podía operar. Mi mano se agitaba
como una hoja al viento. Pero, hey, no hay problema; por lo menos ahora ya
sabía lo que tenía que hacer. Solo tenía que echar mano a alguno de los sobres
de azúcar o a una de las barritas que llevaba en la mochila y...
Y...
Miré a
Esther aterrado, pues acababa de comprender que se había confirmado mi peor
miedo. El problema no era que ya no nos quedase azúcar, sino que ni siquiera
tenía el medio de averigüar si ese era el verdadero problema. El medidor de
glucosa seguía sin funcionar por lo que no podía saber si los temblores, el
sudor y la agitación interna que estaba sufriendo, eran debidos a que estaba a
punto de sufrir una hipoglucemia, a los síntomas típicos del aterrizaje o,
incluso, a la improbable pero aun así posible eventualidad que mi nivel de
azúcar se hubiese disparado tanto que me encontrase cerca de un coma diabético.
Seguí probando una y otra vez. A veces el sudor de las manos hacía que la
tira se me resbalase y me resultara difícil insertarla en el medidor. El calor
había dilatado los contactos internos haciendo que hubiera que apretar la tira
más de la cuenta. Pero aunque Esther me ayudaba introduciendo una tira tras
otra, aprovechando que sus manos estaban secas, el aparato seguía dando el
mismo mensaje. Estaba claro que no le pasaba nada a las tiras, sino al medidor.
Más de una vez, el calor excesivo había inutilizado la insulina que llebava en
el estuche, pero era la primera vez que pasaba lo mismo con el medidor. Y sin
el medidor, estaba perdido. No tenía manera de averigüar cuál era mi nivel de
azúcar y, por lo tanto, pincharme insulina a ciegas, en una circunstancia así,
podía ser mortal. Si no podía pincharme insulina, no podía comer. Y si no podía
comer, tendría que volver a España de inmediato. Jamás había pensado que una
avería en el medidor supondría lo mismo que perder el estuche con mis drogas.
Solté el
estuche con el medidor y me lié un cigarrillo.
—¿A dónde
vas? —me preguntó Esther al ver que me levantaba para salir de la catedral.
Salí al
calor del desierto y, durante unos minutos, deambulé por la ladera de la
montaña de la salvación hasta llegar a un camión destartalado en cuyo remolque
llevaba una casa a cuestas. Estaba pintado con los mismos motivos del
catolicismo new age que habían inspirado a la montaña y la palabra
"arrepentíos" escrita en su tejado de madera de dos aguas. Di una
calada al cigarro esperando que el sabor del humo me tranquilizase y escuché la
voz de Esther, dentro de la catedral, hablando con un hombre. Debía de ser uno
de los voluntarios que hacían de guías del lugar, hippies de la vieja escuela
que habían dado con sus huesos en Salvation Mountain. Esther le estaba haciendo
preguntas sobre Leonard Knight, el Gran Artífice.
—Antes
hemos visitado el lugar donde vive —oí que le decía Esther—. Allí en esa torre
de agua.
—Leonard
murió el mes pasado.
Por un
momento, olvidé mis problemas. Si Leonard Knight había muerto, ¿quién vivía en
la torre de agua? ¿Habíamos... habíamos traspasado quizá algún umbral al
dirigirnos a aquella torre? El umbral que separa el mundo de los vivos del de
los muertos...
—No
deberíais acercaros a la torre —le advirtió el hombre.
—¿Quién
vive allí? —le preguntó Esther.
El hombre
no respondió, pero a pesar de la distancia y de que no podía verlos desde allí
afuera, logré percibir que la conversación había adquirido un tono de seriedad
que no tenía antes. ¿Qué trataba de advertir a Esther aquel hombre? ¿De que
Leonard Knight había dejado tras de sí algo más que un montículo de paja y
adobe? ¿Seguía su espíritu rondando por allí?
—Leonard
vivía justo aquí al lado —dijo el hombre—. Solo tienes que salir y verás el
camión donde dormía. La gente que vive en la torre de agua... Bueno, digamos
que es gente con ideas diferentes. Ya te habrás dado cuenta de que tenemos
vecinos poco recomendables.
