lunes, 14 de julio de 2014

Capítulo 10. John Hughes High School


Esperando a que empiece la fiesta...

—¿Cuándo empieza la fiesta? —pregunté al abrir la puerta del apartamento.

Acababa de llegar de Tijuana y allí estaban los dos, Conor y Esther, sentados a la mesa con la pose heróica de dos espartanos esperando antes de la batalla, con los hombros caídos sobre el respaldo de las sillas y sus miradas despreocupadamente apoyadas en alguna telaraña del techo o un video de youtube.

—¿Qué tal por Tijuana? —preguntó Esther para cambiar de tema.
—Ya te contaré.

En los siete meses que llevaba viviendo en San Diego, Esther se había convertido en la persona a la que había que acudir si uno quería saber dónde había una fiesta. Y justo esa noche, por Cristo que necesitábamos una.

Creo haber contado que conocí a Esther en una conferencia en la Universidad de Copenhague, pero para entender la naturaleza de nuestra relación, tal vez debería explicar el importante papel que tuvo Chris Ware en ella. Esther y yo estábamos comenzando por aquel entonces nuestra carrera como investigadores, y yo iba a dar una ponencia, allí en ese país de vikingos, sobre uno de los más importantes autores de cómic del mundo. Pero había dos problemas. El primero, que se trataba de la primera conferencia a la que asistía y no había diferencia entre mis piernas y la goma de mascar. Segundo y más importante: que el autor sobre el que había escrito mi ponencia, el mismísimo Chris Ware, estaría presente. Se celebraba un Salón del Cómic en Copenhague y, puesto que él era uno de los invitados, no le costaba nada acercarse la universidad, ¿verdad?

La ponencia no resultó tan desastrosa como esperaba. Por un lado, no había sido el único que había presentado un texto sobre Ware, lo cual me hizo sentir menos solo ante el peligro. Una chica de la Universidad de Lovaina, Greice, había leído un texto magnífico sobre el aburrimiento en la obra de Chris Ware, evocando los vagabundeos de Antonioni y las soledades de Chantal Akerman. Por otro lado, Rikke, la organizadora de la conferencia, nos informó de que Ware se había quedado dormido por el jet-lag y no iba a poder llegar a tiempo para las charlas, lo cual me produjo un gran alivio ya que en mi ponencia, "Memoria y neurosis en las composiciones diagramáticas de C. W.", me arriesgaba a hacer ciertos diagnósticos clínicos a los que el señor Ware podría poner algunas objeciones.

El cartel del festival de cómic era de Chris Ware también.

Conocí a Esther al acabar la conferencia. Era española como yo, y amiga de la otra ponente, para más señas. En tres minutos nos hicimos amigos, nos tomamos tres cafés, nos quejamos del tiempo, hicimos una lista de los ponentes que no nos habían gustado y que, además, nos habían caído mal, y redactamos el programa completo de una nueva conferencia de cómics que ella quería organizar en Madrid. Esa es Esther. E hicimos (o mejor dicho, hizo) todo eso antes de captar por el rabillo del ojo la presencia de Chris Ware, quien acababa de entrar en la sala donde nos habían puesto los refrigerios. De repente, una nube verdosa envolvió a Esther, y al aclararse el humo, descubrí que había desaparecido. Recogí con la yema del dedo restos de polvo que habían quedado en el suelo allí donde hasta hacía un momento había estado Esther. Después, toqué el dedo con la punta de lengua. Era nitrato de potasio, como me imaginaba.

—Mmmh. Una bomba de humo ninja —dije en voz alta.
—Sí —contestó Greice, la ponente de Lovaina, quien, al parecer, había estado todo este tiempo con nosotros.

Allí nos quedamos los dos, esperando a Esther, mirándonos con incomodidad, y con el temor de que, en cuestión de segundos, empezáramos a abordar uno de los dos únicos temas de conversación que pueden tener en común un español y un holandés: fútbol o genocidio. Pero resultaba que, a pesar de su apellido, de origen germánico, y de la universidad a la que estaba afiliada, Greice no era de Flandes, sino brasileña, motivo por el cual me relajé de inmediato. Me mordí la lengua para no preguntarle qué hacía alguien con un apellido germánico en Brasil, y enseguida logramos congeniar.

