jueves, 26 de junio de 2014

Capítulo 9. Welcome to Tijuana.




Insisto: mi única intención al volver a California era pasar una Semana Santa tranquila después de un trimestre cargado de clases e, incluso, imbuirme del espíritu religioso de tan señaladas fechas. Después de tantos años dedicado a la vida académica, cuyo único fin, te lo aseguro, es la búsqueda de la verdad considerada desde un punto de vista científico, una sed espiritual se había abierto camino en mi interior, no sabría decir si antes o después de probar por primera vez las drogas psicodélicas.

Por eso me resultaba especialmente atractiva la idea de averigüar cómo celebraban en México las consabidas fiestas y, más en concreto, qué aspecto tendría una procesión traducida al lenguaje del realismo mágico. Me imaginaba a cristos con máscaras de luchador de lucha libre, a vírgenes con el rostro de Frida Kahlo y el ceño del bebé unicejo de los Simpson, a penitentes flagelándose la espalda con látigos diseñados por Mel Gibson, a niños santos levitando en el curso de sus funciones como monaguillo, apariciones marianas espontáneas ofreciendo conversiones exprés a los duros de corazón,  bilocaciones (tres, al menos), niñas que con arrodillarse y poner los ojos en blanco hacen que se materialice una hostia mística en sus inocentes bocas, bandas de mariachis dedicando procaces serenatas a la Virgen, charros caminando detrás de la imagen mientras lanzan pesos de oro a la plebe, miembros del Ku Klux Klan infiltrados entre los nazarenos y, claro está, Mickey Mouse encabezando la comitiva.

No hay que olvidar que Tijuana es casi un barrio de San Diego, así que me había preparado mentalmente para soportar un punto de americanización en sus fiestas populares, de ahí el toque disneyano. El caso es que el jueves parecía el mejor día para hacer la visita. Mi amiga Esther trabajaba de 9 a 4, lo cual me dejaba todo ese tiempo para visitar los lugares típicos que frecuentan los turistas. Y para llegar a Tijuana solo hay que coger un tranvía desde la universidad, que según se aleja del centro de San Diego, va atravesando las amplias instalaciones de la base de la Marina, polígonos industriales, y arrabales de inmigrantes como Barrio Logan donde, como el propio nombre indica, se podría haber criado el mismísimo Lobezno. El espacio se ordena siguiendo la misma progresión del inmigrante que cruza la frontera, pero en sentido inverso. Primero, malviven como pueden en las afueras más alejadas de San Diego; luego, consiguen algún trabajo no cualificado en una turbia nave industrial para salir adelante; y, por último, se alistan en el ejército.



Al recorrer este camino en sentido contrario, el trayecto se convierte en un viaje en el tiempo hacia el mismo origen de la inmigración. Cada parada de tranvía supone descender un escalón en una espiral de degradación humana, hasta alcanzar su punto álgido en el "Bordo", un lecho de cemento a un lado de la valla metálica de la frontera, que sirve de cauce al casi seco río Tijuana y de hogar a todos los inmigrantes deportados por Estados Unidos que, por ser de otros países de Latinoamérica, México tampoco quiere acoger. Hasta hace poco vivían en chabolas construidas sobre el cemento, pero después de que la policía mexicana les prendiera fuego, empezaron a buscar refugio nocturno en los "pocitos", túneles excavados con sus propias manos en la blanda tierra que ha ido arrastrando el río hacia la orilla. No sería la primera vez que, al levantar la pala, alguna excavadora arranca del suelo a algún inmigrante sepultado dentro de su propia vivienda.

El Bordo

Fácil es entrar en los templos de la depravación, pero lo difícil es salir de ellos. Y en Tijuana no podía ser de otra manera. Dos oficiales de aduanas mexicanos cuidan la frontera mientras escuchan la radio y se sacuden las moscas con la mano. Los visitantes pasan delante de ellos sin que estos se molesten siquiera en mirarlos o en hacerles un gesto para indicarles que tienen el paso abierto. Simplemente están allí. Y eso es precisamente no lo mejor o lo peor que se puede decir de México, pero sí lo más verdadero: que es un país que simplemente está allí. Y que el viajero lo único que puede hacer es tomarlo o dejarlo. Pero, desde luego, Tijuana poco tenía que ver con lo que me habían descrito sobre ella amigos y canciones. Ni tequila ni sexo ni marihuana. Casi no hay gente por las calles y lo más parecido a una actividad lúdica que encontré fue a un niño cantando rancheras en una plaza como en una versión pobre de La Voz. Apenas había unos cuantos locales abiertos vendiendo palmas, estampas cristológicas y ofertas de ocho píldoras de Viagra por solo dieciséis dólares. Negocios mixtos cuyas fuerzas sinérgicas escapan a la comprensión de las mentes norteñas: fruterías-internet donde uno puede chatear mientras... se come una pera; sedes de la iglesia de la Cienciología que igual que ofrecen servicios dentales, te facilitan los trámites para sacarte el visado; o kioskos a cuyas puertas es posible solicitar un masaje de pies a un maestro sobador.



