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Esperando a que empiece la fiesta... |
—¿Cuándo
empieza la fiesta? —pregunté al abrir la puerta del apartamento.
Acababa de
llegar de Tijuana y allí estaban los dos, Conor y Esther, sentados a la mesa
con la pose heróica de dos espartanos esperando antes de la batalla, con los
hombros caídos sobre el respaldo de las sillas y sus miradas despreocupadamente
apoyadas en alguna telaraña del techo o un video de youtube.
—¿Qué tal
por Tijuana? —preguntó Esther para cambiar de tema.
—Ya te
contaré.
En los
siete meses que llevaba viviendo en San Diego, Esther se había convertido en la
persona a la que había que acudir si uno quería saber dónde había una fiesta. Y
justo esa noche, por Cristo que necesitábamos una.
Creo haber
contado que conocí a Esther en una conferencia en la Universidad de Copenhague,
pero para entender la naturaleza de nuestra relación, tal vez debería explicar
el importante papel que tuvo Chris Ware en ella. Esther y yo estábamos
comenzando por aquel entonces nuestra carrera como investigadores, y yo iba a
dar una ponencia, allí en ese país de vikingos, sobre uno de los más importantes autores de cómic del mundo. Pero había dos problemas. El primero, que se trataba de la primera
conferencia a la que asistía y no había diferencia entre mis piernas y
la goma de mascar. Segundo y más importante: que el autor sobre el que había
escrito mi ponencia, el mismísimo Chris Ware, estaría presente. Se celebraba un
Salón del Cómic en Copenhague y, puesto que él era uno de los invitados, no le costaba
nada acercarse la universidad, ¿verdad?
La ponencia
no resultó tan desastrosa como esperaba. Por un lado, no había sido el único
que había presentado un texto sobre Ware, lo cual me hizo sentir menos solo
ante el peligro. Una chica de la Universidad de Lovaina, Greice, había leído un
texto magnífico sobre el aburrimiento en la obra de Chris Ware, evocando los
vagabundeos de Antonioni y las soledades de Chantal Akerman. Por otro lado,
Rikke, la organizadora de la conferencia, nos informó de que Ware se había
quedado dormido por el jet-lag y no
iba a poder llegar a tiempo para las charlas, lo cual me produjo un gran alivio ya
que en mi ponencia, "Memoria y neurosis en las composiciones diagramáticas
de C. W.", me arriesgaba a hacer ciertos diagnósticos clínicos a los que
el señor Ware podría poner algunas objeciones.
Conocí a
Esther al acabar la conferencia. Era española como yo, y amiga de la otra
ponente, para más señas. En tres minutos nos hicimos amigos, nos tomamos tres
cafés, nos quejamos del tiempo, hicimos una lista de los ponentes que no
nos habían gustado y que, además, nos habían caído mal, y redactamos el programa completo de
una nueva conferencia de cómics que ella quería organizar en Madrid. Esa es Esther. E hicimos (o mejor dicho, hizo) todo eso
antes de captar por el rabillo del ojo la presencia de Chris Ware, quien
acababa de entrar en la sala donde nos habían puesto los refrigerios. De
repente, una nube verdosa envolvió a Esther, y al aclararse el humo, descubrí
que había desaparecido. Recogí con la yema del dedo restos de polvo que habían quedado en el suelo allí donde hasta hacía un momento había estado Esther. Después, toqué el dedo con la punta de lengua. Era nitrato de potasio, como me imaginaba.
—Mmmh. Una bomba de
humo ninja —dije en voz alta.
—Sí
—contestó Greice, la ponente de Lovaina, quien, al parecer, había estado todo este tiempo con nosotros.
Allí nos
quedamos los dos, esperando a Esther, mirándonos con incomodidad, y con el temor de que, en cuestión de segundos, empezáramos a abordar uno de los dos únicos temas
de conversación que pueden tener en común un español y un holandés: fútbol o genocidio. Pero resultaba que, a pesar de su apellido, de
origen germánico, y de la universidad a la que estaba afiliada, Greice no era de
Flandes, sino brasileña, motivo por el cual me relajé de inmediato. Me mordí la lengua para no preguntarle qué hacía alguien con un apellido germánico en
Brasil, y enseguida logramos congeniar.