Minutos más tarde aparecía de nuevo Esther, caminando hacia nosotros y con Chris Ware debajo del brazo. Greice y yo nos miramos aterrados. Agarré un taburete alto y, con suma habilidad, lo coloqué detrás de Greice para que tuviera algo en lo que apoyarse en caso de que las piernas le traicionaran de nuevo, ya que al percatarse de lo que estaba pasando, sus rodillas habían cedido. Yo no conservaba mucha más sangre fría, la verdad, por lo que intenté disimular usando toda mi concentración para contener mis temblores, los cuales, si aumentaban un poco más, me iban a hacer entrar en estado cuántico. Y no es fácil, para nadie, tener que estar calculando la velocidad y la posición de su interlocutor para poder mantener una conversación medianamente inteligible. 

Sí, señor. Capturar la vida es justo, justo lo que intentamos hacer aquí también.

Esther y Chris Ware se acercaban cada vez más y la mirada del segundo estaba clavada en nosotros. Que los dibujantes de cómic se parecen a sus dibujos es un axioma tan verdadero como que los perros se parecen a sus dueños, y Ware no es una excepción: sus contornos son una síntesis alquímica entre el cuadrado y el círculo, y es tan retraído y humilde como todos sus personajes. Pero eso último no lo sabíamos, y tampoco teníamos modo de comprobarlo; lo único que sabíamos es que el buen hombre se había plantado delante de nosotros con su mano tendida hacia delante.

Fue entonces cuando Esther hizo las presentaciones:

—Chris, estos son mi amigos. Mordecai y Greice. Él piensa que eres un neurótico y ella que eres aburrido.

Por el modo en que le temblaba la voz sospeché que, en ese momento, Esther habría deseado no haber gastado su última bomba de humo ninja: era lógico que utilizara nuestras ponencias para romper el hielo con Ware, pero algo me decía que su modo concreto de exponerlo no era el que, en un principio, había planeado. Los nervios le habían traicionado también a ella. Greice y yo le dimos la mano a Ware, encogiéndonos de hombros y poniendo la misma sonrisa que pone un niño cuando se presenta ante su madre con la ropa perdida de barro. Allí acabó nuestra conversación con él. Sin embargo, el aburrimiento y la neurosis se convirtieron, desde ese momento en adelante, en los principales pilares de nuestra relación con Esther.

—Entonces, ¿la fiesta? —insistí.
—Hay que esperar a que llegue Joana —aclaró Esther con la cabeza apoyada sobre la mesa, a punto de echarse una siesta.

Dos carreras, un máster y un doctorado en marcha habían convertido a Esther en una experta en el complejo funcionamiento de las normas, los usos, las costumbres y los límites que rigen la vida universitaria; ella sabe qué semáforos en rojo son seguros de cruzar y cuáles no, o con quién hay que hablar para que puedas recoger con total seguridad el jabón cuando se te cae en las duchas de la cárcel. Seguro que sabes a lo que me refiero, querido lector. Y si no, no te preocupes: porque yo tampoco lo sé. Es mejor dejarlo todo así, en el aire, sosteniendo en pura metáfora las actividades de Esther, clandestinas o no, sean cuales fueran. Pero si decía que había que esperar a Joana (fuera quien fuese Joana, en ese momento), entonces, es que había que esperarla. 

Una cosa sí es segura: si necesitas ir de fiesta, Esther es la persona a la que hay que recurrir. Quizá debido a su mayor edad, las compañeras de apartamento de Esther confiaban en ella como en el cárter de un coche, que bombea aceite a todos los mecanismos del motor para mantenerlos bien engrasados. Me recordaba a Buffy Cazavampiros, atrapada en una constante lucha contra el mal, pero siempre dispuesta a dedicarte unos minutos para escuchar tus problemas. Ella era el miembro aglutinador de aquel apartamento, de toda la residencia universitaria quizá; y si aún no había tenido ocasión de defender a sus compañeros de las fuerzas del mal, tan solo era cuestión de tiempo que empezara a hacerlo.