Ni rastro de vicio, y cuando se materializaba algún signo prometedor que parecía apuntar hacia él, como la sensacional oferta de Viagra, éste no iba acompañado de los medios necesarios para satisfacerlo. Porque apenas había rastro de prostitución en las calles, y las pocas mujeres que hacían la acera ni siquiera se molestaban en lanzar sus requiebros al viandante. En mi país por lo menos te llaman o te chistan como a un caballo al pasar, por lo que me sentí particularmente ofendido al respecto o quizá tan solo fuera la decepción de no haber encontrado nada de lo que esperaba encontrar allí. Y, desde luego, ni una sola muestra del surrealista fervor católico que me había llevado a Tijuana.

Por eso decidí emprender enseguida mi camino de regreso, sin saber, por supuesto, que mi deseada procesión la iba a encontrar al llegar de nuevo a la frontera.

Como decía, una cosa es entrar en Tijuana y, otra bien distinta, salir de ella. Delante de mí había una fila de mexicanos esperando para entrar en los Estados Unidos y la cola debía de superar los quinientos metros, que tras un rápido y arbitrario cálculo mental, traduje en aproxidamente ocho horas de espera. (Como digo, se trató de un cálculo bastante arbitrario, ya que, considerando que en ningún momento llegué a ver cómo avanzaba ni una sola de las personas que formaban la cola, lo más probable es que éstas hubieran suspendido por completo sus funciones corporales, trascendiendo la imposibilidad física de que un cuerpo tenga una velocidad igual a cero). Tal y como estaban las cosas, tenía dos opciones: arriesgarme a violar las leyes de la física cuántica sumándome a la cola o pasar el resto de mi viaje dentro de uno de los pocitos del río. Tal vez por ello no lo dudé ni un solo momento cuando se acercó a mí un hombre asegurando que podía pasar la frontera más rápido si compraba un asiento en su mini-bus por solo cinco dólares.



Por supuesto que era un mini-bus pirata, sin ningún tipo de licencia de negocio y ninguna garantía de que nos llevase adonde había dicho que nos llevaría, pero en aquel momento me pareció la opción más sensata o, por lo menos, la única digna de poner en práctica; aunque antes de entregarle los cinco dólares, decidí comprarle un rosario a una vendedora callejera por lo que pudiera pasar. Con la excepción de una pareja estadounidense, el resto de pasajeros eran nativos de México, lo cual me dio una cierta paz interior: no podía confiar en mi perspicacia para detectar el engaño, y menos aún en la de la pareja estadounidense, pero si todos esos mexicanos habían pagado sus cinco dólares como yo, podía tener la certeza de que no acabaríamos decapitados en alguna cuneta.

Aunque el conductor había dejado las puertas abiertas, el calor en el interior del mini-bus era insoportable y la promesa que nos había hecho de partir enseguida rumbo a la frontera no resultó ser del todo cierta. Aún había dos asientos vacíos y el dueño del vehículo quería sacarle la mayor rentabilidad posible al viaje, así que había que esperar a que por lo menos dos incautos más picaran. Al lado del conductor estaba sentado un hombre rollizo con sombrero de paja por cuya forma de hablar deduje enseguida que no era la primera vez que se subía a uno de estos mini-buses:

—Si hubiera alguien con huevos en este camión —dijo para todos, sin que aparentemente le importara la presencia del conductor a su lado—, ya te habrían aventado una puñalada, pinche pendejo.

Un estallido de carcajadas llenó el interior del mini-bus, a las que me sumé después de recordar los titulares que había leído hacía un rato al pasar por delante de un kiosko. ("Hallan dos cuerpos putrefactos en una delegación", "Adolescente abusó de una niña de dos años"). Deduje de aquella carcajada general que la violencia no es más que una manifestación particular del curioso sentido del humor que tienen los mexicanos, así que me dejé contagiar por la distensión y el alborozo que habían provocado las palabras del hombre del sombrero y, en apenas un instante, también yo estaba riendo con el resto. Solo la pareja americana permanecía callada. Nos miraban a todos con los ojos abiertos, sin comprender nada, acurrucados al fondo del mini-bus con un terror primigenio reflejándose en sus pupilas.

Cuando el camión arrancó, mi vocabulario había empezado ya a enriquecerse con términos locales y me puse a hablar con una pasajera:

—Ha elegido un mal día para venir a Tijuana —me explicó—. También hay vacaciones aquí, como en España. Y desde ayer por la noche la gente ya empezaba a hacer cola para pasar la frontera. Aquí casi todo el mundo tiene familia en San Diego y se van allí para pasar la Semana Santa.

Lo cual explicaba que me hubiera encontrado la ciudad medio vacía. La pasajera empezó a contarme que ella también tenía familia en San Diego. Su hijo mayor trabajaba allí de cocinero, me dijo mientras me enseñaba fotos de él en su móvil, uno de esos terroríficos aparatos que le permiten a uno caminar con el álbum de bodas y de vacaciones siempre en el bolsillo. Ella era de Guaymas, en Sonora, y estaba cansada por el vuelo que esa misma mañana le había traído a Tijuana.

—Sonora. Eso está debajo de Nuevo México, ¿verdad? —dije haciendo gala de mis ámplios conocimientos geográficos.

—No. Sonora está debajo de Arizona —me corrigió—. Al sur de Nuevo México está Chihuaha.