Minutos más
tarde aparecía de nuevo Esther, caminando hacia nosotros y con Chris Ware
debajo del brazo. Greice y yo nos miramos aterrados. Agarré un taburete alto y,
con suma habilidad, lo coloqué detrás de Greice para que tuviera algo en lo que
apoyarse en caso de que las piernas le traicionaran de nuevo, ya que al
percatarse de lo que estaba pasando, sus rodillas habían cedido. Yo no
conservaba mucha más sangre fría, la verdad, por lo que intenté disimular
usando toda mi concentración para contener mis temblores, los cuales, si aumentaban un poco más, me iban a hacer entrar en estado cuántico. Y no es fácil, para nadie, tener que estar calculando la velocidad y la posición de su interlocutor para poder mantener una conversación medianamente inteligible.
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Sí, señor. Capturar la vida es justo, justo lo que intentamos hacer aquí también. |
Esther y
Chris Ware se acercaban cada vez más y la mirada del segundo estaba clavada en
nosotros. Que los dibujantes de cómic se parecen a sus dibujos es un axioma tan
verdadero como que los perros se parecen a sus dueños, y Ware no es una excepción:
sus contornos son una síntesis alquímica entre el cuadrado y el círculo, y es
tan retraído y humilde como todos sus personajes. Pero eso último no lo
sabíamos, y tampoco teníamos modo de comprobarlo; lo único que sabíamos es que
el buen hombre se había plantado delante de nosotros con su mano tendida hacia
delante.
Fue
entonces cuando Esther hizo las presentaciones:
—Chris,
estos son mi amigos. Mordecai y Greice. Él piensa que eres un neurótico y ella que eres aburrido.
Por el modo en
que le temblaba la voz sospeché que, en ese momento, Esther habría
deseado no haber gastado su última bomba de humo ninja: era lógico que
utilizara nuestras ponencias para romper el hielo con Ware, pero algo me decía
que su modo concreto de exponerlo no era el que, en un principio, había planeado. Los nervios le habían traicionado también a ella. Greice y yo le dimos la mano a Ware, encogiéndonos de hombros y poniendo la
misma sonrisa que pone un niño cuando se presenta ante su madre con la ropa
perdida de barro. Allí acabó nuestra conversación con él. Sin embargo, el aburrimiento
y la neurosis se convirtieron, desde ese momento en adelante, en los
principales pilares de nuestra relación con Esther.
—Entonces,
¿la fiesta? —insistí.
—Hay que
esperar a que llegue Joana —aclaró Esther con la cabeza apoyada sobre la mesa, a
punto de echarse una siesta.
Dos
carreras, un máster y un doctorado en marcha habían convertido a Esther en una
experta en el complejo funcionamiento de las normas, los usos, las costumbres y
los límites que rigen la vida universitaria; ella sabe qué semáforos en rojo
son seguros de cruzar y cuáles no, o con quién hay que hablar para que puedas recoger con total seguridad el jabón cuando se te cae en las duchas de la cárcel. Seguro que sabes a lo que me refiero,
querido lector. Y si no, no te preocupes: porque yo tampoco lo sé. Es mejor
dejarlo todo así, en el aire, sosteniendo en pura metáfora las actividades de
Esther, clandestinas o no, sean cuales fueran. Pero si decía que había que esperar a Joana (fuera quien fuese Joana, en ese momento), entonces, es que había que esperarla.
Una cosa sí
es segura: si necesitas ir de fiesta, Esther es la persona a la que hay que
recurrir. Quizá debido a su mayor edad, las compañeras de apartamento de Esther
confiaban en ella como en el cárter de un coche, que bombea aceite a todos los
mecanismos del motor para mantenerlos bien engrasados. Me recordaba a Buffy Cazavampiros, atrapada en una
constante lucha contra el mal, pero siempre dispuesta a dedicarte unos minutos para escuchar tus problemas. Ella era el miembro aglutinador de aquel apartamento,
de toda la residencia universitaria quizá; y si aún no había tenido ocasión de
defender a sus compañeros de las fuerzas del mal, tan solo era cuestión de
tiempo que empezara a hacerlo.