Después de
todo, mi cabeza no me había engañado y, por un instante, habíamos corrido el
peligro real de encontrarnos con uno de esos nazis, pues sin duda habría
llamado a su puerta si Esther no me hubiera distraído con sus fotos. "Así
que aquí era donde vivía Leonard Knight", me dije mientras me acababa el
cigarillo mirando su camión. La idea del complot se disipó por completo de mi
cabeza. "Siento haber pensado mal de ti y me alegro de que fueras una
buena persona sin la menor intención de hacer regresar a Hitler del
infierno". Lo que sí que estaba regresando, sin embargo, era el Viejo
Mundo. Mis percepciones iban estabilizándose poco a poco, sirviéndose de la
sensación de confianza que me producía el camión de Leonard Knight como patrón
para organizarlas. Cuando me acabé el cigarrillo, se me habían olvidado todos
mis problemas. Entré de nuevo en la catedral y me encontré a Esther, dispuesta
a seguir el viaje.
—¿Qué? ¿Nos
vamos? —preguntó muy animada—. Creo que ya puedo conducir.
—¿Dónde
está el hombre con el que hablabas hace un momento?
Decía Ken
Kesey, ese maravilloso escritor que dejó de escribir para recorrer los Estados
Unidos en un autobús de colegio pintado de colores chillones y con Neal
Cassaday al volante, esa cobaya de psiquiátrico que después de contar su
experiencia en Alguien voló sobre el nido
del cuco se dedicó a montar guateques en los que echaba LSD dentro del
ponche, decía Ken Kesey que una de las cosas más extrañas que le habían
enseñado los psicodélicos que le administraban en el manicomio, cuando estos
eran todavía legales, era la intensa manera en que te hacen vivir tus fantasías
como si fuera algo real. El había pasado el resto de su carrera disfrazado de
su héroe de infancia, el Capitán Marvel. Nosotros volvíamos ahora a San Diego
como se hace siempre en las películas del Oeste, con el sol poniéndose ante
nuestros ojos. Era así como habían avanzado los colonos hacia la costa durante
decenas y decenas de años. Eran estos los mismos reflejos dorados del sol
curvando las rocas que mirábamos desde el coche en la autopista. Estas las
mismas canciones que ellos escuchaban. O parecidas, porque Willie Nelson estaba
sonando en la radio, con su aire country, pidiéndole a Cristo lo mismo que le
había pedido Leonard Knight, que regresara, aunque si le pillaba de paso, que
recogiera por el camino a John Wayne porque a quien de verdad necesitábamos de
vuelta en este mundo de mierda era a él.
Comprendí
la necesidad de las fantasías, las buenas y las malas. Y que todas ellas hablan
en clave de una porción de la experiencia que, en realidad, es incomunicable.
Al llegar a casa, la compañera de apartamento de Esther, Christine, me sometió
a un interrogatorio al preguntarme por nuestro viaje al desierto. Le conté
nuestro virtual encuentro con el escuadrón de nazis, las penurias que habíamos
pasado con tanto calor, los problemas que había tenido con el azúcar y, como
por fin, había conseguido solucionar mis preocupaciones haciendo una parada en
un McDonalds de la autopista para tomar un café bien cargado y comprobar que,
con el descenso de temperatura, el medidor había comenzado a funcionar de
nuevo.
—Pero...
siempre que te pregunto por lo que has hecho solo hablas de desgracias
—apostilló Christine con una muestra inusual de lucidez—. Como el otro día,
todo lo que sufriste para salir de Tijuana. Algo bonito habrás visto, digo yo.
Recordé de
inmediato la imagen de la montaña. No la montaña de la salvación, sino la
verdadera montaña detrás de la montaña. Justo estaba empezando a contárselo, animado
por la euforia que me producía el recuerdo, cuando caí en la cuenta de que mi
lengua no encontraba las palabras apropiadas, lo cual no era extraño porque
¿qué palabras podíamos tener en común esa chica y yo que pudieran significar la
sensación de haber visto por primera vez en tu vida una montaña? Aún así, traté
de buscarlas, perdiendo el hilo de la frase varias veces, tan solo para
comenzar de nuevo, y supuse que una parte de la vida era eso, buscar y buscar
palabras para que los demás puedan entenderlas, y que todo el tiempo que
empleásemos en buscarlas sería tiempo que dejaríamos de emplear en vivirlas.
Solo entonces encontré lo que verdaderamente quería dejar por escrito y le dije
a Christine en voz alta:
—Qué
pereza.