Claro que mis conocimientos sobre geografía, igual que el resto de cosas que sé sobre el mundo y la vida en general, se los debo al cine, y había confundido Sonora con Sinaloa, el estado de donde vienen los mafiosos del cártel que persigue a Walter White en Breaking Bad. Y eso que Sinaloa ni siquiera está debajo del hogar de los White, en Nuevo México, sino al sur de Sonora y Chihuaha. Tal vez debería empezar a aprender en algún momento a distinguir entre ficción y realidad, me dije, haciendo un apunte mental en algún polvoriento rincón de mi cerebro que no he podido volver a encontrar.

—Siempre que subo a uno de estos camiones para pasar a San Diego ocurre lo mismo —comentó sonriendo al escuchar el suspiro general que se produjo en el interior del automóvil cuando nos incorporamos a la autopista y comprobamos que la cola de coches estaba tan inmóvil como la de los viajeros a pie—. Nunca aprendo. Aunque esto no es nada comparado con Texas. Una vez, con una amiga, entramos a Estados Unidos por... ¿cómo se llama esa ciudad de Texas?

—El Paso —dije, celebrando haber acertado por una vez.

—El Paso está en Nuevo México.

—Ah. ¡Aguas Negras, entonces! —recordé de repente a un amigo mexicano que había conocido en Madrid y que era, precisamente, de aquella ciudad fronteriza.

—No. Se llama Piedras Negras. Pero la ciudad que digo es otra... Bueno, el caso es que estábamos a punto de cruzar la frontera cuando...

Días más tarde, Joana, una profesora de la Universidad Estatal de San Diego nacida en Mexicali, me confesó que la primera impresión que los españoles solemos dar a los mexicanos es la de ser unos listillos arrogantes, más chulos que un charro; lo cual no puede ser de otra manera tratándose España de un país donde se utiliza el imperativo para pedir en los bares añadiendo "jefe" al final de cada frase. Así que retrospectivamente no puedo dejar de pensar que precisamente ese sería el modo en que pensaban sobre mí los pasajeros del camión pese a todos mis intentos por mimetizarme culturalmente en aquel ambiente utilizando mis escasos conocimientos sobre su país. El único mexicano que conozco es de Piedras Negras. Piedras Negras linda con Texas. Ergo, el único paso fronterizo que hay en Texas es Piedras Negras. Mi silogismo era, efectivamente, un epítome de la arrogancia propia del español.  



Pero quienes lo llevaban mucho peor que yo era la pareja estadounidense. Su lividez despertó en mí una profunda compasión. La inmovilidad, el abrasante calor y, sobre todo, el comentario del hombre del sombrero, les había puesto en un estado de alerta continua que, una situación como aquella, en la que temporalmente se habían suspendido todas las normas, debía de estar provocándoles movimientos intestinales que amenazaban con rebasar las reglas de higiene más básicas. Nuestro chófer conducía el camión con todas las puertas abiertas para evitar que sufriéramos episodios de combustión espontánea y, cuando nos quedábamos parados, bajaba del vehículo para charlar con un grupo de conductores que se había apoyado en la mediana. A veces, ni siquiera se molestaba en volver a su asiento cuando el coche que teníamos delante se ponía en marcha, por lo que, con frecuencia, el conductor del coche de atrás se subía a nuestro camión para arrancarlo y avanzar los pocos metros que había dejado de espacio el vehículo que nos precedía. Nadie hacía caso a la pareja estadounidense cuando se interesaban, alarmados, por la ubicación de nuestro conductor, sospechando seguramente que nos había abandonado en medio de la carretera o que, en el peor de los casos, al final había encontrado a alguien con los huevos que a nosotros nos faltaban.

—¡Bolis! ¡Nieve! —vociferaba un niño que caminaba por la autopista vendiendo helados—. ¡Nieves sabrosas! ¡Bolis fresquitos!

Vendedores ambulantes habían invadido la autopista aprovechando la inmovilidad de los coches. Helados cilíndricos de agua, helados de leche, carnita de la olla, tamales, burritos, todo lo necesario para calmar la sed y el hambre, pero también todo lo necesario para pasar el tiempo: libros de chistes y adivinanzas, lo mejor de los remedios caseros, interpretación de los sueños. O incluso lo necesario para tomar atajos a través del tejido espacio-temporal, pues allí estaba la vendedora de rosarios que me había encontrado antes de subir al mini-bus, quien resultaba tener, precisamente, el más exitoso de todos aquellos negocios ambulantes. Los rosarios se esfumaban de sus manos a ojos vista, como si rezando las diez decenas de avemarías que requiere un misterio doloroso (porque eso era lo que estábamos viviendo), fuera posible desmaterializarse y aparecer, por arte de birlibirloque, delante de la aduana.

—Anden y comprénme alguna nievesita —insistió el niño de los helados— Estoy de vacaciones y aprovecho para vender —la aclaración era importante porque, de lo contrario, los potenciales clientes podrían imaginarse subvencionando los novillos de un escolar, y eso no—. Apoyen las próximas vacaciones de mi familia en Puerto Vallarta comprándome alguna nievesita.

El noble propósito del muchacho conmovió al hombre del sombrero, que se ofreció a comprar helados de bola a quien quisiera, quien sabe si para compensar el exabrupto con el que había iniciado el viaje. Decliné la oferta amablemente debido a mi problema con el azúcar y la pareja estadounidense seguía demasiado aterrada como para articular palabra, pero el resto de pasajeros aceptaron contentos el refrigerio.