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En una realidad paralela: Esther. |
Esther
tiene tres compañeras de apartamento: Diana, una alemana con la tez y el
aspecto de Pam Grier; Jesse, una australiana que asegura que en su país no
existen los nombres de más de dos sílabas porque estos derivan de motes
carcelarios; y Christine, una danesa totalmente abrumada por el shock cultural
que se pasa todo el día durmiendo para no tener que hablar con sus compañeras
de piso. Habíamos planeado salir de fiesta todos juntos aquella tarde; al fin y
al cabo, Esther me había asegurado que me llevaría a visitar algo que no
aparecía en ninguna guía turística: una auténtica fiesta universitaria; quizá
no una fiesta toga, pero sí lo más parecido a lo que se pudiera encontrar en
cualquier hermandad. Pero había que esperar a que llegase Joana, a la sazón su profesora
de culturas indígenas y su mejor amiga allí; pues, según Esther, Joana "tiene la mente de
Marie Curie y el sex-appeal de Prince".
—What the hell is she doing?
Es Conor
quien ha hablado. Conor es escocés, motivo por el cual, cada vez que articula
palabra, a los angloparlantes nos causa el mismo efecto que un locutor de la
BBC pidiendo un café en un bar de Tomelloso.
—¿Qué?
—dijimos Esther y yo al mismo tiempo.
—Que qué
está haciendo ésa —repitió Conor tratando de vocalizar más despacio e imitando el acento de la reina; es decir, como Elton John.
Se refería a
Christine, que acababa de salir por la puerta como una centella pasando por
delante de nosotros sin decir palabra. Aún a pesar de que si Conor no nos lo
hubiera advertido, jamás habríamos sido conscientes de la breve aparición de
Christine, bastaba con concentrarse un poco y cerrar los ojos para comprobar
que la retina todavía conservaba una postimagen de la compañera de Esther
traspasando la puerta mientras cargaba con un fardo de algo que, difusa ya la
impresión retiniana, parecía un atadijo de ropa. Lo más extraño de todo es que
daba la impresión de haberse pasado dos horas en el baño antes de salir. Estaba
completamente arreglada, como para salir de fiesta. Y todo ello para sacar un fardo de ropa sucia de casa.
—Is she taking them to her boyfriend's home?
—exclamó Conor.
—¿El qué?
—preguntamos Esther y yo al mismo tiempo.
—Her bedclothes!
Me estaba
empezando a acostumbrar al dialecto escocés de Conor y no necesité traducción
para esto último. Por lo visto, él había podido contemplar bien la escena y
aseguraba que lo que Christine cargaba no era ropa, sino las sábanas de su
cama. ¿Qué motivo tendría aquella apocada chica para llevarse la ropa de cama a
casa de su novio, un chico español con el que llevaba saliendo una semana?
Todas las residencias universitarias tienen su Laura Palmer. Una chica rubia, estructuralmente
perfecta, de rostro áureamente proporcionado y cuya cintura es el resultado
exacto de dividir sus caderas por π; una chica, digo, que a pesar de todo
eso, esconde algo profundamente fuera de lugar: unos decimales que faltan, un
denominador equivocado, algo que solo resulta inquietante por contraste con la
perfección externa y que, por ello mismo, es signo de un destino fatal. Porque
a Laura Palmer le espera la muerte, como a Christine la exclusión social.
Porque todos sabemos que ese tipo de chicas, en realidad, en la soledad de sus cuartos, lo que
hacen es arrancarse el cabello a puñados.