En una realidad paralela: Esther.

Esther tiene tres compañeras de apartamento: Diana, una alemana con la tez y el aspecto de Pam Grier; Jesse, una australiana que asegura que en su país no existen los nombres de más de dos sílabas porque estos derivan de motes carcelarios; y Christine, una danesa totalmente abrumada por el shock cultural que se pasa todo el día durmiendo para no tener que hablar con sus compañeras de piso. Habíamos planeado salir de fiesta todos juntos aquella tarde; al fin y al cabo, Esther me había asegurado que me llevaría a visitar algo que no aparecía en ninguna guía turística: una auténtica fiesta universitaria; quizá no una fiesta toga, pero sí lo más parecido a lo que se pudiera encontrar en cualquier hermandad. Pero había que esperar a que llegase Joana, a la sazón su profesora de culturas indígenas y su mejor amiga allí; pues, según Esther, Joana "tiene la mente de Marie Curie y el sex-appeal de Prince".

What the hell is she doing?

Es Conor quien ha hablado. Conor es escocés, motivo por el cual, cada vez que articula palabra, a los angloparlantes nos causa el mismo efecto que un locutor de la BBC pidiendo un café en un bar de Tomelloso.

—¿Qué? —dijimos Esther y yo al mismo tiempo.
—Que qué está haciendo ésa —repitió Conor tratando de vocalizar más despacio e imitando el acento de la reina; es decir, como Elton John.

Se refería a Christine, que acababa de salir por la puerta como una centella pasando por delante de nosotros sin decir palabra. Aún a pesar de que si Conor no nos lo hubiera advertido, jamás habríamos sido conscientes de la breve aparición de Christine, bastaba con concentrarse un poco y cerrar los ojos para comprobar que la retina todavía conservaba una postimagen de la compañera de Esther traspasando la puerta mientras cargaba con un fardo de algo que, difusa ya la impresión retiniana, parecía un atadijo de ropa. Lo más extraño de todo es que daba la impresión de haberse pasado dos horas en el baño antes de salir. Estaba completamente arreglada, como para salir de fiesta. Y todo ello para sacar un fardo de ropa sucia de casa. 

Is she taking them to her boyfriend's home? —exclamó Conor.
—¿El qué? —preguntamos Esther y yo al mismo tiempo.
Her bedclothes!

Me estaba empezando a acostumbrar al dialecto escocés de Conor y no necesité traducción para esto último. Por lo visto, él había podido contemplar bien la escena y aseguraba que lo que Christine cargaba no era ropa, sino las sábanas de su cama. ¿Qué motivo tendría aquella apocada chica para llevarse la ropa de cama a casa de su novio, un chico español con el que llevaba saliendo una semana? Todas las residencias universitarias tienen su Laura Palmer. Una chica rubia, estructuralmente perfecta, de rostro áureamente proporcionado y cuya cintura es el resultado exacto de dividir sus caderas por π; una chica, digo, que a pesar de todo eso, esconde algo profundamente fuera de lugar: unos decimales que faltan, un denominador equivocado, algo que solo resulta inquietante por contraste con la perfección externa y que, por ello mismo, es signo de un destino fatal. Porque a Laura Palmer le espera la muerte, como a Christine la exclusión social. Porque todos sabemos que ese tipo de chicas, en realidad, en la soledad de sus cuartos, lo que hacen es arrancarse el cabello a puñados.