—Muchas gracias, caballero —le dijo el niño—. Rezaré una oración por todos ustedes para que lleguen antes.

Asentimos con vehemencia, sonriendo y aplaudiendo la maravillosa ocurrencia del muchacho. Si contábamos ya con su plegaria, tal vez le podía prestar mi rosario a alguien que supiera utilizarlo y, entonces, todo estaría arreglado. Con frecuencia se habla del "realismo mágico", pero el realismo mágico no existe. No es ningún género literario, ni un estilo, ni siquiera es una etiqueta para evitar tener qué explicar en qué consisten los rasgos personales de ciertos escritores como García Márquez o Carlos Fuentes. Lo que llamamos "realismo mágico" no se diferencia en nada del otro realismo; solo que cuando se aplica una mirada realista ortodoxa a países como México (y supongo que a casi toda Centroamérica y Sudamérica, también), el resultado que da es este. Allí, encerrado en aquel vehículo, tenía la sensación de que cualquier palabra, cualquier pequeño gesto, podía activar el mecanismo que sirve para hacer que la realidad cambie de género. Cric, cric, cric, suenan los engranajes, y de repente, el inesperado gesto de generosidad del hombre del sombrero, transformaba el interior de aquel mini-bus en una fiesta, con piñata incluida y mi amiga de Guaymas tratando de desbaratarla a golpes de palo, completamente ciega con una venda en los ojos, mientras el resto cantábamos rancheras con las cabezas agachadas para no correr la misma suerte que la piñata.

Del mismo modo, era concebible que una palabra mágica activase la misma rueda dentada y acabáramos todos levitando. Después de todo, el santoral hace gala de un ámplio número de beatos para quienes volar era tan sencillo como poner un pie delante del otro. Si Venezuela había tenido su propio fraile volador, San José de Cupertino, e incluso en el mismísimo Toledo había vivido Bartolomé Lorenzo de Guzmán, otro religioso con poderes aéreos, ¿cómo no iba a ser posible milagro semejante aquí en México? Con más razón, porque si hay un lugar donde todo entre dentro de lo posible, es este país. Y como muestra un botón: Mientras estaba atrapado en aquella fiesta improvisada en medio de la autopista en Tijuana, unos amigos de Madrid llegaban a San Juan de Chamula, en Chiapas, un pueblo en el que hacía 200 años, sus habitantes habían decidido pasar los cuellos del clero por el machete. Sin embargo, lejos de abandonar el catolicismo lo que hicieron fue adaptarlo a sus necesidades. Con el tiempo llegaron incluso a traducir la biblia a su lengua indígena, solo que el traductor era un bromista empedernido y decidió cambiar la palabra "sacramento" por "Coca-Cola". Desde entonces la susodicha bebida se había convertido en una especie de agua santa que servía para comulgar, para bautizarse con ella, o para bendecir a los parroquianos.

San José de Cupertino, padre del Realismo Mágico

El caso es que gracias a los rezos, o tal vez al poder elíptico de la narrativa, cric, cric, cric, acabé llegando a la aduana, donde encontré un considerable número de viajeros esperando en diferentes colas que las autoridades estadounidenses habían identificado con esotéricos nombres: viajeros con permiso I-94, procesado express, procesado estándar y viajeros minusválidos. Puesto que carecía de permiso alguno y lo de "procesado express" me hacía sospechar que al final de la cola (demasiado lejos como para poder comprobarlo) había una maquiladora de Soylent Green, decidí colocarme en la fila donde se agrupaba la mayoría de los viajeros, la estándar. Pero, desde allí, por lo menos quedaba otra buena hora y media para llegar hasta el control. ¿No quería ver una procesión en Tijuana? Pues ya había visto una y ahora me esperaba otra. Estaba demasiado cansado y el calor me hacía echar miradas libidinosas al pasillo de los minusválidos, completamente vacío de gente, con la excepción de algún ocasional viajero en silla de ruedas que lo atravesaba sin detenerse un solo momento hasta llegar al punto de control. Observé que alguna mexicana osada agarraba a su bebé en brazos y se cambiaba al pasillo de minusválidos; ¿será que en México el concepto es mucho más amplio que en España? Y entonces, me di una palmada en la cabeza por no haberlo pensado antes. ¡La diabetes es una minusvalía!

¿O no? La verdad es que me costaba pensar en mí mismo como un disminuido. De hecho, ni siquiera debería decir palabras como "minusválido" o "disminuido" porque, según me informan, son extremadamente insultantes, pero ¿por qué no utilizar una palabra insultante si lo que quiero es que me insulten? Que me llamen tullido si es necesario. Lo que fuera por salir de allí cuanto antes. ¿"Minusválido" no significa "poder hacer menos cosas"? Pues yo puedo hacer menos cosas que el resto del mundo. Por ejemplo, no puedo... ¡tomar azúcar! Me colé en el pasillo de minusválidos pegando un salto por encima de la cinta y me puse a caminar hasta el puesto de control fingiendo una cojera para reforzar mi argumento.