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Siempre hay una rubia americana a la que es deseable matar |
Sin
embargo, desde que Christine se había echado novio, Esther y sus otras
compañeras de apartamento estaban más relajadas. Confiaban en que por lo menos
aquello le sirviera de distracción y aligerara la atmósfera del apartamento,
cada vez más enrarecida por las continuas quejas de Christine, las cuales se
reducían básicamente a una: que no le hacían el suficiente caso. Lo que esa
chica necesitaba era divertirse y lo que acababa de ocurrir era el primer
signo, desde que había llegado ese mismo año a la Universidad Estatal de San
Diego, de que no toda la esperanza estaba perdida.
—Ooooh
—suspiraron al unísono Esther y Conor, juntando sus manos en un corazón.
—Un momento,
un momento —dije tratando de poner un poco de orden—. Pensadlo mejor. Lo que
estamos pensando no tiene ningún sentido. ¿Es que su novio no tiene sábanas? ¿Por
qué se va a llevar la ropa de cama sucia a
casa de su novio?
Conor
reflexionó por un momento, brevísimo, pues la sabiduría tradicional escocesa
tiene respuesta para todo:
—Why dirty clothes? Oh, well —dijo con su
exquisito acento de Aberdeen—. You know,
sometimes, when people love each other...
—¡Ah!
—exclamé— ¡Eso sí es algo que puedo entender!
Y no me
refería a lo que había dicho Conor, que esta vez había conseguido comprender a
la perfección, sino a la posibilidad que sugerían sus palabras: que al
descubrir el amor, Christine o su novio, estuvieran desarrollando regodeos
fetichistas relacionados con el coleccionismo de fluidos corporales. Ese empeño
por conservar los rastros que deja el amor, los cuales, al fin y al cabo,
asumen casi siempre la forma de olor o sabor, me hizo sentir un instantáneo
respeto por Christine; el respeto que merece quien hace todo lo que esté en su
mano por perpetuar un sentimiento auténtico, lo cual es algo verdaderamente estúpido o
romántico, pero que como todo lo romántico y estúpido se merece la misma
consideración que merece la locura. La mejor de ellas.
—Esa chica
me cae bien —dije, dejando por un momento de hacer lo que estaba haciendo desde
que había empezado la escena, que era, básicamente, leer sobre el fregadero de
la cocina El arcoíris de gravedad
mientras me comía un cuenco de fresas con nata y me acababa un porro.
¡Por fin,
algo de sano vicio! ¡Un poco de espíritu juvenil! Cómo se me ablandaba el alma
al ver las flores tempranas de la perversión abriéndose en los corazones de los
jóvenes. Es como ver llegar a casa a tu hijo con un ojo morado después de su primer día de
colegio y una sonrisa en la boca y la alegría de que el otro
ha quedado mucho peor. Ah. Las iniciaciones. No solo me estaba empezando a caer bien Christine. Además, me
sentía orgulloso de ella. Tanto es así que tomé nota de ello para recordarlo
cuando volviera a quejarme de lo mucho que han cambiado los jóvenes de hoy en
día, ya se sabe, la crisis de valores y todo eso. Era una suerte saber que
algunas cosas no cambian nunca.
—¿Tenéis
veinticinco centavos?
Era
Christine. Acababa de aparecer por la puerta con el atadijo de sábanas al hombro.
Conor tenía razón: se había pintado como si fuera a una boda, aunque eso no significaba nada porque jamás
salía de casa sin maquillarse.
—Es para la
colada —explicó—. Estaba ya en la lavandería de la residencia cuando me he dado
cuenta de que no tenía monedas.
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"El aburrimiento es el único problema filosófico verdaderamente serio". Albert Camus. |
No.
Definitivamente, aquello no era lo que me habían contado. Ni fiestas ni
perversión ni drogas ni alcohol. Nada de nada. ¡Oh, dulce pájaro de juventud!
¿Dónde te has ido? Saqué veinticinco centavos del bolsillo y se los di a
Christine para que los empleara bien, sabiendo que con ellos estaba pagando el
precio de la decepción. Ni siquiera ella se divertiría esta noche. Miré a mi
alrededor con la tristeza del que mira las ruinas después de la batalla,
convencido de que ya no se presentaría la oportunidad de conocer lo que era una
verdadera fiesta universitaria estadounidense.
Lo que no sabía es que Joana
estaba a punto de llegar...