Siempre hay una rubia americana a la que es deseable matar

Sin embargo, desde que Christine se había echado novio, Esther y sus otras compañeras de apartamento estaban más relajadas. Confiaban en que por lo menos aquello le sirviera de distracción y aligerara la atmósfera del apartamento, cada vez más enrarecida por las continuas quejas de Christine, las cuales se reducían básicamente a una: que no le hacían el suficiente caso. Lo que esa chica necesitaba era divertirse y lo que acababa de ocurrir era el primer signo, desde que había llegado ese mismo año a la Universidad Estatal de San Diego, de que no toda la esperanza estaba perdida.

—Ooooh —suspiraron al unísono Esther y Conor, juntando sus manos en un corazón.
—Un momento, un momento —dije tratando de poner un poco de orden—. Pensadlo mejor. Lo que estamos pensando no tiene ningún sentido. ¿Es que su novio no tiene sábanas? ¿Por qué se va a llevar la ropa de cama sucia a casa de su novio?

Conor reflexionó por un momento, brevísimo, pues la sabiduría tradicional escocesa tiene respuesta para todo:

Why dirty clothes? Oh, well —dijo con su exquisito acento de Aberdeen—. You know, sometimes, when people love each other...
—¡Ah! —exclamé— ¡Eso sí es algo que puedo entender!

Y no me refería a lo que había dicho Conor, que esta vez había conseguido comprender a la perfección, sino a la posibilidad que sugerían sus palabras: que al descubrir el amor, Christine o su novio, estuvieran desarrollando regodeos fetichistas relacionados con el coleccionismo de fluidos corporales. Ese empeño por conservar los rastros que deja el amor, los cuales, al fin y al cabo, asumen casi siempre la forma de olor o sabor, me hizo sentir un instantáneo respeto por Christine; el respeto que merece quien hace todo lo que esté en su mano por perpetuar un sentimiento auténtico, lo cual es algo verdaderamente estúpido o romántico, pero que como todo lo romántico y estúpido se merece la misma consideración que merece la locura. La mejor de ellas. 

—Esa chica me cae bien —dije, dejando por un momento de hacer lo que estaba haciendo desde que había empezado la escena, que era, básicamente, leer sobre el fregadero de la cocina El arcoíris de gravedad mientras me comía un cuenco de fresas con nata y me acababa un porro.

¡Por fin, algo de sano vicio! ¡Un poco de espíritu juvenil! Cómo se me ablandaba el alma al ver las flores tempranas de la perversión abriéndose en los corazones de los jóvenes. Es como ver llegar a casa a tu hijo con un ojo morado después de su primer día de colegio y una sonrisa en la boca y la alegría de que el otro ha quedado mucho peor. Ah. Las iniciaciones. No solo me estaba empezando a caer bien Christine. Además, me sentía orgulloso de ella. Tanto es así que tomé nota de ello para recordarlo cuando volviera a quejarme de lo mucho que han cambiado los jóvenes de hoy en día, ya se sabe, la crisis de valores y todo eso. Era una suerte saber que algunas cosas no cambian nunca.

—¿Tenéis veinticinco centavos?

Era Christine. Acababa de aparecer por la puerta con el atadijo de sábanas al hombro. Conor tenía razón: se había pintado como si fuera a una boda, aunque eso no significaba nada porque jamás salía de casa sin maquillarse.

—Es para la colada —explicó—. Estaba ya en la lavandería de la residencia cuando me he dado cuenta de que no tenía monedas.


"El aburrimiento es el único problema filosófico verdaderamente serio". Albert Camus.
No. Definitivamente, aquello no era lo que me habían contado. Ni fiestas ni perversión ni drogas ni alcohol. Nada de nada. ¡Oh, dulce pájaro de juventud! ¿Dónde te has ido? Saqué veinticinco centavos del bolsillo y se los di a Christine para que los empleara bien, sabiendo que con ellos estaba pagando el precio de la decepción. Ni siquiera ella se divertiría esta noche. Miré a mi alrededor con la tristeza del que mira las ruinas después de la batalla, convencido de que ya no se presentaría la oportunidad de conocer lo que era una verdadera fiesta universitaria estadounidense. 

Lo que no sabía es que Joana estaba a punto de llegar...