¿Y si me rechazaban a pesar de todo? Podía fingir un ataque de hipoglucemia, como había planeado hacer en el aeropuerto si me hacían abrir el escuche donde guardaba las drogas. Me revolcaría por el suelo haciendo espuma con la boca (no porque fuera uno de los síntomas, sino porque así resultaría más impactante), e incluso estaba dispuesto a mearme encima si era necesario con tal de salir de allí cuanto antes. Les demostraría quién es el más minusválido, les...



—Adelante —dijo el agente de aduanas al llegar al puesto de control, apenas le mostré el pasaporte—, y feliz estancia en los Estados Unidos de América.

En los Estados Unidos de América... Por primera vez en mi vida me sentí feliz de oir esas palabras. Tijuana había resultado ser un lugar fascinante, pero, después de todo, también había demostrado ser demasiado para mí. Estaba agotado después de cuatro horas de frontera, calor, inmovilidad y una equivocada fe en un montón de tópicos absurdos. En esta ocasión, no me importaba para nada una buena ración de la buena y vieja y gratuita complacencia estadounidense. Incliné la cabeza para dar las gracias al señor agente y entré de nuevo en los Estados Unidos de América por mi propio pie, cojeando a cada paso, mientras agarraba la bolsa de insulina en la mano y mis labios silbaban la melodía de Dixie

martes, 10 de junio de 2014

Capítulo 8. ¡Contrabando!



Nada.

No ocurrió nada.

Eso es lo que ocurrió. Tres meses viviendo en Los Ángeles, esperando a que floreciera algún tipo de argumento en mi historia es lo menos que se puede esperar de la meca del cine; pero lo cierto es que, después de haberme procurado un hogar en la casa de la limonada y una cantidad suficiente de marihuana como para apaciguar mi persistente estado de paranoia, dediqué el tiempo restante a hacer lo que se supone que había ido a hacer allí. Acabar mi tesis doctoral.

Tal vez se me pasó hablar de ello. Soy muy olvidadizo. Pero lo cierto es que si me encontré varado durante tres meses en Los Ángeles, fue porque había ido a visitar a una celebridad. Ninguna de las que salen en la televisión o en la gran pantalla, claro está; sino una de esas oscuras celebridades del mundillo académico cuyos libros solo han leído tres o cuatro estudiosos en todo el planeta. Mi celebridad, David Kunzle, era un agradable anciano a punto de jubilarse que, de joven, había sido becario de uno de los más importantes historiadores de arte del siglo XX, Ernest Gombrich. Mientras trabajaba con sus asistentes, a Gombrich le gustaba practicar con ellos un juego cruel. Cuando se trataba algún tema que era de su agrado, Gombrich se quedaba de repente callado, sujetándose la barbilla con un gesto digital muy meditado, y al cabo de un rato, expresaba en voz alta un deseo retórico: "Sería maravilloso si alguien se atreviera a escribir sobre esto, ¿verdad?". (La escena, en mi mente, se parece bastante a aquel número de Gila en el que interpreta a un detective que, para detener a un sospechoso, se pone a pasear cerca de él mientras musita: "Alguien ha matado a alguien... y no quiero señalar"). David debió de ser el más incauto de sus ayudantes, pues cuando Gombrich musitó sin señalarle que "sería maravilloso si alguien se atreviera a escribir una historia de las tiras cómicas desde la imprenta hasta la actualidad", sin pensarlo dos veces, él se atrevió a confesar: "He sido yo".

Por supuesto, la redacción de tal historia le ocupó prácticamente el resto de su vida, dejándola inconclusa, como no podía ser de otra manera. Pero los dos libros que escribió sobre ese tema me atrajeron hacia él como fan de un star system oculto en busca de su celebridad más ignota. Sus investigaciones me iban a ser de mucha utilidad para dar los últimos retoques a mi tesis doctoral sobre la función de la propaganda en los cómics de la Alemania nazi. Me presenté en su despacho de la facultad de Arte de la UCLA con todos mis papeles y una beca de investigación para trabajar con él durante esos tres meses, pero a pesar de que mi visita había sido convenientemente anunciada y aprobada de antemano, y que, además, David me recibió con los brazos abiertos, éste se mostró extrañado de que alguien viniera de tan lejos para hablar con él sobre algo que había escrito hace tanto tiempo y sobre lo que ya casi no se acordaba de nada.

Ademásañadió—, en unas semanas me voy a Chile para estudiar el impacto de la imagen del Ché en el arte popular sudamericano.

Aún se notaba en su suelta vestimenta y en sus amplias camisas de gasa la influencia de Berkeley, su alma mater; el Berkeley de principios de los setenta, claro está. "Una vez, visitando Madrid", me dijo el día en que nos presentamos, tras preguntarme por mi lugar de origen, "un guardia civil me detuvo en la Plaza de España por haberme sentado en el césped a hacer yoga. Fue antes de que muriera Franco. Debió de pensar que era una especie de agente contaminante. 'No sé cómo serán las cosas en su país', me explicó el guardia civil, 'pero aquí, no nos gusta que venga la gente de fuera a hacer el mamarracho'".

Básicamente, esa fue la situación. Me encontraba en Los Ángeles, la única ciudad del mundo cuya sola razón de ser es la narración visual, estudiando los orígenes de las formas más antiguas que dicha narración había dado, con un ex hippy fantasmal que, tan pronto como había aparecido, se desmaterializó. Sin embargo, no puedo decir que me molestara la prematura salida de escena de David. Durante el tiempo que pasé con él, tuvimos muchas conversaciones que me fueron muy útiles para acabar mi tesis (aunque, en realidad, ésta poco tuviera que ver con su especialidad) y, después de su partida, el despacho se quedó lo suficientemente tranquilo como para poder escribir. Y escribir fue lo que hice. Encerrado al principio en el despacho, aunque cada vez con mayor frecuencia me quedaba en mi habitación de la casa de la limonada, tecleaba día tras día mientras fumaba el producto californiano de primera calidad que me procuraba en los dispensarios de la playa.



Cuando llegaron mis padres de visita, a comienzos de noviembre, poco pude mostrarles de mi vida allí, pues ésta era virtualmente inexistente. Como mucho, podía enseñarles alguna página de mi tesis, pero me resistí a ello por un motivo muy sencillo. Mi vida en el ático de aquella pequeña casa de suburbio spielbergiano, cuyo detector de humos inutilicé hábilmente con un destornillador, se estaba pareciendo cada vez más al hotel Overlook de El Resplandor y temía que, un buen día, se me ocurriera echar un vistazo a lo que había escrito y que lo único que hubiera impreso en las hojas fuese la frase "No por mucho madrugar amanece más temprano", repetida una y otra vez.

La llegada de mis padres fue accidentada y estuvo llena de miedo, de asco y de mi vieja compañera: la dulce paranoia. Mi madre me había anunciado días antes sus aviesas intenciones:

—Voy a llevarte un jamón serrano, porque allí no tendrás —amenazó—. Yo no sé cómo podéis vivir en sitios así.

Le advertí muy seriamente en contra de ello. Pasar por la aduana con alimentos sin declarar era una violación evidente de una ley federal y, en cuanto abrieran su maleta, sería detenida de inmediato y, lo que es peor, la pata de jamón le sería confiscada.

—¿Es que no te acuerdas de la película aquella con Sofía Loren? —le expliqué haciendo uso del único lenguaje en el que madres e hijos pueden comunicarse fluidamente: el de las viejas divas—. ¿No recuerdas lo que le pasa con la mortadela? La retienen durante semanas en el aeropuerto y, al final, como no tiene nada que llevarse a la boca, acaba teniendo que comérsela.

Mi madre emitió una risa telefónica, tal vez halagada por la comparación con la Loren, confundiendo sin duda con una broma la aterradora imagen a la que mi imaginación me enfrentaba: la de mi progenitora abandonada a su suerte en un país inhóspito con un pernil ibérico como única herramienta para la supervivencia. Sus palabras no hicieron mucho por tranquilizarme:

—La Loren será la Loren, hijo —aclaró para poner las cosas en su sitio—. Pero yo, soy tu Madre.

Así que allí estaba yo, esperando a que acabaran de salir todos los pasajeros del vuelo de Madrid, sin que mis padres dieran la menor señal de vida. ¿Habrían perdido el avión sin tener la oportunidad de avisar antes? ¿O sería que, finalmente, mi madre había cumplido con su amenaza y estaba siendo ahora sometida al tercer grado en algún cuarto oscuro? Estaba empezando a ponerme nervioso, cuando mi madre atravesó la puerta del hall de llegadas arrastrando una maleta y con una sonrisa de oreja a oreja.

Los abrazos y la alegría al ver que, por suerte, mi madre no se había convertido involuntariamente en la protagonista de una película italiana, me impidieron darme cuenta al momento de que había un error en aquella escena, algo que no estaba en su sitio. Algo que faltaba.

—¿Dónde está papá? —pregunté cuando al fin se hizo la luz.

—Ah. Está todavía adentro —me explicó con una tranquilidad absoluta—. Le han metido en un cuarto para interrogarle.

"¡El jamón!", exclamé. "¿Qué has hecho, madre? Te dije una y otra vez que no lo trajeras". Ahora que estaba empezando a acostumbrarme a mi no-existencia en la ciudad de Los Ángeles, me iba a ver forzado a reconsiderar mi situación, pues acababa de convertirme precisamente en lo que más temía: un prófugo de la justicia, y no de cualquier clase, sino un miembro destacado, el enlace en Estados Unidos, de una familia criminal.

—No te preocupes por el jamón —trató de tranquilizarme ella—. Lo tengo aquí, en la maleta; a buen recaudo. ¿Creías que iba a dejar que se quedaran con él? No conoces a tu madre. El guardia de aduanas ha mirado mi maleta y me ha preguntado en inglés si llevaba más de diez mil dólares en el equipaje —la cantidad máxima de dinero permitida—. "Qué más quisiera yo", le he contestado en español. Así que se ha echado a reir y me ha dejado pasar sin abrir mi maleta.

—¿Y entonces, papá?

Mi madre se encogió de hombros.

—Le han confundido con un terrorista.

No sé si fueron mis ojos saliéndose de sus órbitas como un dibujo animado de la Warner, o el persistente modo en que me chocaba con las paredes del hall mientras me agarraba la cabeza con las manos, pero el caso es que uno de aquellos dos síntomas del inminente ataque de pánico al que estaba a punto de sucumbir hizo que mi madre, de repente, estallara en un ataque de risa.

—No te preocupes, hijo. Ya nos lo devolverán —me explicó, sin que sus carcajadas contribuyeran mucho a serenarme—. Es que han confundido su segundo apellido con su verdadero nombre. Dicen que aquí, en Estados Unidos, se llama Francisco López. Y por lo visto tienen a otro Francisco López en su lista negra. Un contrabandista mexicano, parece ser. Pero lo primero es lo primero y, ahora, lo único que importa es que por fin estamos los tres aquí. Tú, yo y el jamón.



Efectivamente, mi padre apareció poco después, confirmando que se había tratado de una confusión rutinaria, parecida a la que yo había sufrido al aterrizar en LAX. El resto de la visita transcurrió con normalidad. Aparte de los negativos comentarios que le merecía la comida y el bochorno que le supuso contemplar los dispensarios de marihuana en Venice a puerta de calle, la opinión de mi madre sobre la ciudad de Los Ángeles, y sobre los Estados Unidos en general, quedó firmemente asentada al pasar por delante de un motel en Hollywood Boulevard.

—Cuando veo uno de esos moteles —nos explicó—, no puedo dejar de pensar que en todas las habitaciones hay un niño sentado sobre la moqueta jugando con un camioncito de plástico, esperando a que vuelva su secuestrador.

No le dije, por supuesto, que había pasado mi primer mes viviendo en uno de esos moteles.

—Y esto —dijo refiriéndose al famoso paseo de las estrellas, mucho más pequeño y estrecho de lo que siempre parece en las películas—, con todas esas palmeras, me recuerda a Torremolinos. Pero sin glamour.

Y dicho esto, partieron. El caso es que, pese a mis miedos y después de releer lo que llevaba escrito y comprobar que ni mi encierro ni la marihuana habían hecho que me reencarnara en Jack Nicholson, pude acabar mi tesis sobre tebeos nazis, volver a España e incluso ganar con ella un premio especial de doctorado. (Aquella noticia calmó, durante unos días, mi tradicional angustia ante la falta de una misión en la vida. Una escena se repetía en bucle en mi cabeza. En el acto de entrega de los premios, recibía el galardón de manos del ministro de educación, ocasión para la cual me había vestido con una camiseta en la que se podía leer uno de los axiomas favoritos del tío Hunter: "Los cerdos de hoy son el bacon de mañana". Por supuesto, la escena nunca tuvo lugar. La entrega consistió en un trámite meramente administrativo que me despojó del papel para el que me había estado preparando después de treinta años de estudios: el de angel vengador).

Pese a los problemas y una bonita diabetes crónica que me traje de regalo de aquel primer viaje a California (las madres siempre tienen razón), las cosas no habían salido mal después de todo: tenía un buen trabajo en una universidad privada donde me pagaban por dar clase de literatura infantil.

Así que te preguntarás, querido lector, ¿qué hago aquí, ahora, rumbo de nuevo a California, en el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, esperando a que llegue mi turno de pasar por el escáner una mochila llena de setas psilocibes? Un momento. La mochila no está llena de drogas, no hay que exagerar. Tan solo he envuelto cuatro gramos de hongos secos en papel de cocina y, luego, he introducido el rebujo en el estuche donde llevo la insulina. No te creas: he tramado mi plan meticulosamente. Siempre que he de tomar un avión, he de pasar mi estuche de diabético, dentro de la mochila, por el escáner. Y éste nunca detecta nada extraño en su interior. O si lo detecta, nunca me dicen nada: viajar con insulina debe ser lo suficientemente común como para no inspeccionar el equipaje de los diabéticos, o solicitarles un informe médico, a pesar de que las posibilidades de secuestrar un avión con una pluma de insulina son exponencialmente mayores que las de hacerlo con una botella de champú. Y en caso de que me hagan abrir el estuche, discurría yo mientras terminaba de dibujar un plano de la zona de control de equipajes en mi oscuro y secreto cubículo del mal, lo único que verán es la insulina. Se trata ya de por sí de una droga lo suficientemente poderosa como para que se molesten en buscar más.

¿Quién se va a imaginar que bajo la insulina se esconde una de las sustancias más poderosas que ha dado la naturaleza, el maravilloso descubrimiento botánico que hizo en México Robert Gordon Wasson, micólogo y vicepresidente de la Banca Morgan? Cuando se me ocurrió, cinco años después de mi primer viaje a California, tomar un avión primero a Philadelphia y luego a San Diego para visitar a mi amiga Esther, una especialista en cómic estadounidense a la que conocí en Copenhague, me dije que sería imperdonable volver a la cuna de la vestimenta suelta y las camisas ámplias sin los medios necesarios para ensanchar un poco las fronteras espacio-temporales de mi viaje.



Mi plan había salido a la perfección. Me encontraba sentado cómodamente en el avión y, a pesar de que el despegue se había retrasado dos horas, nada me podía quitar la sonrisa de la boca. Llena de dientes. Hasta que me acordé de algo que le había pasado al tío Hunter cuando le invitaron a presentar la película de Miedo y Asco en Las Vegas en el festival de cine de La Habana. Estaba a punto de aterrizar, cuando cayó en la cuenta de que, en un pastillero, dentro de su neceser, quedaban los restos de una pequeña cantidad de cocaína que se había llevado a una fiesta la noche anterior. Preso de su proverbial paranoia, se deshizo como pudo de la cocaína tirándola por el váter, aunque con las sacudidas del avión, los polvos volaron por todas partes. Las azafatas acabaron sacándolo del baño a rastras, después de un buen concierto de golpes en la puerta, sin sospechar que el motivo por el que Hunter se resistía a volver a su asiento no era que se hubiera encerrado a fumar un pitillo a escondidas, sino que se estaba tomando su tiempo para limpiar de restos de cocaína el espejo, el lavamanos y la plataforma para cambiarle los pañales a los bebés.

Al pasar el control de aduanas con la serenidad que la había dado el saberse limpio, se encontró con que había ido a buscarle al aeropuerto el mayor y más famoso de entre sus discípulos: Johnny Depp. Con él compartía una de sus aficiones preferidas, el gusto por las armas, y apenas dieron unos pasos fuera del aeropuerto, Depp se sacó del pantalón una enorme pistola.

—¿Te gusta? —le preguntó mientras le hacía admirar su Magnum—. Es una Desert Eagle. Mi última adquisición.

—¿Has comprado eso en La Habana? —dijo Hunter, sorprendido.

—¿Aquí? ¿Estás loco? La he traído de casa para enseñártela.

Hunter se quedó perplejo. ¿Cómo había podido pasar semejante pistolón por la aduana?

—Muy sencillo —contestó Depp—. Saltándome el arco cuando el guardia no miraba.

"Saltarme el arco, saltarme el arco". Pasé todo el viaje repitiéndome la frase como un mantra para calmarme. Al recordar aquella anécdota, caí en la cuenta de algo en lo que no había pensado hasta entonces. En los Estados Unidos, la psilocibina que contienen los hongos, no tiene la misma consideración que la marihuana. Es una sustancia controlada tipo 1, lo cual quiere decir que su posesión y, más aún, su tráfico, conlleva las mismas penas que la cocaína o la heroína, a pesar de tratarse de una droga con escaso potencial adictivo, haber sido utilizada en el pasado con fines terapéuticos o, ahora que lo pienso, ser yo mismo un doctor; qué demonios, ¡un doctor extraordinario! ¿No me investía eso de ciertas prerrogativas?

Además, al haberse retrasado el despegue al salir de Madrid, iba a perder sin duda el vuelo de conexión a San Diego, por lo que tendría que pasar la noche en Philadelphia. Lo cual multiplicaba considerablemente las posibilidades de error en mi plan, ya que no solo tendría que pasar la aduana en Philadelphia: me harían sacar las maletas del aeropuerto y volver a la mañana siguiente, momento en el que mi equipaje de mano pasaría un nuevo control y esta vez tendría que enfrentarme a los temibles y poderosos escáneres estadounidenses, con una tecnología de vanguardia veinte años por delante de la que tenemos en Madrid.

A las cinco y media de la mañana del día siguiente, mi mochila era bombardeada de nuevo con potentes rayos X, mientras me hacían pasar por el arco, silbando nerviosamente una melodía al azar para tranquilizarme. Mi cerebro me jugó de nuevo una mala pasada porque, preso de la ansiedad, había elegido como mantra las notas de Dixie, el más popular de los himnos confederados durante la Guerra de Sucesión. Melodía que, precisamente, no era bien recibida en Pennsylvania, cuna de los quákeros fundadores y sede de una de las logias masónicas más antiguas de los Estados Unidos. El oficial negro que controlaba el escáner apartó la vista de la pantalla al escucharme y me miró con los ojos entornados antes de hacerme coger la mochila y ordenarme que siguiera mi camino.

Welcome to the U.S. of A.

Solo luego me di cuenta de que no tenía nada que temer, pues en esta ocasión había facturado mi estuche de insulina con el equipaje en bodega, temeroso de los avances de la ciencia del procesado en masa de inmigrantes. El vuelo hasta Phoenix, y desde allí hasta San Diego, transcurrió sin mayores incidentes. Mi maleta salió del carrusel del aeropuerto de San Diego con sus contenidos intactos y un viejo conocido, el sol de California, salió a recibirme cuando se abrieron las puertas automáticas de cristal. Tengo que reconocer que estaba un poco decepcionado por no haber alcanzado el clímax criminal que mis peores temores habían anticipado. Había pasado tres meses en Los Ángeles tratándolo de evitar, llenándome de miedo y asco ante la sospecha de que cada uno de mis movimientos, cada una de las cosas que hacía por ajustarme mejor a las rarezas de un país que me resultaba marciano, tenían siempre algo de equivocado, una cierta pátina de ilegalidad o, en el mejor de los casos, de ser algo reprensible.

Pero ahora el miedo y el asco, sentimientos que hasta entonces me habían sido imposibles de disociar de la simple mención de los Estados Unidos, habían desaparecido por completo bajo el sol del Pacífico. Y para ello había tenido que hacer justo lo contrario que entonces: violar decida y voluntariamente una ley federal. Di la bienvenida a una desconocida sensación de paz interior y deseé poder conservarla durante el resto de mi viaje.

Tenía una ligera noción sobre cómo lograrlo. Tan solo había que seguir violando leyes federales.